La maleta de Benjamin
Del crítico alemán Walter Benjamin podría decirse que encontró la forma de ser nómada y coleccionista: la obra de su vida cabía en su maleta
Si la vida de Benjamin puede resumirse como una búsqueda nómada de la experiencia moderna, el viaje era para él una de las dimensiones más intensas de esa experiencia.
Para el joven escritor, se viaja para renovar las pasiones, para superar unas, enraizadas en el entorno conocido, y adquirir otras. Por ejemplo, en 1924, en la isla de Capri, en el Mediterráneo, el viaje fue para él a la vez la historia (el descubrimiento in situ del fascismo), el estudio (de la mano de Ernst Bloch, la revelación de Historia y conciencia de clase), una mujer lituana de nombre asombroso: Asja Lacis.
Para el Benjamin maduro, el viaje fue, sobre todo, un exilio, una errancia y una carencia que comenzó con la pérdida de la ciudad de su infancia, Berlín, cuando triunfó el nazismo, y la búsqueda —inacabada siempre— de una nueva ciudad para vivir y escribir: París. También fue la huida a los lugares que le permitieran vivir sin mucho dinero —España, Italia—, la peregrinación en busca de ayuda: las visitas a Bertold Brecht en Dinamarca —jugaban ajedrez en un jardín en los largos días en que el sol no se pone—. Fue, finalmente, la ciudad donde nunca llegó y donde lo esperaba Gretel Adorno para pasear juntos y perderse como se pierde uno en el bosque: Nueva York.
Y para ese Benjamin, la idea del viaje era inseparable del diario de viaje, porque escribir sobre esa experiencia —decía— cuestiona la existencia y le da profundidad al tiempo. Viajar, en todo caso, era irse, irse lejos y ser consciente de haber recorrido esa distancia. “El sueño de la lejanía pertenece a la infancia —escribió en el Libro de los pasajes—. El viajero ha visto lo lejano, pero en cambio ha perdido lo que era la fe en la lejanía”.
Para el último Benjamin —tenía apenas 48 años pero parecía que ya había experimentado eras—, el viaje fue el viaje a la muerte. Fue la huida a la frontera cuando París había caído en manos de Hitler y la Gestapo estaba sobre sus pasos. Fue la frontera cerrada, el cansancio, la resignación, el suicidio con una sobredosis de morfina en la habitación de un hotel.
Y el viaje es inseparable de la maleta. Permítanme hablar, entonces, de la maleta de Walter Benjamin.
Para comenzar hay que detenerse en una escena. Benjamin, hacia 1930, ya entonces un errante, entre cajas de madera abiertas y papel rasgado, desempaca su biblioteca. Está a punto de ordenar en los estantes esos volúmenes que “vuelven a ver la luz” después de años de oscuridad. Es la imagen de la felicidad del coleccionista: al ordenar sus libros también ordena el mundo.
Benjamin era un coleccionista diverso. En su biblioteca ocupaba un lugar especial su colección de libros ilustrados para niños, Pero no solo era un coleccionista de libros, lo era también de objetos: le fascinaban los juguetes.
“Existe en la vida del coleccionista —escribe— una tensión dialéctica entre los polos del orden y del desorden.” Y en otra parte, apunta al secreto motivo que subyace al coleccionismo: “Al gran coleccionista le perturba de modo por completo originario la dispersión y el caos en que se halla toda cosa en el mundo.”
La escena del coleccionista feliz deja traslucir, sin embargo, una paradoja: ¿cómo conciliar la errancia, el nomadismo, con la construcción sedentaria de una colección?
De sus reflexiones sobre el coleccionismo se puede colegir lo siguiente. El coleccionista sustrae al objeto de su valor funcional, de su utilidad. Al hacerlo, lo sustrae de alguna manera de la cadena del mercado y le devuelve así su materialidad. En esa soledad —la de su forma y de su materia— el objeto puede entonces contar su historia. Pero, inmediatamente, ocupa su lugar en una serie y establece algún tipo de relación con otros objetos. Finalmente, toda colección queda por naturaleza inacabada. La sola falta de un objeto delata su condición fragmentaria.
