Elecciones sin emociones
Estamos viviendo un tiempo vacío y homogéneo, el tiempo de la continuidad, no de ruptura.
Alguna vez, analizando la fase final de la Revolución Nacional, el escritor Sergio Almaraz señaló: “es el tiempo de las cosas pequeñas”. Habían pasado 12 años desde la insurrección de 1952 y las medidas gubernamentales eran cada vez más prosaicas y el MNR estaba dividido en múltiples fracciones. Entonces, en noviembre de 1964, se produjo la reacción “termidoriana” con el golpe de Estado encabezado por el Gral. Barrientos con apoyo de una coalición de enemigos de Víctor Paz. Cincuenta años después, el país vive situación análoga respecto al carácter que presenta la política, pero por razones muy diferentes. Me refiero a las cosas pequeñas, no a la atmósfera golpista, obviamente. No asistimos a la declinación del “proceso de cambio”. Al contrario, el proyecto oficialista se caracteriza por su fortaleza y vigor. Tampoco existen señales de conformación de una coalición que dispute la supremacía del MAS. El periodo preelectoral fue un momento propicio para el logro de ese cometido, pero ninguno de los intentos de alianza se concretó y los partidos de oposición terminaron conformando binomios sin sorpresa. En todo caso, menos sorprendente es el binomio oficialista, cuya continuidad es un hecho destacable porque rompió cualquier récord de permanencia y ratifica que no existen fisuras en el MAS que pongan en cuestión el liderazgo de Evo Morales.
El proceso electoral está teñido de relativa trivialidad si consideramos las anteriores elecciones, que pusieron en debate asuntos tan serios como la vigencia del neoliberalismo, la refundación del país, la profundización democrática, la descentralización con autonomías, la legitimidad del orden constitucional y cosas por el estilo. En la actualidad, los temas de la agenda electoral se refieren a la gestión pública, administración del crecimiento económico, uso de excedente estatal mediante políticas sociales e inversión productiva. Es decir, predomina la certidumbre programática y, en ese panorama, el MAS ocupa el centro de la escena política sin contratiempos. Las críticas al autoritarismo y la ausencia de un Estado de derecho no parecen interesar demasiado a la opinión pública, que concentra sus preferencias en el mantenimiento de la estabilidad económica y no se interroga sobre la calidad de la democracia. Por eso las encuestas dicen lo que dicen y la orientación de las preferencias electorales no muestra sorpresas en la opción presidencial.
Algunos candidatos añoran las grandes batallas y montan en un corcel al estilo del Cid Campeador, pero se trata de un testimonialismo anacrónico porque no hay materia para la polarización. ¿Insistir en la contradicción entre República y Estado Plurinacional o entre Estado laico y mayoría católica tiene algún sentido en esta fase del “proceso de cambio”? ¿Tiene pertinencia negar los logros económicos del Gobierno y relativizar los avances democráticos? El candidato del Partido Demócrata Cristiano (PDC) se aferra a esos temas para subir en las encuestas y logra su propósito apelando al voto de los sectores conservadores, aquellos anclados en un antievismo a ultranza. Un efecto probable —no deseado— del desempeño de Jorge Quiroga es que otros candidatos de oposición opten por radicalizar sus discursos y propuestas, cuando la lógica aconseja que avancen hacia el centro para disputar con el MAS el apoyo del votante medio. Y para ello deben discutir, precisamente, sobre las cosas pequeñas. No existe otra estrategia racional para los partidos si quieren pervivir con miras a 2019, porque —como diría Walter Benjamín— estamos viviendo un tiempo vacío y homogéneo, el tiempo de la continuidad, no de inflexión ni ruptura.