Decadencia
En las actuales condiciones, nuestra sociabilidad parece determinada por la ley del más fuerte.
En función de qué aspectos el egoísmo y la insensibilidad determinan la relación con nuestros iguales? ¿Son los bienes y servicios escasos los que configuran un escenario cuya fauna social resulta definida por el “sálvese quien pueda”? ¿Contribuye a esa situación el crecimiento de la población que hace que la escasez de recursos constituya un factor inescapable de un aparente retorno a una condición “salvaje” del ser humano?
La formulación de esas preguntas deriva de la observación y vivencia de un asunto preocupante que lastimosamente parece estar definiendo el sentido de la vida cotidiana en ciertos espacios de la ciudad, en donde la escasez de servicios determina la manifestación de las más aberrantes e irracionales actitudes de los habitantes de esta urbe paradójicamente llamada La Paz. Y es que con el aumento de la población en esta ciudad, que parece nunca haber estado preparada para crecer, el acceso equitativo a los servicios parece constituirse en un ideal cada vez más lejano, ya que, en las actuales condiciones, nuestra sociabilidad parece determinada por la ley del más fuerte, dicho en sentido literal y decadente.
Y el caso del transporte público es en ese sentido uno más de los muchos aspectos que se van develando como problemáticos. Baste referirse aquí a dos situaciones que por chabacanas no parecen ser circunstanciales. Las inmediaciones de la plaza Eguino, sobre todo a partir de las seis de la tarde, constituyen escenarios de apreciación de una conducta innoble de paceños desesperados por abordar un minibús. Pero la dilatada aparición de uno de estos despierta el instinto de cacería entre los desesperados, tanto que al producirse su arremolinamiento en las puertas del vehículo generan atroces escenas de pisoteo de mujeres, niños, personas mayores y de crédulos de su capacidad de resistencia, pero incapaces de soportar el empuje de la ola de voraces usuarios desesperados.
En el ámbito de la identificación de los culpables, resultaría natural demonizar a las autoridades encargadas de normar el transporte público, o a los choferes sin sentido de respeto por los paraderos, pero en esa escena aparecen los propios usuarios como carentes de un sentido de comunidad. Esto porque resulta que el tipo de escenas descritas no sólo parece estar relacionada con la escasez de un bien material, sino también extrañamente de uno inmaterial, pues resulta que en plena Nochebuena, a las puertas de la iglesia de San Francisco y antes de la Misa de Gallo, la gente abarrotada en sus puertas y con sus niños Jesús en la mano se precipitaba a la apertura de los portones a la caza de bendiciones, pisoteando también a personas adultas, mujeres y niños que tuvieron el infortunio de apostarse tempranamente en las puertas del templo. —“¡Pucha, levántense pues!”, fue la reacción del gentío, como en el caso del ejemplo anterior.
El problema, por tanto, es que en un escenario de escasez creciente de bienes y servicios, las normas y los valores que parecen también escasear develan que el respeto a los mismos ya no parecen depender únicamente de organismos dotados de poder coercitivo, sino también del propio sentido de comunidad del ser humano, pero que no parece existir en vista de la carencia de una cultura cívica y de normas de urbanidad que constituyen parte del problema estructural de la pobreza. Lo paradójico es que ese escenario de decadencia se encuentra en las inmediaciones de las instancias desde donde se pregonan cambios y se luchan contra ellos, aunque también parece encontrarse muy lejanamente de los operadores del aparato burocrático y sus agentes, que se relamen los labios con discursos comunitaristas, pero que también aparecen determinados por otro tipo de escasez y otro estado de decadencia.