El pecado original
El poder o el dinero, que van generalmente juntos, han convertido a muchos hombres en soberbios
En los primeros años de mi niñez, cuando comenzaba a conocer el mundo y mis padres me conducían hacia la religión católica, uno de los temas que no podía comprender era el pecado original. Busqué una explicación en la Biblia, y en mi ingenuidad llegué a pensar que el pecado original era la desnudez. Pasaron varios años y, a pesar de mis esfuerzos, no lograba encontrar una explicación que me llenara; incluso la interpretación calvinista, que racionalmente se podría decir que guarda coherencia, definitivamente no era la explicación que yo buscaba.
Fue la Divina Providencia que hizo que conociera a un teósofo vinculado al Opus Dei, quien, de manera paciente, en largas charlas en la biblioteca de su casa, logró que entendiera muchas cosas que probablemente solo no hubiese logrado entenderlas. Entre ellas, que el pecado original es la soberbia. Debo destacar que, con base en esas fructíferas charlas, incorporé el pecado original como parte de mi dogma de fe, aunque confieso que su interpretación podría estar en el campo de lo opinable.
Considero que uno de los pilares fundamentales de la cristiandad está en el mensaje de sencillez y humildad que nos legó Jesús; no por otra razón los primeros seguidores de sus enseñanzas se llamaron crestianos y no cristianos como nos denominados ahora, es decir seguidores de Chrestos o buen hombre, bueno en el sentido de simple, sencillo, íntegro. La soberbia, por el contrario, como lo destacó el entonces cardenal Bergoglio, ahora papa Francisco, es uno de los defectos más indignantes o, para mayor claridad, cuando en su homilía que dio inicio a su pontificado textualmente dejó dicho: “Recordemos que el odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida”.
“La soberbia no es grandeza sino hinchazón y lo que está hinchado parece grande pero no está sano”, dice San Agustín. Así, la soberbia es el afán de los espíritus mezquinos de mostrarse por encima de lo que son, el afán de presentarse como los dueños de la verdad, como aquellos que pueden decidir sobre las acciones de los otros e incluso sobre lo que los otros deben decir o pensar.
He tenido la mala suerte de conocer muchos hombres envilecidos por la soberbia, como también tuve la dicha de conocer hombres íntegros, sencillos y humildes. Entre estos últimos están los más inteligentes, corroborando la existencia de una relación directa entre inteligencia y sencillez. Por el contrario, he visto cómo el poder o el dinero, que en realidad van generalmente juntos, han convertido a muchos hombres en soberbios, y que la soberbia los ha vuelto necios.