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Curadurías y curadores

A propósito de la exposición ‘Los cinco’, que está en el Centro Cultural de España. Participan Juan Fabbri, Liliana Zapata, María Rivero, Sulma Barrientos y José Arispe

/ 14 de julio de 2013 / 04:00

Casi como un fenómeno de moda, desde hace algún tiempo hay una creciente proliferación de exposiciones de arte encabezadas por un curador; cabe preguntarse si eso ha mejorado las ya conflictivas relaciones del arte contemporáneo con el espectador, porque de eso es que se trata la curaduría y no de otra cosa. Es decir, de hacer digerible la alta complejidad discursiva de las prácticas de creación contemporánea. Al menos así es como la historia justifica la necesidad de la curaduría al finalizar las vanguardias artísticas de la modernidad, es decir, al comenzar el arte contemporáneo, —“contemporáneo” no en un sentido meramente cronológico, sino “ideológico”—.  

Esa multiplicación de curadurías es directamente proporcional a la multiplicación de los discursos artísticos. Esto tiene que ver con la abundancia creciente de simplificaciones curatoriales y, por tanto, con la banalización de los contenidos artísticos. Mas allá de lo enriquecedor que pueda significar esa heterogeneidad de estrategias y enfoques en la producción de sentido y el significado cultural, donde es cada vez menos sostenible la univocidad ilustrada del crítico, esas curadurías o “colgadurías” se han reducido en nuestro país a seleccionar  artistas y a puestas en escenas de carácter estético; no existe siquiera esa pretenciosa, licenciosa y creativa función del curador “internacional”, para quien una obra de arte sólo existe en el contexto de una exposición y “el curador es un profesional que colecciona fragmentos de mundos nuevos, que organiza conjuntos de significantes desordenados, estableciendo direcciones y marcadores para elaborar los mapas del arte contemporáneo (…) no revela sentido, sino que lo crea” (Ivo Mesquita, reconocido curador internacional en el circuito del arte contemporáneo), así los artistas son considerados como los colaboradores de una exposición de tesis en la que se reconduce la historia del arte, añadiendo otros relatos y teleologías, muchas veces de acuerdo con el interés de colecciones públicas o privadas.

tRANSGRESIÓN. No se trata de llamar al orden, sino de reconsiderar aquellas razones que dieron lugar a la curaduría, donde el curador debe partir de ese lugar límite que es la obra de arte (la curaduría debe ser, por tanto, tan transgresora como el arte que cura) y enfrentar, como un mediador inevitable e invisible, un espectador no especializado, instantáneo, intercultural y transnacional, de modo que la obra sea aprehendida sin haber perdido su carácter resignificador y epistemológicamente transgresor.
Un ejemplo de cómo una curaduría puede lograr que la obra de arte y el espectador puedan reunirse respetuosamente, sin hacer concesiones a la obviedad discursiva y sosteniendo con sobriedad pertinente el ámbito impreciso de la metáfora en cada una de las obras, es la exposición Los Cinco, curada por Joaquín Sánchez, que está en el Centro Cultural de España en La Paz.
Los Cinco es una muestra de arte contemporáneo realizada por cinco artistas jóvenes, cuyo evidente protagonismo no está mediado de ningún modo, aun cuando la curaduría subyace de modo omnipresente, cuidando eficazmente todo el espacio expositivo; por cierto, esta invisibilidad es de lo que más carece la mayoría de las renombradas curadurías “de autor” en el mundo; es posible que esta diferencia se deba a que Joaquín Sánchez es artista.
La exhibición, por otra parte, muestra, como un elemento museográfico, la transparencia que caracteriza al arte contemporáneo, es decir, el proceso previo de construcción de la idea y el modo cómo se fue desarrollando la interacción entre el artista y el curador.
Pero también hay otros aspectos implícitos que están presentes en la muestra y que son imprescindibles en una curaduría respetable: la investigación, la capacidad de interpretación de las obras y la elaboración de un discurso que aproxime al espectador al sentido o concepto de la muestra.
Es claro que, como consecuencia de esta curaduría, los cinco artistas, Juan Fabbri, Liliana Zapata, María Rivero, Sulma Barrientos y José Arispe mostraran lo mejor de ellos y en algunos casos de manera sorprendente, recurriendo al descalce poético para abrir el intersticio entre significante y significado; ese intersticio cognitivo que es la única fuente del arte. Quisiéramos ver que las obras posteriores de estos jóvenes artistas mantengan la misma factura formal.      