Se sabe que Benjamin dedicó sus últimos años a un proyecto inacabado: El libro de los pasajes. Pretendía, precisamente a través de la materialidad de los objetos, develar el escenario de la modernidad capitalista en un momento de deslumbramiento: París, la capital del siglo XIX. Durante años prácticamente vivió en la Biblioteca Nacional, en París, juntando materiales para ese proyecto. Redactó resúmenes, esquemas, apuntes, y, sobre todo, copió miles de citas.
Construyó un inmenso archivo manuscrito. Poco a poco volcó la biblioteca y la ciudad misma que era objeto de su análisis en su diminuta escritura, en sus páginas apretadas y en sus fichas. Tenía para sí, finalmente, una gigantesca colección de fragmentos. Su verdadera colección. Luego vino la guerra y arrasó todo.
Llegó la hora de decir una cosa: la paradoja del coleccionista condenado a la errancia encontró su redención en un objeto: la maleta.
Benjamin quiso huir de París y de Europa ante la inminencia de la victoria nazi. Tenía una visa especial como refugiado judío para viajar a Nueva York, pero debía embarcarse desde un puerto portugués. Tenía dos problemas. ¿Cómo llegar a ese puerto? y ¿qué hacer con sus manuscritos? Una parte de ellos se los encargó a Georges Bataille y éste los escondió en la Biblioteca Nacional. Puso otra parte —muchos creen que el borrador redactado del Libro de los pasajes— en su maleta y emprendió la huida. Con un grupo de judíos intentó alcanzar la frontera de España a través de los Pirineos. Los testimonios —de Lisa Fittko, por ejemplo— hablan de un Benjamin agotado, enfermo, caminando a duras penas, pero sin soltar su maleta ni por un instante. El final es conocido. El escritor y el grupo de refugiados alcanzaron finalmente la frontera, pero las autoridades españolas habían suspendido las visas de tránsito y amenazaron con devolver al grupo a Francia. Benjamin no aguantó: esa noche se mató. Y su maleta se perdió para siempre.
Ésa es, entonces, la maleta de la muerte. Pero hay también para Benjamin una maleta de la vida.
En 1924, en Capri, Benjamin conoció a Asja Lacis, teatrista, militante bolquevique. Por supuesto que se enamoraron, por supuesto que se separaron.
A fines de 1926, Benjamin viajó a Moscú. Tres cosas lo llevaron allí ese invierno: quería ver de cerca la experiencia comunista, la Enciclopedia Soviética le había encargado un artículo sobre Goethe y —hará falta decirlo— debía reencontrarse con Asja Lacis.
Por lo primero quedó decepcionado. Por lo último, fue el epílogo de una historia de amor. Pero también en ese viaje escribió su Diario de Moscú y quedó deslumbrado —como solo a un coleccionista le puede suceder— con los juguetes de fabricación rusa.
El día de su regreso a Berlín, lo vemos ajetreado y casi desesperado haciendo trámites en la aduana rusa. Se trata de su maleta, por supuesto: “Era absolutamente necesario que aquella maleta, en la que no solo iban los hermosos juguetes, sino también todos mis manuscritos, alcanzase al mismo tren para el cual yo tenía el billete”.
Y al final del día, a la hora de la despedida, lo vemos en esta escena que hay que imaginarla como filmada por Sukorov: “Cuando el trineo ya volvía a ponerse en marcha, tiré de su mano, en plena calle, y me la llevé a los labios. Ella se quedó aún parada un largo rato, diciéndome adiós. Yo le hice adiós desde el trineo. Primero pareció como si anduviese de espaldas; luego dejé de verla. Con mi voluminosa maleta sobre las piernas, me dirigí llorando a la estación a través de las calles, en las que ya empezaba a anochecer.”