Rastros de mestizaje (como quería el propio artista que titulara la muestra en el Museo Tambo Quirquincho, que se ve del 10 al 30 de noviembre), la primera exposición individual de Ángelo Valverde en casi 10 años, concentra un meticuloso trabajo labrado desde una sensibilidad excepcional en el panorama actual de las artes plásticas del medio boliviano; sí, excepcional tanto en el manejo exquisito de los secretos del oficio como en la esencia de la búsqueda que lo motiva a lanzarse al trance pictórico.

La obra de Ángelo Valverde no evade la afirmación del mestizaje, de su realidad y de su espesor cultural. Sin embargo, al tratarlo como rastro, como vestigio, remite a un suceso pasado. Y quizás no tanto en una línea temporal histórica sino más bien en el sentido de una nueva etapa en la psiquis colectiva donde más apropiado sería el concepto de “superado”. El mestizaje —como ese producto biológico o cultural del encuentro de dos sociedades o etnias— ya no resulta satisfactorio para resumir la densidad poética de la cultura andina en el siglo XXI y, sin embargo, persiste como un espectro: algo que ya no es pero no deja de aparecer. Esos conflictos entre lo nuevo y lo viejo, lo vivido y lo revivido, lo aparente y lo esencial, son solo algunas tensiones que vehiculan estas pinceladas y veladuras preciosistas, portadoras todas de una posición muy clara respecto a la pintura, al arte y (por ende) a la vida en general.

Para situar esta propuesta en el mapa de afinidades plásticas, debemos recurrir a una tradición bien establecida en las vanguardias latinoamericanas: se advierte el simbolismo telúrico tan caro a Arturo Borda; la transformación, la exageración estilizada del objeto cotidiano propia de Fernando Botero o la pasión por los rostros de los marginados del maestro Emilio di Cavalcanti. Pero es innegable que el bagaje de barroco andino (ciertas formas y disposiciones recuerdan el grotesco infierno de la iglesia de Carabuco) y de los maestros Goya y Velásquez, el espíritu de la picaresca, todo eso alimenta esta producción con tantos insumos como lo hace el siglo XX. Claro está, este mapeo solo sirve para posicionar al artista en una constelación de escuelas y líneas pictóricas. Evidentemente esta obra no se limita a una sumatoria de influencias (alimento bien digerido) y conquista una cuenca estética propia y de insospechado poder visual.

Aquí la clave de la forma y contenido no es otra que la fiesta, pero el concepto debe ser aprehendido bajo el imperio de la cosmovisión del habitante de estas alturas andinas (desde la noche de los tiempos hasta el día de hoy). Aquí la fiesta, en primer lugar, es un deber —contrariamente a la idea ociosa e improductiva que impera en el mundo capitalista al respecto— y consiste en la suspensión colectiva del tiempo histórico para abrir las compuertas a “aquellos tiempos”, illud tempus, en un mundus imaginalis, “lugar” adimensional lleno de posibilidades (bondades y peligros). Todo estructurado por un riguroso orden ritual —en oposición a la noción caótica e individualista de la vivencia festiva de las sociedades de primer mundo— que deberá permitir enajenar, volatilizar el espíritu de los participantes así como invocar, incorporar y, por qué no decirlo, figurar, hacer aparecer, a los seres inmateriales, ánimas, que pueblan los océanos más allá de lo perceptible en la vida cotidiana.

Por todo eso, no es casual que la obra de Ángelo Valverde sea decididamente figurativa. Esta apuesta radical se apoya en su motivo predilecto: la experiencia de lo concreto trascendental y de lo trascendental concreto en el júbilo de celebratorio. Desplegados mediante una composición académica, clásica, áurea, estos cuadros, como en un buen jolgorio, resultan en una embriaguez exorbitante de forma, color y movimiento. El poder de este corpus radica en la interpretación de la anatomía, del color y de la disposición de los símbolos —humanos, animales y cósmico-telúricos— a través de la mirada mágica experimentada en el trance festivo. Hay en estos lienzos, sin duda, un desborde, un exceso, con respecto al condescendiente naturalismo folklorista al que estamos (¿mal?) acostumbrados y también la afirmación de un compromiso con el poder transgresor y lúdico de la pincelada; característica que lo aleja tanto de la abstracción como de la tentación hiperrealista, dejando en evidencia que estas tendencias, por más admirables que sean, la mayor de las veces se quedan en un notable ejercicio de virtuosismo académico pero son incapaces de producir el efecto alquímico y visionario de la figura transfigurada; algo que hace de la pintura una fiesta no solo para los sentidos, sino, y sobre todo, una fiesta para los corazones, como la obra de Ángelo Valverde

  • Diego Loayza / Pintor y sociólogo