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‘Ombligo común’, la celebración de la diversidad. Una obra de Alejandra Dorado

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/ 18 de diciembre de 2022 / 09:01

‘Ombligo común’. En la historia de las diferentes culturas y religiones, el ombligo ha tenido múltiples significados y ha sido fuente de inspiración de mitos, fantasías, tabúes y veneraciones. Así, entre los griegos, esa cicatriz circular situada en el centro exacto entre el pecho y los genitales, era considerada como el “centro del cuerpo” y de la vida. En el cuento de Las mil y una noches, la hermosa Budur se quita el vestido y, acercándose al joven Kamaralzamán, le dice: “¡He aquí mi ombligo, que gusta de la caricia delicada; ven a disfrutar de él!”. 

Para los hinduistas, del ombligo del dios Vishnú surgió una flor de loto de la que nació Brahma, creador del universo. Hasta finales del siglo XIX, entre los habitantes de la Región Renania-Palatinado, en Alemania, era costumbre envolver en lencería los restos de cordón umbilical. Pasados unos años, se cortaban en pedazos, si pertenecían a un varón, y se trituraban, si provenían de una niña. Así, el joven se convertía en un gran hombre de negocios y la mujer en una buena costurera. En 1543 Martín Lutero condenó al ombligo al encierro y la oscuridad. Desde entonces, aquellos que sienten “omphalophobia” (aversión hacia el ombligo) manifiestan su supuesto carácter maléfico.

En 1922 se promulgó en Hollywood un código de pudor en el cual ninguna actriz podía enseñar el ombligo frente a las cámaras porque era algo “diabólico”. En España, durante la dictadura franquista, estaba prohibido mostrar el ombligo en las revistas y cines de ese país.

Para muchos, el ombligo recuerda al órgano genital femenino. En nuestros días se impone la moda de colocarse piercings en el ombligo, y  las adolescentes del Japón se someten a una operación llamada “hesodashi”, que les cambia sus ombligos redondos por otros rasgados.

En fin, el ombligo no solo es la marca o cicatriz que nos indica de dónde venimos, es también la marca de conexión con nuestra madre a través del cordón umbilical y es, en un sentido figurado, el medio o centro de cualquier cosa.

La obra Ombligo común de Alejandra Dorado, que está presentándose en el Centro Pedagógico y Cultural Simón I. Patiño, enriquece el concepto de ombligo resignificándolo a través del recurso estratégico de la metáfora, muy propio del arte contemporáneo,  el cual alude al origen común de la especie humana y, de la misma manera, a ese lugar privilegiado y central que denota un antropocentrismo, a menudo narcisista (creerse el ombligo del mundo).


‘Jardines literarios’ es una obra en que se mantienen con vida plantas que crecen dentro de libros

Lea también: Alejandra Dorado y aquel ombligo que nos une

‘Ombligo común’

Al mismo tiempo, la obra de Alejandra encierra igualmente una hermosa metáfora que celebra la intrínseca diversidad del ser humano, esa posibilidad siempre abierta, pero peligrosa, de ser cualquier otra cosa, distinta de lo que se supone que “debe ser”. En un mundo que fluye permanentemente no puede haber algo estático como el ser, sino un siendo que no termina de definirse nunca, si no es por el arbitrario y excluyente concepto de “anormalidad”.  Esa diversidad abierta es la que nos muestra Ombligo común en fotografías antiguas, objetos y retablos impresos, manipulados digitalmente que exhiben personajes con “malformaciones” y mutaciones imprevistas de toda índole: siameses, personajes con dos cabezas y trajes con tres piernas, etc. Estos personajes constituyen la celebración de la diversidad, el elogio de la diferencia y la posibilidad abierta de lo real, en contraposición al efecto de homologación y estandarización  en el que vivimos, el cual parece estar caracterizado por el complejo de Procusto (este personaje era un bandido del Ática que, además de robar a sus víctimas, les hacía tenderse sobre una cama de hierro, les cortaba las piernas cuando superaban su longitud o los estiraba descoyuntándolos cuando no lo alcanzaban).

Por supuesto, podemos encontrar en la muestra, aristas que nos remiten a otras interpretaciones, de hecho, en esto consiste precisamente la riqueza polisémica de la obra típicamente contemporánea de arte, sino la obra no sería contemporánea, como lo señala Humberto Eco en su libro La obra abierta.

Cabe mencionar el cuidado museográfico puesto en el pertinente montaje de la muestra, en el que cada pieza se relaciona con otra, con el resto y con el mismo espacio expositivo, para dar lugar a un conjunto conceptual que potencia convenientemente la idea central contenida en el Ombligo común.

