Toda la música, en cualquier lugar
Los discos físicos contradicen las profecías y conviven en feliz confusión con el ‘streaming’ y las descargas de internet
El escritor inglés Charles Dickens, un melómano insaciable, usó su fortuna para viajar por toda Europa en busca de óperas y obras sinfónicas en la segunda mitad del siglo XIX. Imaginen su pasmo si viviera hoy: todas las músicas están disponibles en todos los rincones, en cantidades industriales y por un coste ínfimo. En una semana, cualquier criatura del siglo XXI con conexión a internet puede consumir más música renacentista que la que Lorenzo de Médici disfrutó durante toda su vida.
Hoy se graba y se distribuye más música que nunca, pero es probable que su calidad media haya descendido: van cayendo los grandes estudios, con su equipo humano altamente especializado, y desaparecen los directores artísticos, los productores y demás filtros que nos libraban de mucha basura. Pero de eso se habla poco. En realidad, más que de la música en sí, ahora hablamos de sus modos de consumo y de las plataformas de distribución.
Cuando internet irrumpió en nuestras vidas, su oferta de barra libre musical resultó irresistible. La gente presumía de llenar sus discos duros con discografías completas, incluso de músicos que les resultaban desconocidos. Y normalmente, allí se quedaban: almacenadas, sin escuchar, arte muerto.
El paradigma ha cambiado, y acumular miles de horas de grabaciones perdió su encanto. Ahora se aspira a disponer de toda la música del mundo en cualquier lugar, a través de la computadora o el teléfono. Servicios de streaming (por internet y sin necesidad de descargar los archivos), como Spotify, Deezer o Apple Music nos prometen la Fonoteca Universal. Pero hay mucho de espejismo: basta con buscar algo que se escape de la corriente dominante impuesta por las grandes compañías para descubrir enormes vacíos. Además, estamos a merced de máquinas torpes: buscadores que no distinguen entre artistas homónimos y se atragantan con los que cambian de nombre.
Las zonas de sombra de Spotify y similares están mejor iluminadas en YouTube. Aquí, el problema es la abundancia. Una catarata que carece de jerarquías, que mezcla las versiones de directo con las de estudio, los videos con movimiento y los realizados a partir de fotos, los audios cuidados y los desastrosos, los originales y las versiones de aficionados. Y la mayoría han sido subidos ilegalmente, por quien no es su propietario. Cierto que eso no preocupa al común de los artistas: lo consideran una forma de promoción.
Desde 1889, cuando Thomas Edison comenzó a vender cilindros pregrabados, no ha cesado la pelea por el reparto de la tarta ni la guerra constante contra los avances tecnológicos, desde la pianola hasta el streaming. No es una oposición frontal al progreso: hablamos de sectores con intereses ambiguos, y dentro de cada bloque puede haber posturas contrapuestas. En 2000, durante la primera gran batalla del internet musical, la que enfrentó a las discográficas con el popular servicio de intercambio de archivos Napster, la multinacional de la comunicación Bertelsmann se ofreció a invertir en la nueva empresa, pero el resto de la industria acabó con la inteligente idea de legalizar lo que funcionaba perfectamente.
Entonces parecía que los archivos de internet iban a ganar el enfrentamiento con los discos físicos, pero no. Como la radio no arruinó los locales de conciertos, la televisión no acabó con el cine y el CD no enterró al vinilo. Los medios y soportes conviven en feliz confusión, ignorando las profecías apocalípticas. Por ejemplo, llevamos años repitiendo que el CD está en las últimas y, sin embargo, domina el mercado musical de países en la vanguardia tecnológica. En Japón representaba, en 2013, el 85 por ciento de las ventas de música; en Alemania se acercaba al 70.
El mundo entero considera a las discográficas como las “malas de la película”. Un prejuicio extraño: muchas editoriales de libros o productoras de cine siguen parecidas políticas respecto a los artistas, pero no acumulan, ni de lejos, el oprobio reservado para las disqueras. Y las descargas ilegales y otras piraterías musicales prosperan bajo la coartada moral de que la industria se merece lo peor.
No obstante, esta industria lleva un siglo largo cumpliendo con su importante función social: presentar la música actual y recuperar la del pasado. Costará creerlo, pero Las cuatro estaciones de Vivaldi era una pieza oscura del barroco, conocida únicamente por los especialistas hasta que en 1942 fue grabada en Roma por Bernardo Molinari. Los músicos que ya no quieren saber más de las discográficas y las plataformas streaming disponen de otras posibilidades como la autoedición, o subcontratar los servicios de fabricación y distribución. Desdichadamente, esas opciones solo resultan efectivas si se disfruta de una reputación ya establecida.
Por eso son escasos los artistas que se han rebelado contra el imperio de los monstruos de la música legal por internet. Más allá de los berrinches de Taylor Swift o Prince, la única propuesta detallada vino de Pete Townshend. En 2011, la cabeza pensante de The Who sugirió a Apple un programa de ayuda a nuevos creadores: contratar a 20 cazatalentos que tutelaran anualmente a unos 500 artistas frescos, a los que se proveería de ordenadores y software. En realidad, Townshend ofrecía un prototipo de discográfica del Tercer Milenio. El pasado año, cuando presentaba su autobiografía, confesó: “Nunca hubo respuesta”.