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Adolfo Bioy Casares, año 101

Vila-Matas recuerda al argentino Bioy Casares más allá de su centenario

/ 1 de marzo de 2015 / 04:00

Le preguntaron un día a Adolfo Bioy Casares cuál era el sentido de su obra. Y él acusó el golpe (que diría un cronista de boxeo) y salió del paso alegando que tales aclaraciones no incumbían a un narrador. Pero por la noche volvió a la pregunta y se dijo que un posible sentido para sus escritos sería el de “comunicar al lector el encanto de las cosas que le inducían a querer la vida, a sentir hasta pena de que pudiera llegar la hora de abandonarla para siempre”.

Al retornar a Bioy, recordamos nuestro derecho como lectores a soñar otras vidas posibles. “Cuando soy muy feliz escribo novelas”, declaró en cierta ocasión. Quizás Bioy, como dice Rodrigo Fresán, es más completo que Borges, pues en él hay una felicidad que no se halla en su gran amigo. Es una alegría que solo conocen las mentes que, con la ayuda del tiempo, saben transformar la ira, el rencor o la angustia en humorismo. Aunque a veces ese humorismo en Bioy es el causante de no siempre comunicar el encanto de las cosas, porque su afán de lucidez le lleva a descubrir el lado absurdo del mundo, y el afán de veracidad le impide silenciarlo.

Le gustaba citar el caso de Svevo que, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. En esta anécdota solía condensar su idea de que el humorismo es la más alta forma de la cortesía. Pero tanto el humorismo como “el encanto de las cosas” iban a borrarse la última vez que Borges le llamó desde Ginebra. Bioy le expresó que estaba deseando verle y abrazarle y Borges, con una voz extraña, le contestó: “No voy a volver nunca más”. La comunicación se cortó. Días después, Bioy supo que se había producido un equívoco: Borges estaba llorando, había llamado para despedirse.

En sus textos más admirables el centro secreto lo construye un equívoco. Eso sucede en El sueño de los héroes, en el cuento En memoria de Paulina, en la elegancia de Una magia modesta, en La aventura de un fotógrafo en La Plata, en ese genial, pero todavía increíblemente poco valorado libro que es Borges, en el muy contemporáneo La invención de Morel. Inventor de tramas que profundizan en la ambigüedad de la realidad, Bioy creó a un lector activo, muy moderno, curtido en la sospecha constante.

¿También es una broma infinita que, situados ya más allá del centenario de Bioy, siga sin llegarle el pleno reconocimiento a su obra? ¿Llegaremos a ver cómo finalmente se produce este acto de absoluta justicia literaria?

Impacientes en una reunión porque Bioy no llegaba a tiempo, Borges les indicó a los nerviosos: “Hay dos cosas seguras: una que Adolfo llegará; otra, que llegará tarde. Cuanto más tarde sea, más segura es su llegada; si llegara ahora, quizá no llegue”.

Es probable que siga por mucho tiempo sin llegarle a Bioy el reconocimiento que merece su inmodesta magia elegante. Pero uno también adivina que, cuanto más tarde llegue, más segura será su llegada.

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Adolfo Bioy Casares, año 101

Vila-Matas recuerda al argentino Bioy Casares más allá de su centenario

/ 1 de marzo de 2015 / 04:00

Le preguntaron un día a Adolfo Bioy Casares cuál era el sentido de su obra. Y él acusó el golpe (que diría un cronista de boxeo) y salió del paso alegando que tales aclaraciones no incumbían a un narrador. Pero por la noche volvió a la pregunta y se dijo que un posible sentido para sus escritos sería el de “comunicar al lector el encanto de las cosas que le inducían a querer la vida, a sentir hasta pena de que pudiera llegar la hora de abandonarla para siempre”.

Al retornar a Bioy, recordamos nuestro derecho como lectores a soñar otras vidas posibles. “Cuando soy muy feliz escribo novelas”, declaró en cierta ocasión. Quizás Bioy, como dice Rodrigo Fresán, es más completo que Borges, pues en él hay una felicidad que no se halla en su gran amigo. Es una alegría que solo conocen las mentes que, con la ayuda del tiempo, saben transformar la ira, el rencor o la angustia en humorismo. Aunque a veces ese humorismo en Bioy es el causante de no siempre comunicar el encanto de las cosas, porque su afán de lucidez le lleva a descubrir el lado absurdo del mundo, y el afán de veracidad le impide silenciarlo.

Le gustaba citar el caso de Svevo que, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. En esta anécdota solía condensar su idea de que el humorismo es la más alta forma de la cortesía. Pero tanto el humorismo como “el encanto de las cosas” iban a borrarse la última vez que Borges le llamó desde Ginebra. Bioy le expresó que estaba deseando verle y abrazarle y Borges, con una voz extraña, le contestó: “No voy a volver nunca más”. La comunicación se cortó. Días después, Bioy supo que se había producido un equívoco: Borges estaba llorando, había llamado para despedirse.

