El billete de mil pesos colombianos, que a simple vista no nos dice nada (y que equivale al pasaje en cualquier buseta dentro de la ciudad) muestra en el costado derecho de su anverso el rostro de un hombre muy importante en la historia de Colombia.
Detrás de él se encuentra un grupo numeroso de personas, casi todas con su mismo aspecto: traje, corbata y sombrero. Hay muy pocas mujeres dentro de este grupo. En el reverso de este billete de corte menor, el mismo hombre, ubicado al centro del papel, levanta la mano derecha sosteniendo su sombrero en señal de triunfo. Detrás de él se encuentra otro numeroso grupo de personas, y algunas llevan banderas colombianas. Las fotos de este billete corresponden a los años 40 del siglo pasado. Una época difícil (como casi todas) para este país. De 1830 a 1903 ocurrieron en Colombia 29 alteraciones del orden constitucional: nueve grandes guerras civiles nacionales; catorce guerras civiles locales, dos guerras internacionales con el Ecuador, tres golpes de cuartel y una fracasada conspiración.
Esta relación, nada simple de números exactos, nos arroja un resultado todavía más dramático. Durante 73 años, se ha sufrido —aún se sobrelleva— los horrores de la violencia. Y se han contado los unos a los otros un pasado de armas, de muerte, de soledad y de sangre; un pasado que no conoció la paz, ni ha podido respirarla. Una guerra interna entre hermanos crea más diferencias, abre más heridas, separa familias enteras.
Mi observación, desde luego, no pretende generalizar a toda Colombia. Pero no hay lugar o barrio en este país en el que alguien tenga algo triste que contar por culpa de las guerras civiles; por culpa de la guerrilla; por culpa de los secuestros; por culpa del narcotráfico; por culpa de los paramilitares; por culpa de la equivocación; por culpa del miedo.
¿Qué ha sucedido para que generaciones vivan bajo la sombra de esa “pena negra” (y ojalá nunca eterna)?
Durante los primeros años del siglo XX, Colombia vivía una reforma agraria falsa; la democratización del crédito, ilusoria; las prestaciones sociales para los obreros, escamoteadas por el costo creciente de la vida; la democracia formal, una herramienta de privilegios.
Frente a tanto cansancio, llegó alguien que parecía comprender la necesidad de paz y progreso que tanto clamaba el país. Ése fue el abogado Jorge Eliécer Gaitán: el hombre importante cuyo rostro corresponde al billete sin importancia. Gaitán llegó al escenario político colombiano cansado de ver cómo su generación era arrastrada por una secuela larga de dolor irresuelto.
Desde 1947 comenzó la ola imparable de una violencia desde el Gobierno central que condenó a cientos de familias campesinas al éxodo incierto de la huida y la incertidumbre. El presidente del país de aquel entonces, Mariano Ospina Pérez, denunció que la persecución a los liberales se debía a que varios de éstos tenían en su poder cédulas electorales falsas, diseñadas para el fraude en futuras elecciones. Los liberales rechazaron esas acusaciones.
De 1946 a 1948 una policía política creada ad-hoc y reclutada entre homicidas y reos, patrocinada por el gobierno, asesinó en el país a 15.000 ciudadanos. Despojaron a los campesinos de sus tierras, se incendiaron sus propiedades, se les obligó a un éxodo incierto, dentro o fuera del país con el objetivo de acumular más poder para ellos y debilitar a las fuerzas opositoras del Gobierno.
Así, varios conservadores optaron por resolver el problema a través de la violencia. Jorge Eliécer Gaitán, el hombre importante del billete sin importancia, había ganado fama y prestigio como alcalde de Bogotá y como ministro de Educación. Él se animó a denunciar a todo el mundo esa ola de violencia que azotaba al país.
Convencido de que puede haber un país viable y mejor para todos, pero solo con ideas socialistas, este abogado de 45 años se había formado en la cabeza la utopía posible de atacar y combatir sin cuartel a los grandes millonarios colombianos: conservadores sumisos y liberales de boca para afuera que no eran capaces de denunciar lo que estaba sucediendo.
Los historiadores dicen que él supo interpretar el cansancio del pueblo hacia la clase política colombiana. Gaitán tenía otro as bajo la manga: su discurso convincente, palabras —a juicio de sus contemporáneos— tan acertadas como para sacar de su letargo al más indiferente.
Ese hombre supo arrastrar en todo el país una masa enorme de gente, cansada de ver también tanta injusticia contra familias completas y simples que —más allá de simpatizar con la causa liberal— nada tenían que ver con las ambiciones evidentes del poder, como para derrocar con fraude electoral al presidente de la República, Mariano Ospina Pérez.
En los hombros de este presidente, quien gobernó desde 1946 a 1950 sin el parlamento pero con el autoritarismo a su favor, cayó la culpa de su pueblo.
