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Tuesday 30 Apr 2024 | Actualizado a 22:56 PM

‘Yo sé leer’: vida y muerte en Guerrero

Todos los movimientos insurgentes de la región  han surgido después de matanzas

/ 2 de noviembre de 2014 / 04:00

El pasado 17 de octubre el cadáver de Margarita Santizo fue velado en la calle Bucareli de la Ciudad de México, frente a la Secretaría de Gobernación. Así se cumplía la última voluntad de la difunta, que había buscado sin éxito a su hijo desaparecido. La escena sirve de alegoría para un país donde la política amenaza con transformarse en un rito funerario.

La espiral de violencia alcanzó un grado superior el 26 de septiembre con el asesinato de seis jóvenes y el secuestro posterior de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa. Ese día me encontraba en la Universidad Autónoma Guerrero para dar una conferencia sobre José Revueltas. Mi anfitrión era un alto funcionario de la universidad que en su juventud perteneció a la guerrilla de Lucio Cabañas. Hablamos del escritor comunista tantas veces encarcelado por sus ideas. Esto permitió que el académico repasara su propia trayectoria: “Lucio Cabañas me salvó la vida”, comentó con una peculiar mezcla de admiración y tristeza: “Me obligó a bajar de la sierra antes de que mataran a su gente: ‘No tienes aspecto de campesino’, me dijo: ‘Si te encuentran acá, no podrás decir que andabas sembrando; tienes que continuar la lucha donde vales más: el salón de clases”.

La exigencia del guerrillero significó la pérdida de una ilusión. Al mismo tiempo, el solitario camino de regreso a la vida civil permitió que un luchador social siguiera con vida.

La gran paradoja del Estado de Guerrero es que ser maestro también es un oficio de alto riesgo. Cabañas nació en un pueblo que refutaba su nombre (El Porvenir) y se dedicó a la enseñanza primaria. Muy pronto descubrió que era imposible educar a niños que no podían comer. Al igual que otro maestro, Genaro Vázquez, creó un movimiento para mejorar la vida de sus alumnos y se topó con la cerrazón oficial. Con el tiempo, quienes enseñaban a leer radicalizaron sus métodos de lucha.

La cultura de la letra ha sido un desafío en una zona que dirime discrepancias a balazos. En los años 60, dos terceras partes de los pobladores de Guerrero eran analfabetas. La Normal de Ayotzinapa surgió para mitigar ese rezago, pero no pudo ser ajena a males mayores: la desigualdad social, el poder de los caciques, la corrupción del gobierno local, la represión como única respuesta al descontento, la impunidad policiaca y la creciente injerencia del narcotráfico. Esas lacras no son ajenas a otras partes del país. La peculiaridad de Guerrero es que el oprobio ha sido continuamente impugnado por movimientos populares.

En México armado, libro fundamental para entender este conflicto, Laura Castellanos narra el tránsito de los maestros a la guerrilla. Genaro Vázquez fundó una Asociación Cívica que recibió el repudio de las autoridades y el mote despectivo de “Civicolocos”. Por su parte, Lucio Cabañas creó el Partido de los Pobres, pero no logró incidir en la política local. El Gobierno ofreció a los cabecillas dinero y puestos políticos (en Guerrero, suelen ser sinónimos). Los líderes rechazaron esa salida “negociada” y optaron por un camino sin retorno en la montaña.

La salvaje represión de la guerrilla se conoció con el redundante eufemismo de “guerra sucia”. Después de la muerte de Cabañas, hubo 173 desaparecidos. Castellanos cuenta la historia de la base aérea en Pie de la Cuesta, Acapulco, donde los aviones despegaban para arrojar disidentes al océano, inclemente recurso que también usarían las dictaduras de Chile y Argentina. En los años 70, durante la presidencia de Luis Echeverría, México fue el país esquizoide que daba asilo a perseguidos políticos de Sudamérica y sepultaba a sus inconformes en altamar.

