Los territorios de 1904
Una mirada interna es imprescindible para comprender las limi-taciones del proyecto civilizatorio criollo
A fines del siglo XIX y albores del XX, los flamantes Estados nacidos del colapso del imperio español emprendieron una dura brega por definir sus fronteras externas e internas; es decir, ajustar cuentas por territorios con los países vecinos y reducir los espacios de la población indígena, considerada negligente (sic) frente al discurso de progreso de las élites criollas. La historiografía liberal y luego nacionalista construyó la (su) narrativa histórica en torno a la primera de las confrontaciones. Victorias y derrotas sirvieron por igual a la hora de armar el panteón de los héroes y la ritualidad festiva, que organizaba la unidad y la vocación de la nación. La segunda, en cambio, quedó para el olvido de los textos oficiales, salvo por los afectados cuya memoria se construyó sobre el recuerdo del despojo y la humillación de manos oligárquicas.
Las élites chilenas, por ejemplo, que venían de (intentar) someter al pueblo mapuche, hicieron de la guerra con Bolivia y Perú una continuación de esta gesta civilizadora. Como lo ha demostrado fehacientemente la historiadora peruana Carmen Mc Evoy, veían a ambos países con los mismos lentes que usaron para juzgar a sus (sic) indígenas; es decir, como “atrasados” y “barbaros”. La suya era por tanto una “guerra cívica” para llevar las banderas de la modernidad a territorios fuera del arco civilizatorio. Una paradoja en todo caso, puesto que las élites bolivianas social darwinistas también se concebían como portaestandartes de progreso en lucha contra los “incivilizados” indígenas de Occidente y Oriente.
El Tratado de Paz y Amistad, impuesto en 1904 por Chile a Bolivia, contó con la aquiescencia de una parte de esas élites, que depositaron en la ilusoria fuerza de los ferrocarriles y el libre comercio la superación del enclaustramiento geográfico y la pérdida de la costa marítima. En rigor, su disputa por territorio tenía otros adversarios, que no eran chilenos. A sus ojos, la costa del Pacífico lucía demasiado lejana y el desierto estéril.
La verdadera amenaza estaba dentro: indómitos pueblos indígenas que controlaban feraces y abundantes tierras consideradas necesarias para la acumulación primitiva del capital.
Para la oligarquía, definir por la fuerza las fronteras internas, lanzar sobre aymaras, quechuas, mojeños y chiriguanos toda la fuerza de la ley criolla y la fuerza del Ejército, resultaba mucho más perentorio, que evitar las consecuencias nefastas de un tratado que cercenaba a Bolivia miles de kilómetros cuadrados. Lo que perdían allí, parecían pensar, lo recuperarían y ganarían internamente, despojando a los indígenas. Por ejemplo, el presidente y liberal Ismael Montes, el padre del Tratado de 1904, no tuvo reparos de hacerse a la fuerza de tierras aymaras en la península de Taraco, ubicadas sobre otras aguas, las del Titicaca. Muchos otros que aún figuran como prohombres en nuestros textos de historia seguirían sus pasos, convirtiendo a los comunarios en siervos de la gleba. En 1953, volviendo sobre su memoria, los indígenas ajustarían cuentas al son de los pututos.
En otros términos, la crítica al Tratado de 1904, justa y necesaria, no puede hacerse solamente rechazando sus consecuencias externas; una mirada interna luce imprescindible para comprender las limitaciones del proyecto civilizatorio criollo decimonónico.