¿Matar embajadores?
Al final de cuentas, es más saludable expulsar a los embajadores de EEUU que asesinarlos
Al final de cuentas, quizá es más saludable expulsar a los embajadores americanos que asesinarlos. La reciente muerte de Christopher Stevens durante el asalto al Consulado estadounidense en Benghazi (11 Septiembre de 2012) nos confirma esta reflexión.
Repasando el fatal destino de los representantes del Tío Sam en países del tercer mundo, constatamos que hasta el momento son siete quienes no pudieron escapar a un abrupto fin de carrera. La historia contemporánea registra que en 1968, el primero es John Mein (55), cuyo automóvil fue detenido, a las dos de la tarde del 28 de agosto en la Sexta Avenida de Guatemala, por falsos policías que acribillaron de balas al entonces embajador.
Le siguió Cleo Noel Junior (55) el 2 de marzo de 1973 en Khartum, Sudán, cuando, secuestrado durante una recepción en la embajada de Arabia Saudita, horas después fue ejecutado por el grupo Septiembre Negro, pretextando que uno de sus cabecillas presos no fue liberado como se había acordado. El tercero fue Roger Davis (53), quien el 19 de agosto de 1974, estando observando una manifestación contra su embajada, fue ametrallado en su propia ventana, desde un edificio cercano, en Nicosia, Chipre.
Al calor de la guerra civil en Líbano desatada en 1976, un comando del Frente Popular para la liberación de Palestina secuestró en Beirut al flamante embajador Francis Melloy, mientras se dirigía a presentar sus cartas credenciales. Más tarde, su cadáver fue arrojado en una playa cercana.
Posteriormente, en las turbulencias del inestable Afganistán, el 14 de febrero de 1979, Adolph Dubs (59) fue arrestado en su habitación del Kabul Hotel por cuatro militantes de la milicia Setami Milli, disfrazados de policías. En esa época, el país controlado por los soviéticos, decidió no negociar con los terroristas y se irrumpió por asalto el hotel.
Durante el fuego cruzado, el embajador fue liquidado. En cambio, el embajador Arnold Raphael (43), cuando acompañaba en un vuelo oficial al presidente paquistaní Muhammad Zia-ul-haq, compartió el 17 de agosto de 1988, involuntariamente, el magnicidio del controvertido general perpetrado en los cielos de Bahawalpur.
Desde entonces, las embajadas americanas se convirtieron en verdaderas fortalezas inexpugnables, pero lo acontecido en Benghazi venció la seguridad del consulado, poco guarnecido, quizá por no ser considerado un objetivo prioritario.
Sin embargo, no sólo los enviados gringos son objeto de la puntería extremista, pues hasta hoy se mantiene en el misterio la identidad de los verdaderos autores intelectuales de la ejecución del embajador boliviano en Parós, el general Joaquín Zenteno Anaya (55), quien el 11 de mayo de 1976, al salir de su oficina situada en 12 Avenue President Kennedy, a la una de la tarde, fue baleado por un pistolero profesional que, sin prisa, se alejó caminando pausadamente en medio del asombro de los transeúntes que no atinaron reacción alguna.
De acuerdo con la Convención de Viena, que entró en vigencia en 1964, es responsabilidad del gobierno anfitrión proteger la vida de los embajadores extranjeros y la seguridad de los recintos diplomáticos. Pero, factores imponderables, a veces, impiden cumplir ese precepto.