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Cinco siglos y más

Una reseña de la más reciente novela de Edmundo Paz Soldán, el escritor que recibirá un homenaje en la Feria Internacional de Libro de La Paz que se abrió el miércoles

/ 3 de agosto de 2014 / 04:00

Las primeras líneas de Iris le bastan a Edmundo Paz Soldán para sumergir al lector en otro mundo, en otro tiempo, en otra era. Pocas páginas más tarde, el encantamiento resulta ser también el de otra lengua. Los cinco relatos que componen esta novela no solo apuntan a la construcción de una perspectiva múltiple (cada uno de ellos lleva por título el nombre de un personaje al que sigue), sino también a la instauración de un sistema de múltiples entradas, como en esos textos donde cada una de sus unidades interiores recibe por sí misma el nombre de “libro” (el caso más conocido, desde luego, sería el de la Biblia).

La anécdota no es necesariamente sencilla, pero resultará familiar para cualquier consumidor de ciencia ficción industrializada (es decir, cualquier consumidor cultural de Occidente): en el hostil territorio de Iris, la compañía Sant-Rei lleva adelante operaciones de colonización y explotación minera, echando mano a mercenarios más o menos entrenados, más o menos asalariados, más o menos mecánicos, radicados en el Perímetro. Como es de prever, entre los locales surge un grupo de resistencia violenta bajo la guía de Orlewen, cuyo nombre significa “sobreviviente”. El escándalo desatado por el uso ilegal de chitas y drons en la zona obliga a la renuncia de un Supremo y la apertura de una investigación.

Se despliega así una trama que parece signada por la ambición de condensar todos los tópicos de la imaginación distópica futurista: experimentos nucleares que dejan un área desolada, la contradicción entre evolución y primitivismo (las armas de los soldados son riflarpones), la posibilidad de borrar o implantar memorias, las minas del extraño y novedoso X503 que solo se consigue allí, la explotación de los locales en manos de una corporación, ex seres humanos convertidos en cyborgs y degradados por ello a la condición de no-seres, e incluso la construcción de un mundo donde los personajes duermen en pods y consumen todo el tiempo distintos tipos de sustancias psicotrópicas (legales e ilegales, místicas, recreativas y solo para sostenerse).

Lo que deslumbra de la novela, en buena medida, es la densidad resultante de esta abarrotada superposición de tópicos que, de tan establecidos por el género, ni siquiera es preciso explicar. El autor explota a su vez esta dinámica para introducir, camuflado, un elemento fuertemente perturbador: la línea mitológica del culto de Xlött y Malacara, divinidades extrañamente intercambiables (“Si vamos a creer a los irisinos, todo Iris es dominio de Malacosa. Y de Xlött. Malacosa es Xlött”) y de naturaleza ética demoníaca (“Xlött no es el mal. Es el mal-bien. El bien-mal”). De forma ambigua, oscura, el repertorio de la ciencia ficción, género gringo y de traducción por excelencia, se encuentra aquí con las tradiciones precolombinas, la crónica y el archivo de Indias, en el gesto más original y decisivo de la novela. “Todo era leyenda en Iris. Leyendas que había aprendido a respetar; a través de su alarde imaginativo llevaban la fuerza incontestable de la verdad.”

Edmundo Paz Soldán, nacido en Cochabamba, profesor de Literatura Latinoamericana en una universidad estadounidense (Cornell), desanda así el género con el que dentro de los recintos imperiales se imaginan las prácticas neocoloniales, no solo en sus formas más sofisticadas, sino también masivas (Avatar), de la mano de un registro eminentemente latinoamericano, en una operación —si se quiere— de contraconquista cultural, pareja al modo en que en Iris el extraño culto político-religioso-terrorista de Xlött se extiende y propaga, casi como maldición, entre los mismos mercenarios e invasores.

El territorio privilegiado de batalla es el lenguaje. Casi por regla general, la ciencia ficción escrita en América Latina se divide en dos tradiciones: o bien sigue un español exógeno, “de traducción”, o bien se construye en un castellano estándar y literario, exento de cualquier marca de especificidad cultural. No es así en Iris, donde todo suena más complejo. La inevitable invención de neologismos para designar objetos inexistentes (el fengli, viento de Iris, por ejemplo, o los propios shanz, soldados mercenarios) abre la puerta a chicanismos, voces inglesas adaptadas a una ortografía española (nau por now, bodi por body, indid por indeed, jom por home, den por then e incluso la transformación de blink en un verbo regular: blinkear), en una práctica que supone una constante invasión de la lengua hegemónica.

