Entre ocasos y amaneceres
El teatrista Gino Ostuni en colaboración con el coreógrafo Sergio Valencia presentaron la obra de danza/teatro ‘Después del Ragnarok’.
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Si con otros empecé a gatear en el mundo del teatro, fue con Gino Ostuni con quien di mis primeros pasos. Quizá por eso soy con él más filoso a la hora de verlo, porque sé que sus capacidades como director y dramaturgo son mayores a, tal vez, lo que él mismo se imagina. Después de ver grandes obras como Las horas vagabundas o Secuestro en tres sets, leer La forma del agua o Ruleta F.M., Después del Ragnarok, su última obra de danza/teatro, deja mucho que desear. Peor aún si esta obra, me parece, pidió más esfuerzo del autor, pues necesitó de la dirección de danza de Sergio Valencia y un elenco más grande al acostumbrado, integrado por Paola Heredia, Gabrielle Ruiz, Natalia Jofre, Camila Bruckner, Daniel Soria y el propio Valencia.
De antemano pido disculpas si cometo alguna arbitrariedad, pues la danza (lenguaje que me parece predominante en esta obra) no es mi lenguaje y me hallo todavía lejano a él, aunque con ganas de conocerlo más, pues también, valga la paradoja, lo veo cercano al teatro. La idea de la obra es interesante, con dejos intertextuales, quizá no conscientes, del gran poeta modernista Ricardo Jaimes Freire, aquel otro paceño que se adentró en la mitología, no solo aunque principalmente, nórdica. Ambos observan la muerte de los dioses y se preguntan qué viene luego. Freire, a finales del siglo XIX, no da una respuesta, quizás por la fuerte influencia del catolicismo en su época, pero ve con añoranza ese pasado lejano. Termina su gran Castalia Bárbara con aquel Cristo, en agonía, clavado en una cruz. Ostuni parece continuar el poemario: la danza sería el equivalente al verso en escena. El teatro a la prosa. Él, sin embargo, los mata a todos, de Inti a Cristo, de Venus a Freya… La pregunta que lo rodea, ya desde su sinopsis, es ¿qué queda después de los Dioses? Su respuesta parece ser el amor, independientemente de lo cursi que pueda sonar, mi problema ahí es el “parece ser”.
Este “parecer” no es debido a una ambigüedad trabajada escénicamente, es por errores técnicos en la puesta en escena. No digo que la técnica sea la que defina a la obra y que, por lo tanto, una buena técnica sea sinónimo de arte. Sino que, para poder hacer arte y abrir la obra a potenciales sentidos, es necesario conocer la técnica. Las vanguardias, que a veces parecen tan olvidadas por los artistas bolivianos de hoy, han trabajado esto a mayor profundidad. Me disculpo con mis lectores porque esto me hace caer en lo meramente valorativo. Pongamos ejemplos con la propia obra que trato aquí.
Primer error: los actores/bailarines no vocalizan de forma apropiada y sus actuaciones, entonces, no pueden valorarse. Cuando yo estaba en su taller en el colegio, el propio Ostuni nos pinchaba a cada instante con esto. Y es que, si el actor no transmite los textos de forma clara, éstos se pierden. Pronunciación, volumen, tantos pequeños detalles que deben aprenderse y cuidarse. Sin éstos, vemos solo cuerpos (esto más propio de la danza) que pueden o no ser expresivos y no necesitar del texto o de la voz, pero este no es el caso.
Segundo error: las marcaciones. No es lo mismo trabajar con un elenco de colegio que con uno profesional. Esa línea, en otras obras de Ostuni, está muy clara. Especialmente en Las horas vagabundas, cuyas marcaciones y puesta en escena es un caos sumamente cuidado donde todo está en su lugar, todo movimiento sorprende y atrapa al espectador. En esta obra las marcaciones son repetitivas, una coreografía (nótese que intento no meterme mucho en el terreno de la danza, pues lo desconozco, aunque a veces me veo obligado a rozarlo) que se vuelve predecible, en tanto monótona. Ya sabes que una actriz va a mover su mano, ya sabes que si golpea con sus pies el suelo es solo por adorno musical, porque a fuerza de repetición el cuerpo deja de significar.
Tercer error: a causa de los anteriores dos puntos, se puede concluir que los actores/bailarines no tienen presencia escénica. Caminan sin raíces —ejercicio que también me fue enseñado por Ostuni— se mueven por moverse y no por alguna razón concreta (ya sea evidente u obscura), la danza se vuelve un adorno. Pero este adorno tampoco tiene la casa bien construida como para cumplir su función estética, la obra se queda coja y con el lápiz labial mal puesto. El espectador aplaude, confundido. Yo pienso con añoranza en aquel Gino que alguna vez vi de rodillas ante el escenario, sabiéndolo sagrado y dando su vida por este quehacer que, a veces, tan mal nos trata…