‘Carga sellada’
A bordo del tren, la directora construye un microcosmos donde se reproducen los dramas y desencuentros del país
Por regla en buena medida probada alcanzan los primeros cinco a seis minutos de una película para percatarse si el asunto enrumba hacia la bobada —aconsejando por ende huir cuanto antes de la sala en plan de ahorrar dos horas, más valiosas que los pesos botados—, o si hay perspectivas para acomodarse en la butaca en espera que el relato nos lleve hacia alguna parte.
Como toda regla, ésta tiene también sus excepciones: tramas que eluden el embarrancamiento previsible, promesas que resultan ser espejismos. A la primera de las salvedades anotadas pertenece Carga sellada. En efecto, luego de un desafinado arranque, cargado de exageraciones, clichés, y asomos de esquematismo, esta realización de la directora, y notable fotógrafa, cochabambina Julia Vargas Weise, guionizada por ella misma a dúo con Juan Claudio Lechín, endereza el timón y entrega una digna historia de suspenso con medidas estocadas a las trapacerías del poder aquí mismo.
No hace tanto, a propósito de otro comentario, advertía acerca de la conveniencia de desconfiar por principio de las hechuras cinematográficas que abren el paraguas de antemano incluyendo en los créditos iniciales el temible cartelito “basada en sucesos reales”, demasiado a menudo puesto con la —mala— intención de dispensar al autor de sus responsabilidades dramáticas y narrativas. Basta en tales casos, calculan equivocados quienes obran de semejante manera, atenerse a una recreación aproximadamente fiel de lo sucedido, sin mayor desvelo por la puesta en imagen, por la elaboración de los personajes, por la articulación de los hechos, en definitiva por el esfuerzo para empatar lo dicho y las formas optadas para hacerlo.
Basada en eventos acaecidos hacia 1995, el emprendimiento de Vargas Weise da cuenta de un posible negocio turbio, no el único de su especie por cierto, fruto del cual personeros de los altos mandos policial y militar dispusieron que algún punto del territorio nacional —Potosí creo recordar— fuera utilizado de botadero de una riesgosa carga de desechos tóxicos inicialmente destinada a Sudáfrica.
Tal tráfico constante de basura (bolsas nylon, baterías, memorias de ordenadores en desuso, residuos hospitalarios, líquidos usados en laboratorios con fines de investigación y —lo más dañino de todo— restos nucleares con altísimo grado de radiactividad) producida por las grandes industrias de los países centrales es una de las agresiones de las cuales se sabe poco, se habla menos, pero más nocivas contra los países periféricos, amén de ser al mismo tiempo de los factores coadyuvantes con mayor impacto sobre los desarreglos climáticos que han caotizado el planeta empujándolo al borde de una catástrofe global.
Es para decirlo sin ambages, el oneroso “daño colateral” del mal llamado progreso, consecuencia inevitable del capitalismo atenido a la vieja premisa del “derecho” del hombre a usufructuar sin límites de la naturaleza y de la lógica implacable de la razón instrumental puesta al servicio de la maximización de los beneficios por medio de la manipulación utilitaria de la ciencia y la tecnología desvestidas de cualquier consideración axiológica.
El capitán Mariscal cree haber tocado el cielo al enterarse por boca del coronel Ibarra, su inmediato superior, que le ha caído en suerte una beca de especialización en Washington. La noticia es igualmente motivo de gozo para la advenediza esposa del inminente becario, sin duda, ella, es el personaje que mejor ilustra los riesgos que la película supo rehuir —no del todo—, de modo oportuno cuando del relato de los hechos procura trascender a una suerte de parábola descriptiva de ciertas manías y/o comportamientos sociales, incurriendo a momentos en el maquetismo hiperbólico. Pero bien, antes de viajar a Washington Mariscal deberá cumplimentar cierto “encarguito especial”, de cuyas implicaciones apenas tomará conciencia mucho más adelante: le toca estar al mando justamente del grupo policial responsable de trasladar la sospechosa carga encajonada en recipientes precariamente hermetizados, y depositarla en algún sitio.