 Ombligo común nos trae, además, un “bonus”, una pequeña y exquisita obra llamada por su autora Jardines literarios, consistente en la instalación de pequeños jardines vivientes cultivados entre las hojas de libros antiguos. Otra metáfora que parece aludir el carácter viviente de esos libros que consideramos viejos e inactuales.

Fotos: Alejandra Dorado

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Casi como un fenómeno de moda, desde hace algún tiempo hay una creciente proliferación de exposiciones de arte encabezadas por un curador; cabe preguntarse si eso ha mejorado las ya conflictivas relaciones del arte contemporáneo con el espectador, porque de eso es que se trata la curaduría y no de otra cosa. Es decir, de hacer digerible la alta complejidad discursiva de las prácticas de creación contemporánea. Al menos así es como la historia justifica la necesidad de la curaduría al finalizar las vanguardias artísticas de la modernidad, es decir, al comenzar el arte contemporáneo, —“contemporáneo” no en un sentido meramente cronológico, sino “ideológico”—.  

Esa multiplicación de curadurías es directamente proporcional a la multiplicación de los discursos artísticos. Esto tiene que ver con la abundancia creciente de simplificaciones curatoriales y, por tanto, con la banalización de los contenidos artísticos. Mas allá de lo enriquecedor que pueda significar esa heterogeneidad de estrategias y enfoques en la producción de sentido y el significado cultural, donde es cada vez menos sostenible la univocidad ilustrada del crítico, esas curadurías o “colgadurías” se han reducido en nuestro país a seleccionar  artistas y a puestas en escenas de carácter estético; no existe siquiera esa pretenciosa, licenciosa y creativa función del curador “internacional”, para quien una obra de arte sólo existe en el contexto de una exposición y “el curador es un profesional que colecciona fragmentos de mundos nuevos, que organiza conjuntos de significantes desordenados, estableciendo direcciones y marcadores para elaborar los mapas del arte contemporáneo (…) no revela sentido, sino que lo crea” (Ivo Mesquita, reconocido curador internacional en el circuito del arte contemporáneo), así los artistas son considerados como los colaboradores de una exposición de tesis en la que se reconduce la historia del arte, añadiendo otros relatos y teleologías, muchas veces de acuerdo con el interés de colecciones públicas o privadas.

tRANSGRESIÓN. No se trata de llamar al orden, sino de reconsiderar aquellas razones que dieron lugar a la curaduría, donde el curador debe partir de ese lugar límite que es la obra de arte (la curaduría debe ser, por tanto, tan transgresora como el arte que cura) y enfrentar, como un mediador inevitable e invisible, un espectador no especializado, instantáneo, intercultural y transnacional, de modo que la obra sea aprehendida sin haber perdido su carácter resignificador y epistemológicamente transgresor.
Un ejemplo de cómo una curaduría puede lograr que la obra de arte y el espectador puedan reunirse respetuosamente, sin hacer concesiones a la obviedad discursiva y sosteniendo con sobriedad pertinente el ámbito impreciso de la metáfora en cada una de las obras, es la exposición Los Cinco, curada por Joaquín Sánchez, que está en el Centro Cultural de España en La Paz.
Los Cinco es una muestra de arte contemporáneo realizada por cinco artistas jóvenes, cuyo evidente protagonismo no está mediado de ningún modo, aun cuando la curaduría subyace de modo omnipresente, cuidando eficazmente todo el espacio expositivo; por cierto, esta invisibilidad es de lo que más carece la mayoría de las renombradas curadurías “de autor” en el mundo; es posible que esta diferencia se deba a que Joaquín Sánchez es artista.
La exhibición, por otra parte, muestra, como un elemento museográfico, la transparencia que caracteriza al arte contemporáneo, es decir, el proceso previo de construcción de la idea y el modo cómo se fue desarrollando la interacción entre el artista y el curador.
Pero también hay otros aspectos implícitos que están presentes en la muestra y que son imprescindibles en una curaduría respetable: la investigación, la capacidad de interpretación de las obras y la elaboración de un discurso que aproxime al espectador al sentido o concepto de la muestra.
Es claro que, como consecuencia de esta curaduría, los cinco artistas, Juan Fabbri, Liliana Zapata, María Rivero, Sulma Barrientos y José Arispe mostraran lo mejor de ellos y en algunos casos de manera sorprendente, recurriendo al descalce poético para abrir el intersticio entre significante y significado; ese intersticio cognitivo que es la única fuente del arte. Quisiéramos ver que las obras posteriores de estos jóvenes artistas mantengan la misma factura formal.      

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