El río
Prolija técnicamente, dice Susz, la nueva película de Richter asume riesgos que no terminan de dar resultados.
El riesgo está siempre asociado a la verdadera creación, en cualquier ámbito donde ésta se exprese. Y si bien al fin de cuentas solo cabe juzgar cada trabajo por su acabado, por la consonancia finalmente alcanzada entre los propósitos y los resultados, no deja tampoco de ser necesario, especialmente en tiempos de tanto blockbuster cortado siempre con la misma tijera y donde el brillo efectista es apenas la lujosa tapadera de la pobreza de sustancia, de la falta en suma del más mínimo atrevimiento que pudiese perturbar la cómoda deglución masiva, no deja de ser útil, decía, traspasar la portada para ir un paso más allá, al encuentro de los porqués, antes de poner sobre la balanza los cómos.
Desde este punto de vista no cabe la menor duda que Juan Pablo Richter partió de varias intenciones nada fáciles de articular en este su primer largometraje dirigido en solitario. Antes, en Casting (2010) compartió tal responsabilidad con Denisse Arancibia, asumiendo asimismo las tareas de coguionista y director de fotografía, trabajo aquel igualmente arriesgado, con un opinable tratamiento de las claves del género del terror, muy poco frecuentado por la producción fílmica nacional. Richter cuenta por añadidura en su filmografía con una extensa lista de cortometrajes rodados del 2005 en adelante, todos ellos de restringida difusión.
Tal vez sea mera coincidencia, pero la línea argumental básica de El río retoma la de Pueblo chico (Antonio Eguino/1975), acompañando el regreso de un joven a su lugar de origen, para toparse con una realidad detenida en el tiempo, que colisiona frontalmente con los hábitos interiorizados lejos. En la realización de Eguino, Arturo, el protagonista, volvía luego de varios años de estudio en la Argentina a San Antonio de Yampara, su pueblo natal en Chuquisaca, tomando pronto conciencia que la reforma agraria había cambiado muy poco en el ámbito de los antiguos prejuicios raciales, conservados tal cual por una vetusta estructura social. Era si se quiere la desencantada constatación del fracaso de la Revolución del 52 en sus propósitos de mutar las condiciones de los campesinos poniendo cortapisas a los privilegios de los hacendados.
Sebastián, el protagonista de la película de Richter, regresa de igual manera, en su caso no se sabe de dónde aun cuando pareciera ser desde La Paz, a su Beni natal, donde también nació el director, de modo que la historia incorpora algunos ingredientes biográficos. Allí, en medio de una naturaleza paradisíaca Rafael, su padre, al cual hasta entonces desconocía, propietario de una gran hacienda dedicada básicamente al negocio maderero, ha rehecho su matrimonio apareándose con Julieta, joven mucho menor, con la cual mantiene una relación pautada por las impertérritas costumbres misóginas que relegan a la mujer a una condición absolutamente subordinada. Esto último queda igualmente traslucido en los diálogos de Sebastián y su padre en referencia a la madre/esposa, descalificada por ambos sin tapujos, si bien el relato no entra en pormenores sobre la averiada relación familiar.
Al focalizar su mirada, cuatro décadas después de la de Eguino, sobre otro punto de la geografía nacional, constatando las rémoras de un pasado que en el sitio sigue siendo el imperturbable presente, Richter da cuenta —involuntariamente se me antoja— del inacabamiento de la transformación de la herencia colonial-oligárquica en desmonte, en aquellos lugares aún tan distantes de la hegemonía centralista, aún igualmente irresuelta.
Por lógica afinidad generacional, Sebastián se siente de inmediato más próximo a Julieta, cuya abuela la “cedió” a cambio de una deuda impaga, que del hosco Rafael, con el cual desde el principio se establece una relación sin atisbo de afecto o de ternura, pronto empeorada cuando la cercanía con Julieta pasa a mayores, algo que el padre parece presentir, aumentando su brusquedad en el trato con todo el entorno.
