Recuento de daños
El hecho crucial del año pasado fue el fallecimiento de Chavela Vargas, la diva del canto desgarrado.
Fin de año, recuento de daños. Es una costumbre que practico desde hace una década. Estos días recuerdo un cuento de Borges en el que retrata unas aves que construyen su nido al revés y vuelan de espaldas, porque no les interesa saber adónde van sino dónde estuvieron. Por cierto, no es aconsejable seguir este juego excepto para evaluar los meses transcurridos, porque si bien mirar hacia atrás otorga alguna ventaja para “no tropezar en la misma piedra”, corremos el riesgo de caernos en un hoyo.
En esta ocasión, dejo de lado los aspectos positivos de 2012 porque para eso están los voceros oficialistas. Tampoco hago gárgaras con mi bilis porque a eso se dedica la mayoría de los analistas, expertos en predecir catástrofes mientras deshojan el calendario. Mi postura es más compleja porque —a diferencia de los primeros— no presto atención a las “fallas estructurales” ni a las “herencias del pasado”. Tampoco me dedico —a contramano de los segundos— a calcular las distancias entre la cruda realidad y el deber ser, para terminar dando recomendaciones a los gobernantes al estilo de Paolo Coelho o la madre Teresa de Calcuta. Menos mal que este año no tuvimos que soportar aquellas columnas periodísticas en formato de carta dirigidas a Evo Morales, reclamándole porque “no hay (Estado de) derecho”. Algo es algo.
Así las cosas, concentro mi atención en la música, porque la política ingresó en una fase que, al estilo de Sergio Almaraz, podría denominarse: “el tiempo de las cosas pequeñas”. Y el fútbol trajo más sinsabores que alegrías, aunque vale la pena resaltar que Aurora ocupa el segundo lugar (entre los equipos bolivianos) en el ranking de la Conmebol.
Las noticias en el mundo de la música empezaron de la peor manera, porque fuimos sorprendidos en nuestra buena fe. Los augurios eran positivos en diciembre de 2011, porque fuimos gratamente sorprendidos con el anuncio del retiro de Julio Iglesias de la vida artística. En un acto público declaró que era hora de “salirse del escenario” y la mitad del planeta aplaudió su decisión. Pero nuestra alegría duró lo que dura una salva de cohetes, porque en enero de este año, el ídolo (sic) español anunció que grabaría un disco de duetos con cantantes norteamericanos. Por suerte no cumplió su amenaza. Espero que ese aviso sea parte de la estrategia de guerra psíquica impulsada por la Brigada de la Nueva Era de US Army, estupendamente retratada en la película Los hombres que miraban fijamente a las cabras, un agudo filme en el que los soldados iraquíes son torturados con canciones del Oso Barney.
Pero el hecho crucial del año pasado fue el fallecimiento de Chavela Vargas, la diva del canto desgarrado. Como dice la canción, “los mariachis callaron” y todos sus acólitos hicimos un minuto de silencio para escuchar su voz tronando en los cielos, con ese resoplido incorporado en su canto desde que interpretó La llorona en un concierto en Madrid en 1993. Desde entonces, la fotografía de ese concierto, con sus manos en oración, ilustra mis paredes.
Falleció en agosto y atiné a escribir: Se fue Chavela Vargas. Es un decir. Se nos fue yendo sin dolor en el alma, porque ella enfrentó a la señora de la guadaña con los brazos abiertos, enfundada en su poncho rojo y sin vacilar. Diciendo que se dedicaba a leer a los poetas de todas partes, ultimadamente a Federico García Lorca, a quien le dedicó su último disco (La luna grande) y con quien charlaba como si tal cosa, precisamente en las noches de luna llena. Porque decía que hablar con ese poeta, charlar con los difuntos en general, le hacía perder el miedo a la muerte. ¿Cuál miedo? Si unos días antes de su fallecimiento, ella contó en una entrevista: “No me preocupa la muerte. Y puede ser algo bellísimo… la cuestión es vivir, como yo he vivido 93 años aquí en la Tierra”.