En sus textos más admirables el centro secreto lo construye un equívoco. Eso sucede en El sueño de los héroes, en el cuento En memoria de Paulina, en la elegancia de Una magia modesta, en La aventura de un fotógrafo en La Plata, en ese genial, pero todavía increíblemente poco valorado libro que es Borges, en el muy contemporáneo La invención de Morel. Inventor de tramas que profundizan en la ambigüedad de la realidad, Bioy creó a un lector activo, muy moderno, curtido en la sospecha constante.

¿También es una broma infinita que, situados ya más allá del centenario de Bioy, siga sin llegarle el pleno reconocimiento a su obra? ¿Llegaremos a ver cómo finalmente se produce este acto de absoluta justicia literaria?

Impacientes en una reunión porque Bioy no llegaba a tiempo, Borges les indicó a los nerviosos: “Hay dos cosas seguras: una que Adolfo llegará; otra, que llegará tarde. Cuanto más tarde sea, más segura es su llegada; si llegara ahora, quizá no llegue”.

Es probable que siga por mucho tiempo sin llegarle a Bioy el reconocimiento que merece su inmodesta magia elegante. Pero uno también adivina que, cuanto más tarde llegue, más segura será su llegada.

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La timidez como método

El catalán Vila-Matas resulta el lector ideal de las fábulas de Monterroso

/ 21 de abril de 2013 / 04:00

Todas las moscas son distintas. Mi preferida está en este cuento mínimo de la gran Lydia Davis: “Al fondo del autobús, en el baño, esa mínima pasajera ilegal, camino de Boston”.

Muy diferentes son las moscas entre sí, pero se parecen. Augusto Monterroso, experto en ellas, solía decir: “La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”. El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología general sobre tan enmarañado universo. Finalmente,  abandonó el proyecto porque tendía a lo infinito y él era un escritor de brevedades. Pero conviene aclarar que no ignoraba que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir textos interminables. Esto pude descubrirlo el mismo día de verano en que en un bar de Barcelona conocí a Monterroso y, en medio de la animada conversación, me contó de golpe una historia que vi con toda claridad que desmentía su exclusiva afición por lo breve. Érase una vez, me dijo, una cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha.

Quedé petrificado. Con el tiempo he confirmado que su obra sólo en apariencia es breve. La prueba está en que a cada nueva reedición de sus historias la obra parece nueva. Es lo que me ha ocurrido con El Paraíso imperfecto. Antología tímida, donde por suerte no hay quién tropiece nunca con el célebre dinosaurio, pero sí, en cambio, con una destilación inteligente de lo más divertido de su obra. El prólogo que escribiera Monterroso para su Antología personal de 1975 sirve aquí de cierre del volumen: “Como mis libros son ya antología de cuanto he escrito, reducirlos a ésta me fue fácil; y si de ésta se hace inteligentemente otra, y de esta otra, otra más, hasta convertir aquellos en dos líneas o en ninguna será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector”.

Así pues, su tendencia a corregir y a hacerse cada vez más pequeño no falta en esta nueva antología, tampoco su gran energía irónica: “Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare; escribió una novela: dijeron que se creía Proust; escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov; escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield; escribió un diario: dijeron que se creía Pavese; escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes; dejó de escribir: dijeron que se creía Rimbaud; escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto”.

A los diez años de su muerte, es muy bueno volver a reírse con Monterroso y recordar su método tímido como sistema literario. Fue uno de los grandes, aunque era pequeño, y desde luego nunca le dieron el Cervantes, por ser tan grande. Se dice de Monterroso que, al igual que los verdaderos escritores, no dejó nunca de escribir: cuando dejaba de hacerlo, decía que lo posponía, y en estas postergaciones se le pasó la vida.

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El catalán Vila-Matas resulta el lector ideal de las fábulas de Monterroso

/ 21 de abril de 2013 / 04:00

Todas las moscas son distintas. Mi preferida está en este cuento mínimo de la gran Lydia Davis: “Al fondo del autobús, en el baño, esa mínima pasajera ilegal, camino de Boston”.

Muy diferentes son las moscas entre sí, pero se parecen. Augusto Monterroso, experto en ellas, solía decir: “La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”. El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología general sobre tan enmarañado universo. Finalmente,  abandonó el proyecto porque tendía a lo infinito y él era un escritor de brevedades. Pero conviene aclarar que no ignoraba que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir textos interminables. Esto pude descubrirlo el mismo día de verano en que en un bar de Barcelona conocí a Monterroso y, en medio de la animada conversación, me contó de golpe una historia que vi con toda claridad que desmentía su exclusiva afición por lo breve. Érase una vez, me dijo, una cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha.