El traslado se hará en un destartalado tren, jalado por una locomotora dada de baja, cuyo maquinista, Agustín Klinger, siente por su parte revivir los viejos tiempos. Jubilado del oficio y de las ilusiones, Klinger ya está hace rato, como se dice, “de vuelta”, pero mientras a él le permitan montar en su amada “Federica” —así nombrada en tributo a una dirigente anarquista—, el resto le suena anecdótico. Pero semejante escepticismo militante quizás sea la única fórmula en condiciones de dar con un punto de llegada para tan descabellado periplo. No bien filtrada la noticia acerca de este último, y de su propósito, los recorridos se van bloqueando y los eventuales destinos dejan de serlo ante la aterrorizada resistencia de la gente.
A bordo del tren, mientras éste va y viene sin rumbo fijo, la directora construye un microcosmos donde, suerte de réplica en miniatura, se reproducen los dramas y desencuentros del país. Desde la suspicacia de catadura racial, engordada en decenios de prejuicios por un talante discriminatorio que no por socapado deja de seguir causando laceraciones —visibles o invisibilizadas—, hasta la endeblez institucional maquillada con el aparato gestual y ceremonial replicado casi por pura inercia. Producto de ello, los muertos, por lo común evitables, resultan ser víctimas de la improvisación y de aquella precariedad que deja los asuntos, aún los más espinosos, librados al impredecible tino de los implicados o al azar de las circunstancias.
La erosión de una disciplina prendida con alfileres es el síntoma apenas visible de la calamidad, fermentada en la corrupción, el tráfico de influencias; el saqueo depredador de los bienes comunes en provecho personal o corporativo; la prebenda como dispositivo activador de la adhesión. Asuntos todos dichos en sordina —el tono adecuado— como en un símil de teatro de sombras al fondo de los conflictos íntimos e interpersonales de los personajes de cara a la gran pregunta siempre reflotada en el momento de encarar la certeza de la finitud. De ella intentan fugar Damián asido a las escrituras, Cuéllar a la infancia, Choque al rígido cumplimiento del deber.
Mientras se aboca a ese retablo de gentes diversas, desnudas de certidumbres, la película mantiene un apreciable grado de tensión. Aporta lo suyo a las solicitudes de la atmósfera del relato la fotografía, contrapunteando entre el paisaje inabarcable y los primeros planos de los rostros crispados del grupo.
También la banda sonora oportuna, funcional. Y sobre todo la renuncia a cualquier malabar formal. Es de igual manera esencial el convincente, parejo, desempeño del multinacional equipo de actores, entre los cuales sobresale la faena de Luis Bredow, perfecto en Klinger. Por añadidura, pues se trata de una flaqueza reiterada de nuestro cine, me parece merecedor de especial destaque el pulido trabajo en buena porción de los diálogos, con oportunos y bien dosificados toques de humor.
A Carga sellada le sobran minutos y escenas, encajadas en el relato aventurando aguar la densidad dramática, pero el esquematismo inicial es por suerte pronto dejado de lado y las ocasionales recaídas no afectan de modo significativo un resultado definitivamente con más pros que contras.
Ficha técnica
Título Original: Carga Sellada – Dirección: Julia Vargas Weise – Guion: Juan Claudio Lechín, Julia Vargas Weise – Fotografía: Milton Guzmán – Montaje: Miguel Pérez, Daniel Prync – Arte: Serapio Tola, Paulo Aranda – Maquillaje: Marcelo Antezana – Música: Natalia Fajardo, Diego Fletcher – Sonido: Luis Bolívar – Efectos: Bruno Fauceglia Santiago E. Iturmendi – Vestuario: Pilar Groux – Casting: Wendy Alcázar – Producción: Luis Girón, Alan Jonsson, Ozcar Ramírez González, Paola Rivera Pérez, Pilar Valverde, Julia Vargas Weise – Intérpretes: Gustavo Sánchez Parra, Luis Bredow, Fernando Arze, Daniela Lema, Marcelo Nina, Prakriti Maduro, Gonzalo Cubero, Agar Delos, Hugo Francisquini, Jorge Hidalgo – BOLIVIA/2015.