Poder Cebra
¿A qué se debe que dos pequeñas figuras puedan poner orden en ese delirante paisaje?
Eran la ocho de la mañana y entre los hilos de frío que comenzaba a descorrer el sol brillante e inclemente de los cuatro mil metros de altura, un día más de trabajo se afanaba en el punto neurálgico de la enorme avenida con ocho esquinas que rodean la Cruz Papal en la ciudad de El Alto. Justo en el medio, empequeñecidos por el tamaño de la cruz, un varita, una cebra y un semáforo estaban a cargo de ordenar el tráfico.
Si a cualquier hora de cualquier día el tráfico en El Alto es enmarañado y tiene un ritmo demencial, imagínense cómo puede ser un lunes a las ocho de la mañana. Sin embargo, para mi sorpresa, las dos figuras diminutas que danzaban al ritmo de las luces del semáforo, una verde y la otra enfundada en su traje a rayas blanco con negro, lo lograban.
El silbato del varita interpelaba a los conductores que, toreando el semáforo, intentaban meter la trompa más allá de la esquina, mientras que la ágil cebra saltaba gozosamente delante de los minibuses que pretendían parar en plena esquina para bajar o recoger pasajeros, o conduciendo de la mano a transeúntes temerarios que ignoraban olímpicamente las señales del poste, acostumbrados a torear carros y vendedores ambulantes en movimiento. De pronto, se hizo el caos. La cebra había desaparecido momentáneamente (las cebras también mean, supongo) y el varita se hizo invisible o había ido por desayuno. La esquina del orden quedó huérfana y el paso de minibuses y camiones fue creciendo hasta el desborde. El ruido mezclado de motores y bocinazos era frenético.
Me estaba resignando a cerrar los ojos e intentar la aventura de pasar o quedarme definitivamente en el lado de la calle donde la ausencia del varita me había atrapado, cuando divisé a la figura juguetona que volvía al puesto del deber. Con lentitud y a regañadientes los conductores de flotas, colectivos, minibuses, camiones, motociclistas y autos de todo tamaño y color comenzaron a frenar, tosiendo su ronca respiración de gases.
¿A qué se debe que dos pequeñas figuras puedan poner orden en ese delirante paisaje? Quizá se debe a una receta mágica que mezcla control social y un poquito de humor con la necesidad de la gente de cruzar una calle sin morir en el intento. Por cierto, muchos no lo consiguen, El Alto tiene uno de los índices más altos de muerte por accidentes automovilísticos en el país.
La Paz, Cochabamba y Santa Cruz son ciudades contaminadas de ruido, conductores atrabiliarios, motociclistas suicidas y transeúntes desordenados. Las luces de los semáforos son sólo parte del paisaje urbano. Nuestras reglas de tráfico son, en la práctica, una modalidad de la ley del más grande junto con un sálvese quien pueda.
Sin embargo, como la experiencia de esa esquina alteña, una especie de “poder blando” ejercido a dúo entre un agente de tránsito y una o un joven vestidos de cebra logran autoridad y respeto a una norma básica de circulación. Hay otras experiencias institucionales que ejercen, como el modelo de Ombudsman, la llamada “magistratura de la persuasión”. No se necesitan sentencias ni cárceles ni multas. Pero, parece que no lo vemos, seguimos buscando soluciones costosas, estructurales, de todo o nada, que es la mejor manera de resolver… nada. ¿Qué tal si comenzamos multiplicando la experiencia paceña de las cebras con buen humor?