MURALLA
La ópera prima del boliviano Gory Patiño explora el submundo de la trata de personas.
Sobrecogedora. Fue el primer calificativo que se me vino a la mente en medio del espeso silencio de la retirada del público, mayormente cabizbajo. Síntoma por cierto de la eficacia de una película que apunta justo a zarandearnos emocionalmente. Claro que lo de la eficacia dista mucho de ser un adjetivo axiológico válido en estos casos, sabiendo como es conocido que hay maneras y maneras de hacerlo. Volveremos sobre el punto, pero adelantemos, el debut de Gory Patiño en el largometraje mantiene sostenido interés. Mérito de la cuidada factura de un trabajo, por su intransigencia en todos los rubros (casi), a la altura de lo mejor del cine boliviano de los últimos años.
Por algo debe ser, presumo no por mera coincidencia, que algunas de las producciones nacionales recientes de más robusta contextura cinematográfica dirigen su mirada hacia el lado oscuro de la realidad, representada por la noche como el entorno de aquello que presentimos es parte del diario vivir urbano, aun cuando optemos colectivamente por la rutina a modo de cómodo placebo para atemperar semejante recelo. El dato es que Atrapados en azul (Luis Guaraní/2016); Averno (Marcos Loayza/2017) y ahora Muralla se aventuran, cada una desde su propio enfoque, en una visita a los entretelones de algunas de las facetas del submundo nocturno, donde los peores rasgos de la actualidad salen a luz, valga la paradoja.
Está claro. En torno a todos nosotros revolotea un sentimiento creciente de inseguridad. Sospechamos que alrededor de la normalidad cotidiana merodea una otra realidad, que los medios explotan, en formato espectacularizado, como nutriente sustancial de sus espacios informativos, estancándose generalmente en la superficie de los hechos, pero con escasa preocupación por develar las causas y los factores que han convertido, por ejemplo, a la trata y tráfico de personas en un horror in crescendo. Se suceden de tal suerte diariamente noticias acerca de la desaparición de personas, pero como la regla a seguir es la novedad que convierte el escándalo de hoy en un dato sustituible por el de mañana, poco se conoce, si algo, a propósito del desenlace de esas tragedias finalmente reducidas al ámbito cercano de los plagiados, sin mayor toma de conciencia acerca de la responsabilidad social que a todos nos tocaría asumir trascendiendo el sobresalto del momento.
Contra tal fugacidad rompe el fuego Muralla a propósito de las andanzas de Coco “Muralla” Rivera (Fernando Arze), quien saboreó su minuto de gloria cuando le tocó atajar un penal decisivo permitiendo al San José de sus amores conseguir, en dramática final, un recordado campeonato. Después la lesión en la clavícula bajó el telón sobre aquel instante memorable degradándolo hacia una penosa existencia como anónimo y alcoholizado, conductor de minibús, apartado de la familia y cercado por el agobio de un destino sin salida.
Cuando su hijo de siete años afronta una penosa enfermedad renal, algunos turbios colegas, metidos en negocios non sanctos, le insinúan que hay formas más expeditivas de obtener los ingresos requeridos a fin de solventar el trasplante de urgencia para salvarle la vida. Rivera se resiste hasta que la situación llega al límite. Cede entonces fatalmente a la tentación, accediendo “vender” a una niña de 13 años a la cual encuentra dormida en su vehículo, después de echar pie atrás en una primera transacción con un admirador beodo salvado por la providencial llamada de su mujer.
No obstante es tarde ya. El hijo de Rivera muere descompensado, sumando al dolor y al sentimiento de culpa la constatada inutilidad de aquel acto despreciable. El intento de redimirse rescatando a la pequeña víctima lo empuja a confrontar con su colega-amigo-cómplice-inductor (Cristian Mercado), a un ajuste de cuentas con el cínico médico argentino (Pablo Echarri) —pieza clave de la mafia de tratantes—, y a la justicia por mano propia ejecutada por los compañeros del gremio.
El guion y el tratamiento narrativo eligen centrarse en la descripción descarnada, brutal, de los hechos en el formato de una intriga policial, con pinceladas de cine negro, la cual se abstiene de ahondar en los pormenores de las circunstancias nutrientes del horrendo negocio de la trata y tráfico de personas, subterfugio verbal para nombrar lo que no es otra cosa sino la venta de seres humanos con fines de explotación laboral, sexual o, en último extremo, para el comercio de órganos humanos.
