Harold Bloom: teórico de lo sublime
El crítico, fallecido el 14 de octubre, fue una presencia singular en el panorama de los estudios literarios.
Los críticos de entonces eran publicistas que se dedicaban a escribir sobre literatura como otra de sus múltiples tareas intelectuales y políticas, sin especialización ni escrúpulos, o, en cambio, como Samuel Johnson, el primer gran crítico, eran hombres de letras que reaccionaban con un trabajo serio —aunque tampoco de tiempo completo— en contra de los primeros.
Desde esta época inaugural hasta bien entrado el siglo XX, los críticos literarios —convertidos en el transcurso en especialistas universitarios— creerán que las grandes obras de arte poseen un “sentido” correcto, el cual ellos estarán en condiciones de desentrañar e ir estableciendo de manera acumulativa. Pensarán esta labor como permanente, ya que nadie puede producir más que aproximaciones, pero, también, como una labor posible y “objetiva”, esto es, independiente del crítico, que no opinará sino que se basará en “evidencias” tales como los códigos empleados, que deben descifrarse con técnicas filológicas, o como la intención del autor, que puede averiguarse a través de su biografía, o como el efecto de la obra en sus sucesivos lectores, que permite determinar su importancia.
Así fue hasta la década de los 50, cuando apareció la “Nueva Crítica” en el mundo anglosajón, justo en el momento en que Harold Bloom cursaba sus estudios de literatura. La “Nueva Crítica” aislaba los textos de intenciones y de efectos, y alojaba el “sentido” única y exclusivamente en los propios textos. Bloom discrepó con esta corriente (discrepar y debatir eran consustanciales a su forma de ser) pues ya entonces era —o al menos así lo recordaría muchos años después— un “crítico longiniano”.
Pseudo-Longino fue un filósofo de la época helénica que escribió un tratado llamado De lo sublime. En resumen, plantea que la grandeza de la literatura se percibe al leerla, y que su marca es “lo sublime”, definido por Bloom como la suma de belleza y extrañeza.
Este recuerdo puede ser una reconstrucción. Al principio de su carrera, en los años 60 y 70, Bloom era considerado parte de la “escuela de Yale”, partidaria de la teoría del filósofo francés Jacques Derrida, enemiga mortal de todo “humanismo”, es decir, de toda reducción del mundo y de la cultura al tamaño de la “naturaleza humana”, algo que sin duda se da en el procedimiento longiniano.
Cierto es que Bloom nunca se consideró “derridiano” y que su principal contribución como teórico fue simétrica, pero diferente, a la visión “deconstructiva”, la cual, como se sabe, diluye el “sentido” de los textos en el flujo infinito de las interpretaciones. Bloom se ocupó, en cambio, del flujo de las influencias de unos autores sobre otros, influencias que provienen a menudo de “malas lecturas” de los primeros y que a veces los segundos intentan detener, disimular o racionalizar, y que a menudo transforman de un modo creativo. La lucha de y por las influencias convierte el escenario literario en un espacio de conflicto, en el que se despliegan estrategias y se arman coaliciones, una imagen similar a la del “campo literario” del sociólogo Pierre Bourdieu, con la diferencia de que en este los actores buscan el poder (académico, intelectual, económico), mientras que en el sistema de Bloom tanto los procedimientos como los objetivos son puramente literarios.
Bloom dejó de ser, propiamente hablando, un “teórico” después de la época en que la deconstrucción, pese a sus numerosas subdivisiones, se convirtió en un callejón sin salida, y los académicos desarrollaron un creciente interés por estudiar la literatura desde el punto de vista de la historia intelectual (guiándose por otro filósofo francés, Michael Foucault), y por analizar las instituciones y movimientos culturales en los cuales la obra se produce, método asociado al marxismo y al feminismo. Estas nuevas corrientes no solo no adoptaron el enfoque de búsqueda de “lo sublime”, sino que torpedearon todo el conocimiento crítico que se había erigido sobre este enfoque y aún sobre el de la autonomía del texto, convirtiendo a los grandes nombres de la literatura, a los que Bloom adoraba, en meros resultados de procesos históricos, de determinaciones sociales y de luchas de clases. Cuestionaron, por ejemplo, que el canon de autores clásicos fuera un listado de hombres europeos y estadounidenses, blancos y ricos.
En este punto, Bloom se separó radicalmente de la corriente principal de su profesión, lo que le costó el aislamiento académico; como él mismo reconoció, se convirtió en el único miembro de “su” departamento de literatura: el de crítica según Longino o, mejor dicho, según Bloom. Igual que su héroe crítico, el Dr. Johnson, se consagró a escribir ensayos para el público culto no especializado y, por este medio, defendió brillantemente la posibilidad de “usar la literatura”, es decir, de leer para beneficiarse de sus efectos (programa caro al filósofo pragmatista Richard Rorty). Escribió sobre el “canon occidental”, para defenderlo; sobre la literatura que busca la sabiduría y nos la concede; sobre el mayor clásico, la Biblia, etc. Los lectores se lo reconocieron considerándolo, por su obra ensayística y no por la académica, el mayor crítico existente, igual que, en otro tiempo, había ocurrido con su amado Johnson.