La película arranca con la cámara siguiendo a Sebastián, mayormente visto de espaldas, mientras vagabundea por el aeropuerto antes de embarcarse hacia su destino. Tal modo, distanciado, de tomar contacto con el personaje marca la impronta de un relato que rehúye en gran medida la interiorización, optando por el punto de vista de un tercero abocado a describir las dificultades de ese adolescente ensimismado, introvertido, para acomodarse en el nuevo entorno en el cual presuntamente deberá habituarse a vivir de allí en más.
Tal opción por la distancia es el primer riesgo asumido por Richter al inclinarse por un modo de puesta en imagen poco pertinente para franquear cualquier aproximación del espectador a las incertidumbres existenciales del protagonista. Y tal desarmonía entre el qué y el cómo deja a su vez la impresión de ser efecto de una indecisión de fondo en el director, al no decantarse por contar el drama de Sebastián o hacer un ensayo de puesta en imagen fuertemente influenciado por la obra de algunos realizadores/autores, europeos sobre todo, renuentes a las formas narrativas de manual, fluctuando de tal suerte entre dos premisas opuestas.
El segundo riesgo resulta identificable en la extrema morosidad del tempo dramático utilizado para un relato que en largos tramos deriva hacia la pura contemplación estancada en medio de un denso silencio, provocando otra tensión esbozada, pero no asumida entre semejante manera de congelar el relato y la presencia, protagónica digamos, del Mamoré.
De Heráclito de Éfeso (535 a. C.) hasta la fecha el río ha cobrado un sentido metafórico respecto al discurrir de la vida, del tiempo que fluye y de la inevitabilidad de las mutaciones lo mismo biológicas como históricas. “Nadie se baña dos veces en el mismo río” constataba el filósofo, pero en este caso, y si bien queda claro que el caudaloso afluente pesa significativamente sobre el destino de quienes moran en sus orillas y se desplazan desafiando su violencia, el contraste con la permanencia de maneras de estar en un mundo inmune a los cambios no termina de ser bien resuelto en términos dramáticos.
El punto más flaco del impreciso tramado argumental es empero la equívoca metaforización del patriarcalismo de Rafael con el del Gran Hermano de George Orwell en 1984, aquella contrautopía acerca de una sociedad gobernada con mano de hierro donde cada gesto de los ciudadanos se halla sujeto al escrutinio implacable de un régimen que lo controla todo. Para peor, la insistente alusión a la novela orwelliana daría la impresión de perseguir, sin hacer blanco en ningún momento, una doble referenciación: al señalado poder omnímodo —contra el cual se rebelan Julia y Winston, los antecesores de Julieta y Sebastián— al igual que a los erráticos intentos de los personajes de encontrar una vía de reencuentro con la comunicación en los aparejos digitales, del mismo modo que en los libros buscan los antihéroes del texto un ancla con la realidad.
Técnicamente, en todos los rubros, El río, financiado por el programa Ibermedia y el Centro de Cinematografía del Ecuador, muestra una prolijidad inobjetable, incluida la convincente faena de los protagonistas, insuficiente no obstante para compensar la frialdad de un relato que arriesga mucho sin alcanzar el tono ni el ritmo propicios para comunicar algo… propósito se entiende irrecusable para cualquier obra de creación más allá de sus riesgosos ensayos formales.
Ficha técnica:
Título Original: El río
Dirección: Juan Pablo Richter
Guion: Juan Pablo Richter
Fotografía: Nicolás Pinzón
Asistente de Cámara: Andrés Salinas – Montaje: Eliane Katz, Camila Mercadal- Arte: Javier Cuellar
Vestuario: Regina Calvo
Producción: Paola Gosálvez, Isabela Parra
Productora Asociada: Mery Ruth Mariaca
Intérpretes: Fernando Arze, Julia Hernández, Santiago Rozo, Valentina Villalpando Manglio Ágreda, Susy Arduz, Hugo Francisquini, Carlos Ureña, Tamara Navas, Camilo Ribera, Sebastián Justiniano, Carlos Ureña– BOLIVIA/ECUADOR/2017