Hablábamos en Acapulco de José Revueltas y Lucio Cabañas cuando supimos que seis jóvenes habían sido asesinados en el municipio de Iguala. Esta noticia del infierno venía agravada por una certeza: el horror no era nuevo; llegaba de muy lejos. En Guerrero, la violencia ha sido sistemáticamente alimentada por las masacres cometidas por el Ejército y grupos paramilitares. Luis Hernández Navarro, autor de un libro crucial sobre el tema (Hermanos en armas), señala que todos los movimientos insurgentes de la región han surgido después de matanzas (la de Iguala, en 1962, produjo el levantamiento de Genaro Vázquez; la de Atoyac en 1967, el de Lucio Cabañas; la de Aguas Blancas en 1995, el del Ejército Popular Revolucionario).

Cuál será el saldo de 2014? El narcotráfico ha ganado fuerza en la región con la presencia rotativa de los cárteles de La Familia, Nueva Generación, los Beltrán Leyva y Guerreros Unidos. Pero no es la principal causa del deterioro. En ese territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza extrema de la mayoría de la población. La indignante desigualdad social justifica el descontento y explica que muchos no encuentren mejor destino que sembrar marihuana o matar a sueldo.

En 2011, el Partido de la Revolución Democrática llevó a la Gobernación a Ángel Aguirre, quien había pertenecido al PRI y fungido como gobernador interino en 1999, sustituyendo a su jefe, Rubén Figueroa, responsable de la matanza de Aguas Blancas. Su elección fue un giro oportunista para sumar intereses políticos con el engañoso mensaje de una alternancia en el poder. Como los barcos que utilizan la insignia de Panamá, el PRD se ha convertido en una entidad que alquila su bandera. En la búsqueda del poder por el poder mismo, apoyó a un personaje que jamás combatiría la corrupción ni la injusticia. Al amparo de esa gestión, surgieron figuras dignas de Los Soprano, como el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, también del PRD y hoy fugitivo. De manera inverosímil, la cúpula partidista respaldó a Aguirre después de la desaparición de los estudiantes. Solo la presión social llevó a su renuncia, que en modo alguno mitiga el eclipse del “Partido del Sol”.

En la búsqueda de los normalistas desaparecidos se han encontrado fosas con otros muertos. De 2005 a la fecha han aparecido 38 criptas de ese tipo. Excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense. Durante medio siglo, los abusos de las autoridades han sido repudiados por una población pobre pero politizada. La Escuela Normal representa un centro neurálgico de la discrepancia. Conviene recordar que en los años 60 uno de sus activistas se llamaba Lucio Cabañas.

El 26 de septiembre hubo cuatro balaceras distintas y un solo blanco: los jóvenes. Con el apoyo del crimen organizado, el alcalde Abarca sembró el terror para amedrentar a los normalistas que se movilizaban para recordar a las víctimas de la matanza de Tlatelolco. Una vez desatado el mecanismo represivo, también fue acribillado un equipo de fútbol. ¿Su delito? Ser jóvenes; es decir, posibles rebeldes.

“Hay una tensión entre leer y la acción política”, escribe Ricardo Piglia. Interpretar el mundo puede llevar al deseo de transformarlo. En ocasiones, la letra, y la ortografía misma, son un gesto político que desafía un orden bárbaro: “Podríamos hablar de una lectura en situación de peligro. Son siempre situaciones de lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a una vida hostil”, argumenta Piglia en El último lector.

El Che Guevara pasó su última noche en una escuela rural. Ya herido, contempló una frase en la pizarra y dijo a la maestra: “Le falta el acento”.

La frase era “Yo sé leer”. Ya derrotado, el guerrillero volvía a otra forma de corregir la realidad.

Hace años, maestros acorralados por el Gobierno decidieron tomar las armas en Guerrero. Lucio Cabañas decidió salvar a uno de los suyos para que volviera a la enseñanza, instrumento de lucha en un país sin ley.

43 futuros maestros han desaparecido. La dimensión del drama se cifra en una frase que se opone a la impunidad, el oprobio y la injusticia: “Yo sé leer”. El México de las armas teme a quienes enseñan a leer. A ese país le falta el acento. Llegará el momento de ponérselo.

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El mercado de la esperanza

El fútbol internacional se ha visto envuelto en una oleada de escándalos de corrupción.

