Democracia criollizada
Las élites han adecuado la democracia a la embrollosa realidad boliviana, generando su criollización
El 10 de octubre de 1982, Bolivia inaugura formalmente uno de los ciclos democráticos más largos que le está tocando vivir. Sin embargo, esta regularidad democrática no ha estado definida por un modelo político adecuado al ideal de esa forma de gobierno; más bien, las élites han adecuado la democracia a la embrollosa realidad boliviana, generando su criollización, pero sin contradecir su sustento fundamental: el mecanismo electoral.
Ello ha sido así, porque las élites nunca dejaron de tener incidencia en el funcionamiento de la democracia, pues incluso el proceso de transición, como muchos lo han dicho, dependió fundamentalmente de un arreglo entre las élites. Esto supuso el desplazamiento de otros ideales democráticos, especialmente de las organizaciones populares encabezadas en ese entonces por la poderosa Central Obrera Boliviana. Pero la fuerza de esas organizaciones, cuyo poder podía ser referido por la posición de vanguardia que llegó a (re)asumir la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, obligó, en el periodo postransición, a la readecuación de la democracia con justicia social de origen postrevolucionario, cuya característica era su sentido corporativo dada la fuerza de las organizaciones laborales. Sin embargo, la supuesta perversión de esa democracia había “obligado” a las Fuerzas Armadas a cortarla de tajo, por petición de fuerzas extranjeras.
Pero la ruinosa situación que el gobierno de la Unidad Democrática y Popular heredó impidió la sostenibilidad de la democracia con justicia social, pues en medio de una devastadora crisis económica esa forma de gobierno parecía caerse a pedazos con cada acción del gobierno. Ante esta situación, tras bambalinas, los Chicago Boys criollos fueron planificando la adecuación de la democracia a las implacables fuerzas del mercado. El resultado de ello fue la imposición del modelo neoliberal y la constitución de una democracia de mercado a gusto de las élites empresariales, las cuales además pasaron a ocupar el Estado, previo recorte inconstitucional de mandato “a nombre de la democracia”.
La desestructuración de las clases sociales, la constitución del ciudadano como consumidor y el ultradebilitamiento de la COB caracterizaron a aquella democracia de mercado a la boliviana, ante cuya fragmentada realidad, visible a través de un sistema multipartidista y polarizado, las élites idearon la forma de controlar el voto mediante el pactismo y la construcción de mayorías artificiales. Fue así como la democracia pactada entró en escena. Tras haber facilitado la rotación de las mismas élites en el poder por 20 años, el carácter excluyente y autoritario de los agentes de esa democracia determinó su agotamiento. Pero la resistencia de las élites a las exigencias de cambio definió el trágico fin de la democracia pactada, por los más de 120 muertos sobre los que colapsó.
Las élites de hoy buscan también (re)adecuar la democracia a las condiciones que vive el país desde entonces. Ello consiste en intentar constituir una democracia directa, participativa y comunitaria, adjetivos que siendo contradictorios pretenden justificarla a partir del semicorporativismo generado en el proceso de cambio, pero que no permite ver con claridad la posibilidad de una democracia diferente y menos asociada a los intereses de grupos minúsculos.
A pesar de ello y a pesar de que los procesos electorales determinan sí o sí el real sentido de la democracia, el caso boliviano sugiere que siempre existe un espacio para la innovación política, aunque esta innovación determinada por las élites deja la duda de si la criollización de la democracia sea la más adecuada a su imagen ideal y a nuestra propia y compleja realidad.