Los poetas y sus fanáticos
La literatura, como la política, despierta pasiones que llegan al paroxismo del amor y del odio
La literatura, como la política, despierta pasiones que llegan al paroxismo del amor y del odio, como también a la indiferencia. En la poesía, por ejemplo, existen fanáticos que adoran a sus ídolos, saben todo sobre ellos, han leído todos sus libros, recitan sus versos y están dispuestos a entregar la vida por ellos en enfrentamientos verbales e incluso físicos. Eso lo he constatado en varias ciudades que he visitado y en algunas en las que he vivido.
En Santiago de Chile, los dos Pablos, De Rokha y Neruda, quienes tuvieron furibundos y polémicos cruces de versos, tienen cientos de seguidores que, fieles al ejemplo que les legaron, continúan enfrentándose defendiendo la vida y la obra de sus autores paradigmáticos. Lo mismo sucede con Vicente Huidobro y Nicanor Parra, y —en menor medida— con poetas como Gonzalo Rojas, Jorge Teiller, Raúl Zurita y Eduardo Llanos. En México, la figura mayor sigue siendo Octavio Paz, seguido de Jaime Sabines. En Buenos Aires, no cabe duda que Jorge Luis Borges y Alejandra Pizarnik llevan la delantera. En Lima, pude comprobar que, además, de la sombra olímpica de César Vallejo, aman a Antonio Cisneros. Defenderlos es una cuestión de honor, de honra literaria.
En Bolivia, este extremo solamente se da en la ciudad de La Paz, donde la obra y el recuerdo del poeta Jaime Saenz convocan a un buen número de fanáticos que lo defienden a capa y espada, batiéndose contra cualquier iconoclasta. Acerca de su obra, de su personalidad y de su vida se han escrito bastantes ensayos, novelas, poemas, teatro y se han realizado películas y documentales. Incluso, por los bares y los cafés circula una variada y extraordinaria gama de leyendas urbanas acerca de este enigmático personaje, o poeta maldito, como algunos prefieren clasificarlo. Cierta vez que le hablé sobre este fenómeno a un amigo, me hizo notar que yo también había caído en el sombrío encanto del poeta, escribiéndole un relato en el que narro mi encuentro con el mito paceño.
No sucede lo mismo en otras ciudades de Bolivia. En Santa Cruz de la Sierra, por ejemplo, Raúl Otero Reiche, el más grande poeta cruceño, de reconocida obra, no despierta ese tipo de pasiones, quizá porque su obra fue escrita cuando en la capital cruceña no había el movimiento poético que existe ahora. Los poetas y los lectores cruceños son más democráticos con sus preferencias literarias; y puede que tengan las suyas, tanto a nivel local, nacional e internacional, pero nunca las asumen con fanatismo. Sin desmedro de la obra de poetas influenciados, conscientes o inconscientemente, por otros autores, siento que los poetas que viven en esta ciudad andan más preocupados en sus propios escritos que en el de los demás. No digo que esto sea bueno o malo, simplemente lo siento así y, tal vez, tenga que ver con la ciudad misma, con el desmesurado desarrollo de las últimas décadas que ha convocado a gente de todo el país, convirtiéndola en la urbe más boliviana de Bolivia.