Thursday 2 May 2024 | Actualizado a 01:46 AM

Sufrir sin amargura

Viscarra descarta los juicios y la emotividad y, con un cierto cinismo, otorga una forma de justicia a quienes compartieron frío, hambre, calles y noches con él.

/ 23 de abril de 2017 / 04:00

Borracho estaba, pero me acuerdo es el cuarto libro de Víctor Hugo Viscarra, lo que de inicio revela una práctica en estos terrenos y una conciencia de estar escribiendo para ser leído. Es decir, no estamos frente a un libro que se limite a dar cuenta de un registro, una denuncia o una demanda, sino frente a fragmentos que recrean vidas ignoradas e indiferentes para la gran mayoría de los propios habitantes paceños. Viscarra se dirige a ese lector ajeno al submundo que tiene tiempo, deseo e interés en asomar la nariz en un texto para mínimamente informarse de esas otras vidas y muertes, a decir de Saenz, que habitan en la ciudad, pero que no es ni de lejos uno de esos personajes. De esta forma, drogadictos, ladrones, cleferos, alcohólicos y prostitutas, entre varias y variadas posibilidades, son los amigos de Viscarra que transitan por esta ciudad y por sus páginas.

No es poca cosa describir a estos personajes, con sus haceres diurnos y nocturnos, sin incurrir en el mero voyeurismo o el simple ejercicio del recuerdo. Los fragmentos, relatos o minicrónicas que el autor dedica a la memoria de estos personajes, sus amigos, son un sentido homenaje al fracaso y al valor de los seres que por las razones que fuera no lograron insertarse “productivamente” en la sociedad, viviendo, en cambio, en los márgenes no solo legales, sino morales de la misma.

Morales, sin embargo, no según el estándar que una mirada legalista clasificaría como bueno y malo, colocando las conductas de estos personajes en el segundo apartado. Más bien es la moral del lector promedio la que es cuestionada cuando ignora el destino de personas como las convocadas por Viscarra y cuando, luego de leer sus textos, no puede ver con los mismos ojos a quienes, en el mejor caso, son considerados poco más que parte del exotismo urbano.

No obstante, Viscarra no parece buscar comprensión, ayuda ni elaborar acusación alguna. Su proyecto es crudo y hasta grotesco en la medida que muestra realidades ajenas a la literatura convencional, pero con un grado casi cero de emotividad. De esta forma, la ausencia de juicio sobre sus personajes, acciones y elecciones, llega al cinismo. “Entérense”, parece decirnos, y así como no busca compasión, no evita desvelar razones y situaciones tristes, absurdas y hasta molestas como quien describe un paseo nocturno por la plaza, y tal vez está ahí su fuerza desestructuradora: en sufrir sin amargura. Dice:

“Otra de las cosas que siempre me ha gustado de los muchachos es su forma de contar sus desventuras, matizándolas con anécdotas que hacen que el oyente no se amargue al escuchar historias que tranquilamente harían llorar a quienes no tengan los nervios templados”.

Esta ausencia de queja responde a una voluntad de no afligir al interlocutor, y allí descansa su estilo irreverente, apoyado en el impudor de quien confiesa haber robado, golpeado y corrido para no ser atrapado, señalando con ironía contradicciones tales que permiten la emergencia del humor. Así el lector se descubre tan sobrecogido como entretenido hasta la carcajada con historias que, en honor a la verdad, deberían mínimamente avergonzarnos como sociedad:

“De acuerdo a muchos testimonios, las macabras granjas de rehabilitación no son precisamente quintas de recreo. De los choros que conozco y estuvieron allí, ninguno se ha rehabilitado. Los que volvieron, si tuvieron esa ventura, lo hicieron con ganas de seguir delinquiendo. Pero hay legiones de delincuentes cuyos restos sirven de abono para las plantas silvestres”.

Como se dijo, Viscarra no enjuicia nada. Para él la escritura es el ejercicio que lo libra de volverse loco, y le devuelve la memoria, una de sus pocas riquezas, haciendo una forma de justicia a quienes compartieron el frío, el hambre, las camas y las noches con él. Hay en su trabajo un hálito de “normalidad” o, dicho de otra forma, un intento de normalizar las decenas de anécdotas que cuenta. “No hay nada de qué sorprenderse”, parece decir, y es este gesto en la narración de las desgracias lo que invita al lector a disfrutar del texto al tiempo de sumergirlo en la perplejidad, puesto que no hay manera de ignorar la evidencia que motiva el dolor de su registro.