Quedé petrificado. Con el tiempo he confirmado que su obra sólo en apariencia es breve. La prueba está en que a cada nueva reedición de sus historias la obra parece nueva. Es lo que me ha ocurrido con El Paraíso imperfecto. Antología tímida, donde por suerte no hay quién tropiece nunca con el célebre dinosaurio, pero sí, en cambio, con una destilación inteligente de lo más divertido de su obra. El prólogo que escribiera Monterroso para su Antología personal de 1975 sirve aquí de cierre del volumen: “Como mis libros son ya antología de cuanto he escrito, reducirlos a ésta me fue fácil; y si de ésta se hace inteligentemente otra, y de esta otra, otra más, hasta convertir aquellos en dos líneas o en ninguna será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector”.

Así pues, su tendencia a corregir y a hacerse cada vez más pequeño no falta en esta nueva antología, tampoco su gran energía irónica: “Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare; escribió una novela: dijeron que se creía Proust; escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov; escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield; escribió un diario: dijeron que se creía Pavese; escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes; dejó de escribir: dijeron que se creía Rimbaud; escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto”.

A los diez años de su muerte, es muy bueno volver a reírse con Monterroso y recordar su método tímido como sistema literario. Fue uno de los grandes, aunque era pequeño, y desde luego nunca le dieron el Cervantes, por ser tan grande. Se dice de Monterroso que, al igual que los verdaderos escritores, no dejó nunca de escribir: cuando dejaba de hacerlo, decía que lo posponía, y en estas postergaciones se le pasó la vida.

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Los McGuffin

¿Qué es un mcguffin? Enrique Vila-Matas, experto en cuestiones imposibles, tiene la palabra

/ 14 de octubre de 2012 / 04:00

El abstruso tuit de un desconocido decía: “Regresé al post que dejé en mi esmarfon”. El mundo se acaba, pensé. Y crucé los dedos, como los primeros reyes romanos. Sólo me calmé cuando quise creer que un esmarfon podía ser un mcguffin. Pero no, resultó que era un teléfono móvil (smart- phone) construido sobre una plataforma informática con una mayor capacidad de computación y conectividad que un móvil convencional.
¿Si sé qué es un mcguffin? Mi amigo John William Wilkinson fue el primero en explicármelo al contarme esta escena de dos tipos en un tren:

“¿Podría decirme qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”, pregunta uno. Y el otro contesta: “Ah, eso es un mcguffin”. El primero quiere entonces saber qué es un mcguffin y el otro le explica: “Un mcguffin es un aparato para cazar leones en Escocia”.

“Pero si en Escocia no hay leones”, dice el primero. “Entonces eso de ahí no es un mcguffin”, responde el otro.
Un mcguffin paradigmático lo hallamos en El halcón maltés. La trama de la película de John Huston se centra en la enérgica y locuaz búsqueda de la estatuilla de un halcón que fue el tributo que los Caballeros de Malta pagaron por una isla a un rey español. Pero al final, el codiciado halcón que tanto ha dado que hablar y por el que tanta gente ha matado resulta ser sólo el elemento de suspense que ha permitido avanzar a la historia.

Con halcones malteses y mcguffins nos hemos cruzado en todas las esquinas de la vida. En Pulp fiction, de Quentin Tarantino, por ejemplo, hay un importante maletín que jamás sabemos qué contiene. ¿Y qué decir del misterioso paquete que aparece en Barton Fink, de los hermanos Coen?

Hitchcock fue el primero en llamar mcguffins a los mcguffins. Aparecen en bastantes de sus películas. En Psicosis, por ejemplo, la peripecia inicial de Janet Leigh acaba resultando irrelevante en la trama, pero cumple con la función de dejarnos en estado de sobresalto permanente.

“¿El mcguffin? En las historias de bribones siempre es un collar y en las de espías, los documentos”, decía Hitchcock. Y eso me recuerda que en el relato Los papeles de Aspern, de Henry James, los documentos del escritor muerto —que intuimos que jamás el  investigador encontrará— son, por supuesto, unos perfectos mcguffins.

He de salir un momento porque tengo cita para el almuerzo, he quedado con los McGuffin. Me han asegurado que, justo antes de los postres, me revelarán “el enigma del universo”, ese secreto que sólo Falter (personaje de Nabokov) conocía y no quería transmitir a nadie desde que susurrarlo al oído de su psiquiatra le costara la vida a este. Los McGuffin, matrimonio perfecto, han prometido comunicarme el secreto sin causarme trastorno psíquico. Y eso sí, confían en que todo quede entre nosotros. Ya les he dicho que por mí no habrá problema, seguro. Después de todo, tres personas siempre pueden guardar un secreto si dos de ellas ya han muerto.

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