Esta perversión originaria se ve acentuada por la incorporación de contracciones (na en vez de nada, pa en vez de para, nostá, dostá, q’es), cuando no de formas gramaticales, ligadas a una oralidad reconocible y de corte claramente regionalista. Lo que se lee, por otra parte, no es asimilable al lenguaje de los colonizadores ni al de los irisinos (del que la novela reproduce, a modo de monumento, un único poema a Xlött, con su sentido siempre esquivo), sino a un lenguaje intermedio, híbrido, resultado de los cruces e intersecciones propios de la situación colonial, espejo a su vez de las tensiones culturales presentes, actuales y concretas en el que no falta, siquiera, una convivencia internacional tirante entre la potencia de explotación (Munro) y otra potencia aislada, radicada ni más ni menos que en Sangaì.

“Todo es nau ki oies. Un nau incompleto q’está siempre adviniendo.” El contenido y la textura de estas dos frases cifran un posible andarivel de lectura para Iris: la representación en clave futurista de un presente dislocado, en proceso, plagado de violencia militar y corporativa, de terrorismo insurgente, leído casi como reverso o continuidad de una América maldita desde los orígenes, donde la utopía tendida hacia el mañana se vuelve tan vaga y certera como la consigna de Orlewen, “el Advenimiento adviene”.

Al respecto, conviene prestar atención a un momento del cuarto relato, dedicado al propio líder insurgente, en el que se narra un momento de iluminación. Tras celebrar junto a otro personaje la ceremonia del jün, planta chamánica, siente que pueden intercambiar sus cuerpos y que viven la experiencia del otro. A la madrugada, entiende el don que acaba de recibir: “Era capaz de sentir lo que sus brodis irisinos. Capaz de ser sus brodis irisinos”. Esta fraternidad planteada en su sentido más primario, mínimo, es el único reverso que se erige como utopía ante un mundo de seres disgregados, alienados, mecanizados, que solo parecen sostenerse de pie gracias al consumo de los sucesores de la era farmacológica. Abandonarse en Xlött, entregarse a lo que adviene, como una mueca de esperanzada desesperación.

(Este texto apareció originalmente en la revista Radar Libros del periódico Página 12 de Buenos Aires el 27 de julio de 2014.)

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La vida y la guerra

‘La abuela civil española’, novela de Andrea Stefanoni, se presentó en La Paz el jueves 3 de abril. Un aprendizaje que parte del dolor y llega a lo más áspero de la educación en soledad, en un libro emotivo y contenido

/ 6 de abril de 2014 / 04:00

Un llamado telefónico interrumpe la rutina de la narradora, a la que un accidente, la caída de su abuela, habrá de sustraer del mundo para sumergirla de lleno en los avatares y sinsabores de la vida de esa mujer, la abuela Consuelo, desde su infancia en un pueblito montañoso de España hasta el presente, en los suburbios de Buenos Aires. Pastoreo, trabajo en las minas, las cárceles de Franco. Así comienza, de eso trata, La abuela civil española, primera novela en soledad de Andrea Stefanoni (autora de Tiene que ver con la furia, 2012, en coautoría con Luis Mey).

En rigor de verdad, “novela en soledad” resulta una expresión poco afortunada, ya que el libro se erige como un monumento a la relación entre la narradora, Sofía (alter ego que Stefanoni ya ponía en funcionamiento en su novela anterior), y su abuela. Al mismo tiempo, la descripción resulta totalmente precisa, en tanto algo de la rotunda soledad y el desamparo de esa niña que cuida ovejas de los lobos en las montañas de León, a principios de siglo, parece transmitirse de manera imprecisa, fantasmagórica, a todos los demás personajes de la novela y sus descendientes. Sola está la narradora cuando recibe el llamado de su hermano, solo, perdido en un lugar alejado, avisándole que la abuela se ha caído y está sola, como solo estuviera el abuelo en las cárceles de Franco y sola y desamparada habrá de mostrarse a la hija de la abuela, madre de la narradora (el nexo fundamental, terriblemente esquivo), en uno de los momentos más lacerantes de lo poco que de ella se cuenta.