Gaitán propuso a su país recuperar el orden social y restaurar la moral de la República; aquella que hace dignos a sus hijos, capaces éstos de entregar a las nuevas generaciones mejores días que los vividos. De eso estaban seguros quienes asistieron a la Marcha por el Silencio, en honor a tantas muertes, convocada por Gaitán en Bogotá, el 7 de febrero del año en que lo iban a matar.
La consigna del silencio se cumplió al pie de la letra. Solo se escuchaban los pasos de la gente y el respirar profundo por el duelo de tantas familias desmembradas por culpa de la muerte.
“La impresión que quedó de aquella tarde histórica, entre partidarios y enemigos, fue que la elección de Gaitán [a la presidencia de la República] era imparable”, cuenta Gabriel García Márquez.
Este carismático abogado liberal, había reunido las condiciones ideales para convertirse en el héroe que iba a salvar al país. Pero había cometido un grave error. Quizás, de manera inconsciente, hizo creer a sus seguidores de que no había otro salvador en Colombia que no sea él. “Yo no soy yo, personalmente; yo soy un pueblo que me sigue, porque se sigue a sí mismo, cuando me sigue a mí, que lo interpretado”, les había dicho a sus simpatizantes en una de sus tantas alocuciones públicas.
Y estallaron vivas y aplausos dando por hecho de que el compromiso de este joven político era solo con la gente más desfavorecida de Colombia, y que al menos —por esta ocasión— podían soñar con lo imposible; podían hasta tocar con las manos ese cambio verdadero.
Pero cuando Gaitán salió de su bufete para ir a almorzar, a la una y cinco de la tarde aquel 9 de abril de 1948, acompañado por dos de sus amigos, recibió tres balazos a quemarropa. Gaitán, el más privilegiado héroe de la clase trabajadora colombiana, había cerrado los ojos para siempre.
Estalló el “Bogotazo”, aquella violenta y desorganizada manifestación popular que casi acaba con toda la ciudad. Convocados por el estruendo de los balazos y luego de haber identificado a Juan Roa Sierra como el supuesto asesino del abogado penalista, los emboladores (lustradores de calzados) lo mataron sin piedad con sus cajas.
Y seguidos por una innumerable y rabiosa multitud de gente que simpatizaba con Gaitán, arrastraron el cadáver desnudo de Roa Sierra, hasta el Palacio Presidencial de Nariño, en protesta contra el gobierno de Ospina Pérez, acusándolo de semejante hecho.
Como si alguien hubiese apretado el interruptor de la alarma, toda Bogotá se volcó a las calles, arrastrada por una rabia colectiva buscando —tal vez— desquitarse la furia interna contra ese mismo sistema político al que Gaitán combatía con palabras.
Ahora que su líder había muerto, sus seguidores, muy conscientes de ello, y ayudados por algunos miembros de la Policía, que les dieron armas, abrieron fuego. Las calles, según narra la historia, estaban llenas de cadáveres. Estalló el descontrol, que alarmó a la población y al Gobierno y logró que se interrumpa por un par de días el noveno congreso Panamericano de países de la Región, que terminó con la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Lo que sigue es una historia de innumerables muertes que hasta el día de hoy no parece haber terminado. Ése, para muchos, el origen de por qué Colombia vive asolada por una violencia que no termina nunca, que se ha multiplicado con el conflicto armado, con los asesinatos a líderes políticos y con los innumerables y terribles secuestros de personas.
Muchos historiadores coinciden en que si Gaitán no habría sido asesinado, los colombianos nos estarían contando otra historia.
Cada vez que me encuentro ante el repaso breve de un pasaje de la historia de algún lugar, tengo la triste sensación de asistir a un cúmulo de deseos ahogados por la violencia. Sucede con la historia de Gaitán, y más aún cuando se visita la Avenida la Séptima, esquina con Jiménez de Quesada, el sitio exacto donde Gaitán cayó herido de muerte.
Sobre una pared en esta avenida hay varias placas de homenaje que recuerdan su legado político. Pero no son visibles porque la ocupan los vendedores de lotería y de periódicos. Solo cuando algún extranjero enamorado de la historia se acerca, se apartan respetuosos y asoma a sus rostros una especie de duelo colectivo como si dijeran al unísono: “Mire usted, aquí fue donde Colombia se jodió”.
Con la solemnidad del momento, estos vendedores dejan tomar fotos a ese pedazo de calle tan simple que parece haberle robado a su país un destino mejor y haberle entregado a cambio otro tan complicado que no creo que ni el presidente más iluminado pueda solucionarlo. Ojalá y esté equivocado. Ojalá que no sea para siempre ese destino negro en el que nadie se siente a gusto.