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‘Quieto’, una novela sin ficción

El español Màrius Serra presenta un libro en el que habla sobre su hijo ‘Llullu’, que nació con una encefalopatía

/ 16 de enero de 2019 / 04:00

Este libro puede herir mi sensibilidad”. Así comienza Quieto, “una novela sin ficción”, como declara su autor, Màrius Serra, narrador y enigmista español, que trata de la vida de su hijo de siete años, Lluis, alias Llullu, que nació con una grave encefalopatía que “la ciencia no ha podido definir” y que, traducido al lenguaje coloquial, significa parálisis mental.

Solo ver la contratapa del libro invita a leerlo, aunque no se persiga con esto un interés literario en sí, o solamente literario, sino la fascinación de un relato no ficticio que es, paradójicamente, la construcción real de un mundo donde el criterio de “realidad” queda suspendido para dar paso a imágenes y testimonios sin intención de denunciar la menor injusticia. Lo que este libro hace no es solamente visibilizar a un niño con capacidades especiales, sino mostrar a los que miran a ese niño sus propias (dis)capacidades, puesto que Serra, además de padre de un niño con una actividad mental que alcanza solo el 15%, es un verdadero escritor.

Serra cuenta, reflexiona, interpreta, relata y dramatiza en el sentido literal del término, lo que es vivir con un hijo que sufre un 85% de discapacidad mental, lo que no deja de ser una cruel ironía del destino, puesto que vaya uno a saber cómo se entiende que un padre que se gana la vida gracias al uso del intelecto tenga un hijo que pertenece, como él tiernamente lo plantea, a otra etnia, a “un estado a menudo expuesto al aguijón del dolor, pero en el que predomina el regocijo y cierto grado de embeleso”. Y en este sentido, lo que más valoro de este texto, que llamaría autoficción (por su lugar entre la biografía y una escritura declaradamente subjetiva, que se mira viendo) es la ausencia de victimización o fatalidad; de pedido de aceptación o de ayuda para niños como su hijo, al que sería fácil recurrir para conmover al sensible lector. Serra, con el gesto del buen escritor, trabaja a partir de imágenes que guarda, que se le quedan inscritas en la mente o en alguna libreta, un aspecto de la vida y del ser a partir de la convivencia con un niño que no progresa adecuadamente; que fascina tanto como angustia, y que además es su hijo.

Al fin y al cabo, con las piezas de esta bitácora del dique seco he pretendido componer un espejo. Dorian Gray vendió su alma al diablo para poder ser, más que inmortal, invariable, mientras los estragos del tiempo iban modificando el aspecto del retrato invisible que había escondido en la buhardilla. Así se invierte el proceso. Nuestro hijo ni es invisible ni es el retrato de nadie, aunque se parezca a sus padres y a su hermana. Él y los que son como él actúan de espejos. Todos los que nos miramos en ellos un poco a fondo envejecemos de un modo distinto. Si Dorian Gray hubiese conocido a un Llullu nunca se habría conformado con la invariabilidad de los presuntos inmortales. Habría aprendido a mirar en vez de querer ser mirado. A envejecer. Probablemente no habría querido ser retratado, sino retrato.

Mirar es lo que justamente hace Serra y lo que nos invita a hacer. Está de más decir que luego de la lectura de este libro algo cambia en nuestra forma de ver no solo a estos seres enigmáticos, sino al mundo que nos rodea. “Él y los que son como él actúan de espejos. Todos los que nos miramos en ellos un poco a fondo envejecemos de un modo distinto”, y el lector crítico cede ante la emoción que despierta esta escritura.

Así, el autor-padre-narrador-personaje es en la primera parte del libro el foco desde donde podemos ver lo que habitualmente preferimos no ver, pero en la segunda mitad, ahí donde por un delicado trabajo de amoroso montaje fotográfico, a manera de un folioscopio, lo vemos correr, es Llullu quien seguramente diría:

No me puedo olvidar de cómo se llama mi padre ni de las historias que me cuenta, ni de los meneos que me pega cuando intenta vestirme, ni de su olor a intermitente de tabaco, ni de los gritos que suelta cuando me dice Llullu, cómo-estááás, ni puedo olvidar que por culpa suya todos me conocen por este nombre que empequeñece la boca de quien lo pronuncia (…)

No me acuerdo de nada, yo, y nada olvido (…) Nunca podré olvidar las palabras que no recuerdo haber escuchado ni leído ni dicho.

Quieto es una novela sin ficción que crea realidad, y esta paradoja la hace altamente recomendable para cualquier lector que guste de las sorpresas; a cualquier lector que, como yo, se acerque a un libro buscando un registro de enfermedad y se encuentre con la escritura de una historia capaz de promover más escritura; una historia de amor que sin mucho alarde enseña, a partir de los otros, a verse a sí mismo.

