Quizás aún permanezca posado en el dintel de una puerta, sobre el busto de Palas, aquel que indudablemente se convirtió en el cuervo más conocido de la literatura. Inspirado en una novela de Charles Dickens, Edgar Allan Poe escribió: El Cuervo, publicado por primera vez en 1845. Se trata de un poema narrativo en el que un hombre se enfrenta, en aparente diálogo, con un “majestuoso cuervo/ de los santos días idos”. En el lúgubre salón, entre las preguntas de la voz poética y los repetitivos “nunca más” del ave negra, se sugiere una reflexión sobre la muerte pero, sobre todo, una imposibilidad de nombrarla. La palabra “muerte” no se lee ni una sola vez en el texto, pero el ambiente está perfumado con su presencia.

El proceso que atraviesa la voz poética a partir de este obstáculo, se refleja en su trato con el animal. El hombre, que primero se encontraba tranquilo y adormilado, se vuelve cuestionador y, al no recibir una respuesta satisfactoria, se torna agresivo y angustiado. El “majestuoso cuervo” pasa a ser un “ominoso pájaro de antaño,/ torvo, desgarbado, hórrido” y, finalmente, una “¡Cosa diabólica!”. Pues bien: bajo esta misma angustia, aunque en un proceso inverso, se sitúa también la voz poética de Ángeles del miedo de Blanca Wiethüchter (1947-2004). Este libro —publicado póstumamente, en 2005, por El Hombrecito Sentado y Plural—, incluye un poema extenso dividido en ocho partes: una invocación y siete rapsodias. En éstas, se elabora la misma imposibilidad que en el poema de Poe.

Quizás uno de los aspectos más sobresalientes de Ángeles del miedo sea su forma. Casi a la manera de una epístola, la voz poética se dirige a un sujeto específico referido en el primer verso de Invocación: “Escucha Daniela, no sólo mis palabras”, se dice. Este llamado anticipa el deseo de comunicar algo y, a la vez, sirve de antesala a un viaje que parece inherente a esta pretensión. Es así que las primeras rapsodias son un salto al pasado, un recuerdo que desemboca en ese algo, ese “radiante exceso del alma” que no se puede explicar, pero hacia donde la voz poética dirige a su lector (que deberá caminar de la mano de Daniela).

“Escucha Daniela, […] la urgencia que tengo de contarte”. La prisa que enuncia la voz poética en los versos inaugurales pareciera disolverse en las rapsodias, donde el lenguaje se distiende y aquello que se quiere decir más bien se sugiere. “¿Sabes tú que las palomas grises son de mal agüero? […] / tres cuervos me arrebatan las joyas / […] Pero fueron los lirios los que me urgieron retornar a mi morada”, se anuncia. Junto a estos vaticinios, la voz opta por un soporte onírico para tratar de revelar el espacio en el que se encuentra: “A caballo desciendo del sueño / […] hacia un febril paisaje / poblado de oscuras potestades”.

Así como el cuervo invade la morada del personaje de Poe, cerrando la primera rapsodia, la voz poética de Wiethüchter encuentra en su sala a “Las mujeres silenciadas. / […] funestas hermanas”. Y con esta irrupción, se puede entrever lo que ocupará su angustia. Las Valquirias la buscan y están listas para partir; por ello, la voz se lamenta: “¡Ay nefastas criaturas, las tinieblas no pueden ser nuestra mejor alianza!”. Así entendemos que lo que la voz poética intenta explicar en estas rapsodias no es otra cosa más que su muerte.

En un primer estado de aparente negación, lo que la angustiada voz clama a las sibilas y a su diosa es, en realidad, entendimiento: “Le imploré comprender el desastre”; una ruina causada por la “horda de malignas mensajeras”. No obstante, tal como sucede en El cuervo, la muerte no puede ser entendida porque ni siquiera se la puede nombrar y, por tanto, cualquier pregunta (o respuesta) queda flotando: “Mi boca salivaba plegarias de espuma”; “Quiero escribir, pero me sale espuma”, diría César Vallejo.

Ante tal impotencia, la voz poética adquiere un nuevo estado: “Renuncié a la lástima / renuncié a la ambición / los altavoces anunciaban sangre y silencio”. Y es a partir de estos versos —en el final de la segunda rapsodia— que se enciende un viso de entendimiento. Pareciera ser que la muerte y el silencio caminan de la mano: “Mudo el todo / no había ojos que me buscasen en los ojos / […] como si hubiera muerto por adelantado”. Es por eso que en la “Rapsodia cuarta” se dice: “La mudez de la diosa tocaba / el más cercano de los silencios”, porque la única forma de entender o nombrar a la muerte es el silencio.

Sólo entonces, la voz poética alcanza su fin. La “Rapsodia quinta” regresa al tiempo presente y dice: “Algo amoroso sucede, Daniela / y ya no puedo asegurarte / si la que fui […] / existe todavía”. El cambio radica en que esta voz deja de intentar nombrar a la muerte, no porque desista, sino porque comprende la imposibilidad. La última rapsodia recita: “desde que toco el Silencio el Silencio me toca”. Este “Silencio” es, pues, una extensión de la muerte y para entenderlo no hace falta seguir preguntando, hay que callar e intentar sentir (tocar): “ya no pienso preguntas, Daniela”. Quizás el cuervo nunca más emprenda su vuelo y la angustia de la muerte permanezca latente en ese poema; pero, por su parte, habiendo asimilado este estado, la voz poética de Ángeles del miedo nos dice en sus últimos versos: “Estoy de pie y camino”.

Bernardo Paz Gonzáles es estudiante de la carrera de literatura UMSA