/ 30 de junio de 2020 / 06:16

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) fue diseñada para garantizar la convivencia pacífica, pero rara vez impide una guerra. La FIFA se concibió para promover el fútbol en forma desinteresada, pero favorece negocios clandestinos. ¿Qué institución pesa más? Un dato revela el estado del mundo: la ONU tiene menos afiliados que la FIFA.

Numerosas formas del comercio prosperan en la ilegalidad, de la piratería al narcotráfico, pasando por las bolsas de valores donde se filtra información privilegiada. Ninguna de esas variantes del abuso depende de la ilusión. En cambio, la economía del fútbol trasvasa la pasión en dinero. Al patear la pelota en nombre de los suyos, los jugadores activan una cadena productiva que va de los derechos de televisión a la venta de refrescos. Miles de intermediarios se benefician del sudor de los héroes, pero algunos se benefician más.

En la oscuridad de un palco, un hombre fuma un puro y hace cálculos. Su relación con el juego es especulativa. Podría dedicarse al tráfico de esclavos o la trata de mujeres, pero desempeña una tarea que llega a prestigiar la venta de personas. Es un directivo. Como miembro de una especie depredadora, no es el único que abusa de los demás. Lo singular es que abusa de sus sueños.

La serie chilena El presidente, estrenada en 2020, aborda el caso de Sergio Jadue, directivo de un modesto club de provincia que llegó a presidir el fútbol chileno y se convirtió en cómplice de Julio Grondona, patriarca del fútbol argentino y vicepresidente de la FIFA. En 2015, la red de estafas y sobornos de la Confederación Sudamericana de Fútbol (CONMEBOL) dio lugar al “FIFA Gate” investigado por el FBI. La serie recrea el backstage del oprobio, los pasillos donde se decide la millonaria feria del balompié.

Conocí a Grondona durante el Mundial de 2006 en Alemania. En el espacio informativo del que yo formaba parte, descollaba Carlos Bianchi, el entrenador que le dio todos los títulos posibles a Boca Juniors y se negó a dirigir la selección albiceleste por discrepancias con el atrabiliario presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA). Grondona visitó nuestro estudio de televisión, vio el asiento vacío de Bianchi y dijo: “Sé que tienen un equipo pesado, en todos los sentidos de la palabra”. El directivo parecía calcado de Los Soprano. Su voz densa, donde se trababan las “erres”, transmitía afecto para los leales y desprecio para los adversarios; soltaba frases discriminatorias (“a los judíos les gustan las cosas difíciles”) y respondía al cargo de mafioso con taimada serenidad: “La indiferencia es la que hace vivir tranquilo”.

En un casting de directivos corruptos, Grondona hubiera sido rechazado por obvio. Otros piratas de las gradas son menos evidentes. El carismático Bernard Tapie fue cantante en los sesenta, participó en política con propuestas progresistas y presidió al Olympique de Marsella. Se conducía con la misma soltura a bordo de un yate, en un restaurante con estrellas Michelin o en un barrio de inmigrantes argelinos. En 1996, el juez Pierre Philipon le dictó orden de aprehensión por cometer un fraude millonario en el traspaso de jugadores.

Dos años después, Francia fue sede del Mundial y Jean-François Nys, profesor de la Universidad de Limoges, escribió: “La masa financiera drenada por el fútbol en el conjunto del planeta, está estimada en 1,5 billones de francos, equivalente al presupuesto de Francia. Esta masa financiera, por sus orígenes múltiples y sus flujos complejos, no siempre es transparente y atrae capitales dudosos, siendo posible que se blanquee dinero ‘negro’”.

No solo las dictaduras aprovechan los beneficios discrecionales del fútbol. Las democracias más desarrolladas han reservado una zona para ejercer la impunidad sin que parezca ilegal. Lo que no se aceptaría en un proceso electoral, se acepta en el deporte organizado, paraíso de la longevidad donde João Havelange gobernó la FIFA durante 24 años, Juan Antonio Samaranch, el Comité Olímpico Internacional por 21 años, y José Sulaimán, el Consejo Mundial de Boxeo durante más de tres décadas.

Aunque no escasean los directivos honestos, los incentivos para la corrupción son difíciles de vencer. El fútbol produce negocios que no lo parecen. La FIFA es una asociación “no lucrativa” que dispone del presupuesto anual de Francia.