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‘Quieto’, una novela sin ficción

El español Màrius Serra presenta un libro en el que habla sobre su hijo ‘Llullu’, que nació con una encefalopatía

/ 16 de enero de 2019 / 04:00

Este libro puede herir mi sensibilidad”. Así comienza Quieto, “una novela sin ficción”, como declara su autor, Màrius Serra, narrador y enigmista español, que trata de la vida de su hijo de siete años, Lluis, alias Llullu, que nació con una grave encefalopatía que “la ciencia no ha podido definir” y que, traducido al lenguaje coloquial, significa parálisis mental.

Solo ver la contratapa del libro invita a leerlo, aunque no se persiga con esto un interés literario en sí, o solamente literario, sino la fascinación de un relato no ficticio que es, paradójicamente, la construcción real de un mundo donde el criterio de “realidad” queda suspendido para dar paso a imágenes y testimonios sin intención de denunciar la menor injusticia. Lo que este libro hace no es solamente visibilizar a un niño con capacidades especiales, sino mostrar a los que miran a ese niño sus propias (dis)capacidades, puesto que Serra, además de padre de un niño con una actividad mental que alcanza solo el 15%, es un verdadero escritor.

Serra cuenta, reflexiona, interpreta, relata y dramatiza en el sentido literal del término, lo que es vivir con un hijo que sufre un 85% de discapacidad mental, lo que no deja de ser una cruel ironía del destino, puesto que vaya uno a saber cómo se entiende que un padre que se gana la vida gracias al uso del intelecto tenga un hijo que pertenece, como él tiernamente lo plantea, a otra etnia, a “un estado a menudo expuesto al aguijón del dolor, pero en el que predomina el regocijo y cierto grado de embeleso”. Y en este sentido, lo que más valoro de este texto, que llamaría autoficción (por su lugar entre la biografía y una escritura declaradamente subjetiva, que se mira viendo) es la ausencia de victimización o fatalidad; de pedido de aceptación o de ayuda para niños como su hijo, al que sería fácil recurrir para conmover al sensible lector. Serra, con el gesto del buen escritor, trabaja a partir de imágenes que guarda, que se le quedan inscritas en la mente o en alguna libreta, un aspecto de la vida y del ser a partir de la convivencia con un niño que no progresa adecuadamente; que fascina tanto como angustia, y que además es su hijo.

Al fin y al cabo, con las piezas de esta bitácora del dique seco he pretendido componer un espejo. Dorian Gray vendió su alma al diablo para poder ser, más que inmortal, invariable, mientras los estragos del tiempo iban modificando el aspecto del retrato invisible que había escondido en la buhardilla. Así se invierte el proceso. Nuestro hijo ni es invisible ni es el retrato de nadie, aunque se parezca a sus padres y a su hermana. Él y los que son como él actúan de espejos. Todos los que nos miramos en ellos un poco a fondo envejecemos de un modo distinto. Si Dorian Gray hubiese conocido a un Llullu nunca se habría conformado con la invariabilidad de los presuntos inmortales. Habría aprendido a mirar en vez de querer ser mirado. A envejecer. Probablemente no habría querido ser retratado, sino retrato.

Mirar es lo que justamente hace Serra y lo que nos invita a hacer. Está de más decir que luego de la lectura de este libro algo cambia en nuestra forma de ver no solo a estos seres enigmáticos, sino al mundo que nos rodea. “Él y los que son como él actúan de espejos. Todos los que nos miramos en ellos un poco a fondo envejecemos de un modo distinto”, y el lector crítico cede ante la emoción que despierta esta escritura.

Así, el autor-padre-narrador-personaje es en la primera parte del libro el foco desde donde podemos ver lo que habitualmente preferimos no ver, pero en la segunda mitad, ahí donde por un delicado trabajo de amoroso montaje fotográfico, a manera de un folioscopio, lo vemos correr, es Llullu quien seguramente diría:

No me puedo olvidar de cómo se llama mi padre ni de las historias que me cuenta, ni de los meneos que me pega cuando intenta vestirme, ni de su olor a intermitente de tabaco, ni de los gritos que suelta cuando me dice Llullu, cómo-estááás, ni puedo olvidar que por culpa suya todos me conocen por este nombre que empequeñece la boca de quien lo pronuncia (…)

No me acuerdo de nada, yo, y nada olvido (…) Nunca podré olvidar las palabras que no recuerdo haber escuchado ni leído ni dicho.

