Sevilla en Semana Santa
Sevilla muestra con orgullo la heredad católica en sus decenas de iglesias, a veces dos en una cuadra
Mientras el flamante Papa pontificaba la aproximación de la Iglesia Católica con los pobres del planeta, centenares de nazarenos agrupados en hermandades varias, ocultos en sus capirotes cónicos y lacónicos, desfilaban en devota procesión, arrastrando sus pies, a veces descalzos, por la calles de Sevilla; cargando cruces unos, velas los otros, ostentando los distintivos de sus respectivas congregaciones. Una enorme multitud cristiana se agolpaba al paso de los creyentes en las aceras, en las plazas y en las ventanas para contemplar a Jesús crucificado en diversas poses y atavíos, montado en monumentales altares movidos por ignotos voluntarios que soportaban sobre sus hombros las toneladas de esas gigantescas estructuras.
Los miles de espectadores saludaban con aplausos a la atormentada estatua, y desde algún balcón una voz cantaba las bulerías alusivas a la pasión del Divino Salvador. Todos los días de la semana estaban perfectamente programados, pero la inesperada lluvia no permitió si no el despliegue de la mitad de las parroquias inscritas.
Curiosa contradicción entre las humildes intenciones del papa Francisco y la reafirmación de esa liturgia sevillana, donde la ostentación del oro brillaba en los altares callejeros, mostrando el poderío económico de la Iglesia Católica, el oropel inalcanzable para los fieles menesterosos aquí en la Tierra como en el cielo, donde las proletarias contemplan envidiosas a ajadas damas cubiertas de filigrana en las graciosas mantillas de altas tocas. Todos vestidos de negro, simbolizaban su duelo por la efímera muerte de Cristo. ¿Dolor y arrepentimiento sincero o sólo costumbre tradicional?
Pero una vez pasados los siete días de fiesta religiosa, las calles sevillanas recuperan su esplendor histórico, para lucir, ante la masiva concentración turística, sus monumentos fastuosos, las edificaciones que desde la dominación morisca se erigieron en la ciudad amurallada; la majestad del Alcázar y sus jardines en laberinto; la belleza de la Plaza de Santa Cruz, todavía con el perfume de nardos y azucenas que aspiraba García Lorca; las aguas del Guadalquivir surgiendo silenciosas; aquella antigua fábrica de tabacos, donde trabajaba la Carmen de Bizet; la judería transformada ahora en un complejo hotelero moderno por dentro, pero conservando su estructura del siglo XVI; el teatro de la Maestranza y más cerca la monumental plaza de toros de igual nombre.
En la otra ribera del río, el barrio de Triana nos recuerda canciones de épocas románticas y esos innumerables tablados que regalan cada noche los clásicos repiques de tacones al compás de castañuelas en manos de las majas. Sevilla muestra con orgullo la heredad católica en sus decenas de iglesias, a veces dos en la misma cuadra.
Cuánto se puede aprender para administrar una ciudad, preservando el patrimonio histórico-cultural y a la vez ofreciendo a sus habitantes un transporte urbano de óptima eficiencia, complejos residenciales fuera del casco central, armonía de colores en las fachadas de las casas y negocios turísticos armónicos con el entorno andaluz.
Todo ello rodeado de la leyenda musical y poética del Barbero de Sevilla, de Don Juan, y además de la tumba de Colón, en la gigantesca catedral de tantos estilos sobrepuestos. Sevilla es el imaginario español que más se asemeja al sueño ibérico de los indoamericanos, y la puerta insoslayable de entrada al Viejo Mundo, lamentablemente, cada vez menos viejo.