El golpismo como una de las bellas artes
El dinosaurio, señoras y señores de este milenio huérfano, es el viejo renovado golpe de Estado
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, advirtió Augusto Monterroso en 1959. Medio siglo después, más solitario pero igual de torpe y arrogante, el dinosaurio aún está allí. Y el dinosaurio no es Dios. Ni el Leviatán. Tampoco la calle con/sin árboles. No es una oficina o algún partido político.
No es la revuelta. El dinosaurio, señoras y señores de este milenio huérfano, es el viejo-renovado golpe de Estado.
¿Pero acaso no estaba enterrado —¡ah, feo dinosaurio!— en el cementerio de las osamentas de la transición? ¿Se trató entonces de un veranillo, digamos una ficción, solo un paréntesis? ¿Dónde quedaron las democracias electorales supuestamente consolidadas de la región? ¿Se las puede dejar en suspenso? Cuando el 28 de junio de 2009 despertamos (todos fuimos Honduras), el dinosaurio todavía estaba allí…
Y sigue. Tres años después, travestido en insostenible/vertiginoso procedimiento de destitución, el dinosaurio (ora no vista uniforme militar y adopte ropaje institucional) reaparece fresco y altanero. Demasiado fácil: a tenor de pronósticos y evidencia, los poderes fácticos en Paraguay revocan en menos de 30 horas el mandato popular del presidente Lugo. Golpe de Estado exprés con cinismo colorado.
Así las cosas, ¿se está instalando en América Latina una nueva modalidad de golpe de Estado amparado en dudosos “preceptos constitucionales”? Cuando una Corte Suprema o el Parlamento destituyen a un Presidente electo en las urnas, ¿hay un quiebre de la democracia? ¿O se trata solamente de un “bache” temporal (siempre habrá alguien esperando asumir la sucesión presidencial) hasta nuevo aviso? ¿Qué hacer más allá de las declaraciones condenatorias?
A reserva del debate sobre la (in)estabilidad de los regímenes políticos —y hay quienes insisten en “medir” (sic) la calidad de la democracia con base en cuestionarios—, parece importante deliberar acerca de este nuevo golpismo, si acaso, en especial en escenarios de cambio con experimentalismo democrático. Para no quedar paranoicos, digo, cuando se agitan fantasmas; para no pecar de ingenuos, tampoco, cuando se menean sables.
En los últimos días, a propósito del motín policial —verde olvido— (con sus quemas de mierda, con sus demandas legítimas, con sus amenazas y excesos), se renovó la tenaz denuncia de afanes auto/golpistas en Bolivia. Por un lado, historias de complot que daban cuenta de algo inédito: policías armados en las calles e indígenas del TIPNIS a las puertas de la ciudad confabulados para derrocar a Evo. Si hasta parecía sincronizado. Por otro lado, historias de complot que daban cuenta de una curiosa trama: el lado oscuro del Gobierno en acción conjunta con los jefes policiales para crear un ambiente de autogolpe a fin de deslegitimar el arribo de la IX marcha indígena. Y en medio de todo, las organizaciones y movimientos sociales —con desprecio mediático— convocados para la “defensa del proceso de cambio”. Marcha, todo marcha en la sede del Estado Plurinacional.
Demás está decir que el acuerdo in extremis logrado con los amotinados (“movilización policial”, dirá algún reportero radial desde El Picacho), con base en concesiones parciales de corto plazo para un problema estructural irresuelto, puso en evidencia la precariedad de las versiones (auto)golpistas. No fue febrero de 2003, como algunos querían; no estábamos en el temible 2008, como otros temían.
¿Existe el riesgo, al despertar un día cualquiera, de encontrarnos con el dinosaurio instalado en Bolivia? Así planteada, la pregunta puede llevar a confusión o engaño. Quizás sea más apropiado indagar, más allá de reales/imaginarios armazones golpistas, cuánta intensidad-confluencia de conflicto, ese ritual de acción colectiva, puede resistir este Gobierno. ¿Y los que vendrán? ¿Y la democracia? La realidad se puede transformar —dice bien Lec—, pero la ficción “hay que inventarla desde el principio”. Dinosaurios eran los de antes.