Sin embargo, el relato no deja de lado, evitando abundamientos prescindibles, varios sutiles apuntes acerca de una extendida corrosión ética que alcanza a los doctores, prestos a embolsillarse un “aporte” fuera de ley para priorizar algún tratamiento; a las enfermeras, intermediando en esos tratos ilegales; a la jerarquía policial cómplice de las operaciones de las redes dedicadas al negocio en cuestión.
No obstante, en lugar de sermonear Patiño elige dejar abierta a la reflexión del espectador la tarea de preguntarse acerca de la responsabilidad colectiva en el crecimiento canceroso de las inconductas mostradas al igual que a propósito de las causas del deterioro moral de las bases de la convivencia social.
La solvente dirección de actores es uno de los rasgos sobresalientes de esta más que prometedora ópera prima. Arze, Mercado y Echarri bordan personajes de impecable solidez, no desprovistos de una ambigüedad que elude atinadamente el maqueteo y el estereotipado en los cánones del malo de una sola pieza. La faena del trío se encuentra en general correctamente complementada por la de los secundarios, salvo quizás cierta falta de matización en alguno de ellos.
Técnicamente la forma de estructuración del relato resulta de igual manera inobjetable con un tratamiento visual ajustado —en el registro icónico de inocultables reminiscencias expresionistas— y en el en términos generales bien dosificado uso de efectos, a la construcción de la sofocante atmósfera que va atrapando a protagonistas y espectadores, estos últimos enfrentados al agobio de reencontrar lugares cotidianos develados como una suerte de submundo tenebroso, que está allí por donde transitamos desentendidos, aun cuando no inadvertidos.
La música, acertadamente funcional —no de relleno, que es harina de otro costal—, está dosificada para sumar tensión en determinadas secuencias, y los efectos, apuntábamos, sobre todo en el abordaje de las varias fugas y sus respectivas persecuciones, si bien se reiteran un tanto demasiado, arriesgando neutralizar su alcance dramático, tampoco llegan al empacho.
El thriller, que es a grosso modo el género al cual se acoge Muralla, activa su carga dramática manipulando la información, sea por revelación o por escamoteo y teniendo al crimen (consumado o latente) como disparador del conflicto, lo cual no autoriza a concebir dicho género como sinónimo de suspenso, puesto que este último viene a ser un ingrediente entre otros según el proceder narrativo adoptado. De hecho la película de Patiño se exime de tal malentendido acotando el suspenso a momentos particulares del relato, pero trabajando más bien sobre la angustia de la tragedia que se advierte venir. Así el espectador camina por la cornisa del abismo previsible, zozobra potenciada mediante la dicha ambigüedad de los personajes, en particular la de Rivera, por igual factótum y víctima de las circunstancias.
En buenas cuentas, Muralla es un trabajo recomendable de ver que nos reconcilia con el cine hecho aquí, sin concesiones ni facilismos demagógicos, con rigor y respeto por el destinatario en definitiva. Eso sí, una película redonda, en el cabal sentido, es aquella a la cual no le sobra nada. A Patiño se le zafa la inubicable, decorativa, figura del aparapita, ¿el pasado?, ¿el destino?, ¿el ajayu colectivo en pena?
Ficha técnica
– Título original: Muralla
– Dirección: Gory Patiño
– Guion: Camila Urioste, Fernando Arze Echalar, Gory Patiño
– Fotografía: Gustavo Soto – Montaje: Germán Monje – Arte: Carlos Piñeiro
– Música: Auza
– Efectos: Fernando Lupo
– Sonido Directo: Eli Chamay
– Diseño de producción: Pholak Ríos – Maquillaje: Kanthay Melgarejo
– Vestuario: Guely Morato
– Peinado: Reyna Arias
– Producción: Samuel Doria Medina, Leonel Fransezze, Claudia Gaensel
– Intérpretes: Fernando Arze Echalar, Cristian Mercado, Pablo Echarri, Andrea Ibáñez, Erika Andia, Hugo Pozo, Juan Carlos Aduviri, Freddy Chipana, Luis Aduviri – BOLIVIA/2018