El Caso del Cruz Azul o La eterna historia del “ya merito”

En 1964, el Cruz Azul subió a la primera división del fútbol mexicano. El equipo provenía de una cooperativa cementera. Hombre de izquierda, mi padre se entusiasmó con un proyecto donde el proletariado podía anotar goles. Los Cementeros jugaban en Jasso, Hidalgo, a casi noventa kilómetros de la Ciudad de México. Un domingo fuimos a verlos enfrentar al Guadalajara, único equipo sin extranjeros. Para mi padre, ese partido representaba el nacionalismo en la hierba. El pequeño estadio solo tenía una tribuna; más allá del campo, podían verse las casas de los obreros y las instalaciones de la fábrica.

Tiempo después, el Cruz Azul se trasladó a la capital, contrató a cracks indiscutibles (el portero argentino Miguel Marín, el defensa chileno Alberto Quintano, el entrenador mexicano Raúl Cárdenas) y dominó los años setenta con suficiente poderío para merecer otro apodo: La Máquina Celeste. Millones de niños delegaron sus ilusiones en ese club.

Pero al compás de esa historia de éxito, ocurría otra. Desde diciembre de 1953 y hasta 1976, el principal directivo era Guillermo Álvarez Macías, quien promovió el tránsito del ámbito amateur al profesionalismo. En los años setenta, su hijo “Billy” comenzó a despuntar como directivo. Desde entonces, los intereses deportivos de la cooperativa han estado en manos de una familia: los hermanos Guillermo y José Alfredo Álvarez Cuevas y su cuñado, Víctor Garcés Rojo. Lo que mi padre veía como la arcadia del socialismo deportivo se convirtió en el botín de unos cuantos.

Hace unos días fueron bloqueadas las cuentas de “Billy” Álvarez. . La Unidad de Inteligencia Financiera pide que aclare transacciones por cerca de 40 millones de dólares y más de 300 millones de pesos, y ha levantado cargos por lavado de dinero y delincuencia organizada.

El Cruz Azul no obtiene un título desde 1997. Es el “ya merito” de nuestro fútbol; califica a la Liguilla, lo cual garantiza ganancias televisivas, pero pierde de último momento, lo cual justifica la compraventa de jugadores. Por ahí han pasado internacionales como Federico Lussenhoff, el Chelito Delgado, Emanuel Villa y Mauro Camoranesi (campeón mundial con Italia en 2006). Entre los costosos fichajes nacionales se cuentan los de Jared Borgetti, Kikín Fonseca y Paco Palencia. No faltan las contrataciones enigmáticas, como la de Youssouf Fofana, de Costa de Marfil, que llegó al club a los 30 años, en una suerte de prejubilación. Desde que alzó su último trofeo, el club ha contratado a más de cien jugadores y 17 técnicos.

Todo eso se logró con dinero ajeno. Consumado diplomático, “Billy” Álvarez se ha servido de sus impecables modales para especular con los recursos de los cooperativistas sin obtener campeonatos y ha contado con el apoyo otros directivos. Que haya permanecido más de cuatro décadas al frente del club confirma la ausencia de democracia en un deporte donde los atletas tienen fecha de caducidad, pero los presidentes envejecen en un palco.

En 2010, Víctor Garcés fue separado de su cargo como director jurídico del Cruz Azul porque se le vinculó con un desfalco de 400 millones de dólares. Garcés llevaba 22 años en la institución; su proceder no podía ser ignorado en esas oficinas. La cooperativa presentó tres demandas contra la directiva por “robos”, “disposiciones de dineros”, “contratos para favorecer a determinadas personas” y “contrataciones abusivas”. Ese año, tres juzgados fallaron a favor de la cooperativa, pero la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México impidió que las sentencias tuvieran efecto. Esto apunta a una red de sobornos y amenazas, según han denunciado experimentados analistas; entre ellos, Ignacio “el Fantasma” Suárez y Carlos Albert, exjugador del Necaxa. En días recientes, la plataforma Soy Fútbol lanzó una encuesta con la siguiente pregunta: “¿Crees que oculte algo Billy Álvarez?”. El 91 por ciento de los participantes contestaron afirmativamente.

