¿Te ayudo a matar?
¿Cuánta de la violencia que estamos viviendo tiene que ver con los videojuegos?
Acercáte y reventale!… escupí… escupí… (falla la ametralladora en el blanco). ¡Qué gil eres!… Te ayudo a matar si quieres”. Parece el diálogo de dos sicarios acostumbrados a matar. Uno dirige, él otro empuña el arma y dispara a diestra y siniestra. Se mueven en las sombras de un café internet en Chilimarka (Cochabamba) a la 12.45 de un jueves ordinario. No son dos sicarios, son dos niños, ambos tienen ocho años y no son los únicos. Acudí a ese internet ubicado en medio de una calle sin acera, llena de tierra, donde se escuchan a las gallinas en los patios vecinos y el gruñido de chanchos criados en pequeños lodazales al interior de terrenos con sembradíos de choclos y flores. El internet estaba repleto, sus usuarios no pasaban de los 12 años, todos eran varones.
En un espacio donde apenas entran nueve computadoras con sus respectivas sillas, están sentados diez niños, todos jugando con videojuegos en los que la perfección de los personajes hace que se confundan los modernos dibujos animados con actores de carne y hueso. La urgencia de enviar un trabajo sobre soberanía alimentaria me hizo entrar a ese lugar, sentarme frente a la máquina Nº 5, introducir el flash con la información y en un minuto darme cuenta de que estaba en pleno campo de batalla rodeada de expertos en violencia virtual y buenos aprendices de violencia real. Ninguno era más alto que yo.
Algo similar me pasó en San José de La Guardia, Santa Cruz, cuando en el descanso de un taller de vocería con mujeres productoras de Porongo y La Guardia tuve que enviar mi columna al periódico La Razón. Esa vez no sé si entré al café internet o si salí de la calle porque el piso era de tierra en ambos sitios, la diferencia la hacían las paredes donde estaban enchufadas unas diez computadoras. En la entrada las gallinas cacareaban a su gusto, dos perros dormían a pierna suelta a media mañana. Adentro, en la oscuridad formada por un techo de palma, los peladingos estaban en plena matanza. ¿Cómo se llaman sus juegos?, quise saber y en confuso inglés me dijeron “Spitter” unos y “Smoker” otros. Allí también uno le ofreció ayuda al otro para matar. ¿Quiénes son los malos?, pregunté, “depende”, fue la respuesta.
Cuando quise saber más sobre Spitter me encontré con esta frase: “La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es estadística”. Vista de esa manera, la lección es simple, si matas una vez te sentirás culpable, para quitar esa culpa mata incontables veces. ¿Cuánta de la violencia que estamos viviendo tiene que ver con las horas que pasan niños y adolescentes aprendiendo a matar frente a los videojuegos? No podemos impedir que los niños y adolescentes jueguen, ya es imparable su relación con la computadora. ¿Podemos formar criterio? ¿Es posible que distingan el bien del mal?