DELTA. Igual que los islotes del delta del Tigre, lugar por adopción de los abuelos inmigrantes, donde la narradora forja los recuerdos más felices y secretos de su infancia, todos los personajes de La abuela civil española parecen al mismo tiempo aislados e interconectados por un medio tan variable e insondable, en su lecho, como las lodosas aguas del río, distancia que solo puede salvarse con el auxilio de un vehículo peligroso e inestable, el bote (tal vez la escritura), o exponiendo el propio cuerpo a la mecánica del nado (destreza que la abuela, a pesar de vivir rodeada de agua, jamás adquiere). El afecto adquiere así un rostro distinto, singular: el respeto y el acompañamiento de esa soledad del otro, como cuando la abuela decide encargarse por su propia cuenta de los parques que cuidan en las islas para que el abuelo pueda dedicarse por completo a la apicultura.

Es que si algo caracteriza a la abuela Consuelo —con ese repicar semántico que tienen algunos nombres españoles y que tanto perturbara la sensibilidad de Lorca— es el despojamiento. No tener y verse privada, ya desde la infancia, de lo mínimo que consigue arrancarles a las minas de carbón por una madrastra malvada de irónico nombre Esperanza, ése parece ser el sino de una protagonista que así y todo, en esa sociedad íntima y distante con un marido acosado por los temores del pasado, podrá construir una vida (adquirir la casa, criar sus hijos, convertirse en novela). Su historia no es otra que el arco emblemático del inmigrante, condenado a contradecir los fundamentos de la lógica y a hacer un mundo de la nada, ex nihilo, igual que en el proceso incierto de la escritura.

De hecho, la prosa de Stefanoni parece duplicar el arco de la abuela. Al comienzo, el estilo parte de frases sencillísimas, de un despojamiento absoluto, casi migajas, que más que establecer relaciones de contigüidad entre sí parecen superponer tonos, impresiones veloces de una limitación extrema, donde a menudo lo que podría aparecer vinculado por comas u otros signos de puntuación se presenta disgregado por la palmaria desconexión que instaura el punto (dos ejemplos: “En aquel pueblo, los infartos eran sustos. Los cánceres, amarguras. Las sífilis, pecados”; “Se quedó mirándolo. No estaban a más de diez metros de distancia. Todos paleaban. Menos Felipe”). Esa interrupción, esa privación de la continuidad de la frase, establece un ritmo de lectura que reproduce, mejor que cualquier descripción, las duras condiciones de vida en el pequeño poblado de Boeza.

De manera sutil, sin estridencias, la frase va extendiéndose poco a poco, sin perder nunca cierta parquedad general, pero ganando una complejidad, una vitalidad interna que parece responder no solo al cambio geográfico sino también al de las condiciones de vida (“Cuando lleguemos a la estación, respiraremos hasta el fondo en busca de calma por todo el tránsito, las peleas a bocinazos y las imágenes de los que están ahí, de los que trabajan al costado del camino, bajo el sol, sobre el asfalto, y que nunca tocan las islas”). En consonancia, mientras que la primera parte transmite con implacable dureza el cotidiano de la guerra civil y la España de Franco, la tercera y última resulta la más emotiva, la que abre y termina de tejer todo ese monumento en torno de un amor, un afecto, que nunca se dice pero es tan palpable e inmediato como la alegría del perro que, sin poder esperar la llegada de la lancha que trae a la narradora, se arroja al río a buscarla.

“La abuela es la vida y la guerra”. También el pasado, con su proximidad inquietante, siempre ahí, como un río que corre ante nuestros ojos y en el cual se puede reconocer, ya sin posibilidad de intervención, la propia historia. Desplazarse a nado o en bote por la vida y la guerra, llevando por toda brújula planes, los más sencillos, los inmediatos, los que se pueda hacer y sostener incluso ante el egoísmo y la arbitrariedad de la Esperanza, madre terrible de la que solo cabe aprender lo que no hay que hacer, ése es el legado que dejan el destierro, la privación y el empeño del inmigrante a la narradora, a la que escribe, en el delta absoluto del presente. Después de todo, no parece tan equivocada esa abuela que no nada en su porfiado convencimiento de que allí, desde la orilla, le ha enseñado a nadar.

Publicado en Página 12, Buenos Aires

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