Quieto es una novela sin ficción que crea realidad, y esta paradoja la hace altamente recomendable para cualquier lector que guste de las sorpresas; a cualquier lector que, como yo, se acerque a un libro buscando un registro de enfermedad y se encuentre con la escritura de una historia capaz de promover más escritura; una historia de amor que sin mucho alarde enseña, a partir de los otros, a verse a sí mismo.

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Sufrir sin amargura

Viscarra descarta los juicios y la emotividad y, con un cierto cinismo, otorga una forma de justicia a quienes compartieron frío, hambre, calles y noches con él.

/ 23 de abril de 2017 / 04:00

Borracho estaba, pero me acuerdo es el cuarto libro de Víctor Hugo Viscarra, lo que de inicio revela una práctica en estos terrenos y una conciencia de estar escribiendo para ser leído. Es decir, no estamos frente a un libro que se limite a dar cuenta de un registro, una denuncia o una demanda, sino frente a fragmentos que recrean vidas ignoradas e indiferentes para la gran mayoría de los propios habitantes paceños. Viscarra se dirige a ese lector ajeno al submundo que tiene tiempo, deseo e interés en asomar la nariz en un texto para mínimamente informarse de esas otras vidas y muertes, a decir de Saenz, que habitan en la ciudad, pero que no es ni de lejos uno de esos personajes. De esta forma, drogadictos, ladrones, cleferos, alcohólicos y prostitutas, entre varias y variadas posibilidades, son los amigos de Viscarra que transitan por esta ciudad y por sus páginas.

No es poca cosa describir a estos personajes, con sus haceres diurnos y nocturnos, sin incurrir en el mero voyeurismo o el simple ejercicio del recuerdo. Los fragmentos, relatos o minicrónicas que el autor dedica a la memoria de estos personajes, sus amigos, son un sentido homenaje al fracaso y al valor de los seres que por las razones que fuera no lograron insertarse “productivamente” en la sociedad, viviendo, en cambio, en los márgenes no solo legales, sino morales de la misma.

Morales, sin embargo, no según el estándar que una mirada legalista clasificaría como bueno y malo, colocando las conductas de estos personajes en el segundo apartado. Más bien es la moral del lector promedio la que es cuestionada cuando ignora el destino de personas como las convocadas por Viscarra y cuando, luego de leer sus textos, no puede ver con los mismos ojos a quienes, en el mejor caso, son considerados poco más que parte del exotismo urbano.

No obstante, Viscarra no parece buscar comprensión, ayuda ni elaborar acusación alguna. Su proyecto es crudo y hasta grotesco en la medida que muestra realidades ajenas a la literatura convencional, pero con un grado casi cero de emotividad. De esta forma, la ausencia de juicio sobre sus personajes, acciones y elecciones, llega al cinismo. “Entérense”, parece decirnos, y así como no busca compasión, no evita desvelar razones y situaciones tristes, absurdas y hasta molestas como quien describe un paseo nocturno por la plaza, y tal vez está ahí su fuerza desestructuradora: en sufrir sin amargura. Dice:

“Otra de las cosas que siempre me ha gustado de los muchachos es su forma de contar sus desventuras, matizándolas con anécdotas que hacen que el oyente no se amargue al escuchar historias que tranquilamente harían llorar a quienes no tengan los nervios templados”.

Esta ausencia de queja responde a una voluntad de no afligir al interlocutor, y allí descansa su estilo irreverente, apoyado en el impudor de quien confiesa haber robado, golpeado y corrido para no ser atrapado, señalando con ironía contradicciones tales que permiten la emergencia del humor. Así el lector se descubre tan sobrecogido como entretenido hasta la carcajada con historias que, en honor a la verdad, deberían mínimamente avergonzarnos como sociedad:

“De acuerdo a muchos testimonios, las macabras granjas de rehabilitación no son precisamente quintas de recreo. De los choros que conozco y estuvieron allí, ninguno se ha rehabilitado. Los que volvieron, si tuvieron esa ventura, lo hicieron con ganas de seguir delinquiendo. Pero hay legiones de delincuentes cuyos restos sirven de abono para las plantas silvestres”.

Como se dijo, Viscarra no enjuicia nada. Para él la escritura es el ejercicio que lo libra de volverse loco, y le devuelve la memoria, una de sus pocas riquezas, haciendo una forma de justicia a quienes compartieron el frío, el hambre, las camas y las noches con él. Hay en su trabajo un hálito de “normalidad” o, dicho de otra forma, un intento de normalizar las decenas de anécdotas que cuenta. “No hay nada de qué sorprenderse”, parece decir, y es este gesto en la narración de las desgracias lo que invita al lector a disfrutar del texto al tiempo de sumergirlo en la perplejidad, puesto que no hay manera de ignorar la evidencia que motiva el dolor de su registro.

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