Aunque el Cruz Azul podría desaparecer del fútbol mexicano, lo más probable es que sea rescatado por la Liga Mexicana, refugio de especuladores donde abundan las decisiones cuestionables. Aprovechando la crisis del coronavirus se suspendió el ascenso a primera división para los próximos cinco años. La esperanza de los equipos pobres fue aniquilada en favor de clubes que medran en primera división. En el fútbol mexicano la identidad es una franquicia: los dueños de Monarcas han dado la espalda a la afición de Morelia, que los apoyó durante décadas, y buscan una nueva sede en Mazatlán.

En la última página de En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, el filósofo inglés Simon Critchley, comenta: “Ver un partido de fútbol es contemplar la cara más nauseabunda y aterradora de nuestro mundo. La belleza no es más que el punto de partida del terror”. La frase proviene de un aficionado de hierro que, sin embargo, experimenta una sensación de asco.

De 1996 a 2018, el Cruz Azul jugó en la cancha de la antigua Ciudad de los Deportes. En las taquillas del Estadio Azul prosperaba una peculiar picardía. Mendigos ataviados con la camiseta del equipo pedían limosna para “completar” su boleto. Los hinchas los apoyaban por solidaridad. Pero los pedigüeños no entraban al estadio. Eran aprendices de directivos: recibían dinero sin tener que ver con el deporte.

El fútbol debería dirimirse en las canchas. Por desgracia, los héroes que ejercen la magia en la hierba también son las piezas de otro juego, el especulativo ajedrez que vende y compra sus destinos.

Juan Villoro es escritor y periodista. Su libro más reciente es «El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México”. © 2020 The New York Times Company

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El escritor a prueba

Sergio González vivió para denunciar el oprobio, pero también para abrir espacios de esperanza

/ 16 de abril de 2017 / 13:29

El ameritado corazón de Sergio González Rodríguez dejó de latir el 3 de abril, a los 67 años. En 1992 fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo con El centauro en el paisaje. Doce años más tarde ganó ese certamen con Campo de guerra, un estudio de la militarización de la política mexicana.

Aunque era experto en la relación entre la literatura y el ocultismo, al comenzar el tercer milenio no buscó un acercamiento esotérico a la realidad: la abordó con rabioso y documentado pragmatismo. Su libro Huesos en el desierto fue un recuento pionero de los feminicidios de Ciudad Juárez. El hombre sin cabeza analizó la simbología de la violencia extrema y Los cuarenta y tres de Iguala indagó las causas que llevaron a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Fui testigo de la persecución que González Rodríguez sobrellevó con insólito aplomo. En 2001, cuando investigaba los crímenes de Ciudad Juárez, Roberto Bolaño lo consultaba para escribir “La parte de los crímenes” en su novela 2666. La aportación de Sergio fue tan notable que se convirtió en personaje de la historia. Triangulamos informaciones hasta que Roberto y yo recibimos un extraño mensaje; de pronto apareció un recuadro en la pantalla de nuestras computadoras:

“Usted no está autorizado para leer esto”. El sistema operativo se congeló y solo pudo reactivarse apagando la computadora.

Poco después viajé con Sergio a Alemania para participar en un coloquio en la Casa de las Culturas del Mundo. Al llegar a Frankfurt, él fue detenido y sometido a una agraviante revisión. Ningún otro pasajero fue tratado de ese modo. Él lo atribuyó a que la Policía alemana había recibido un mensaje de las autoridades mexicanas.

De 2004 a 2006, cada vez que nos veíamos en un restaurante, una mesa cercana a la nuestra era ocupada por personas de traje desleído y rostro evaporado, cuya única función parecía ser estar ahí, tomando “nota” de la vida ajena. En alguna ocasión, Sergio les dejó su tarjeta para que le hablaran, ahorrándose la molestia de seguirlo. La recurrente aparición de esos “testigos” impedía atribuirlos al azar. Cumplían un barroco protocolo: se hacían notorios para incomodar, y al mismo tiempo pretendían que no espiaban.

En una ocasión, el novelista Horacio Castellanos Moya, que participó en la guerrilla salvadoreña, llegó con retraso a la mesa donde lo aguardábamos. Se dirigió a nosotros hasta que algo lo hizo cambiar de rumbo y salir del restaurante. Regresó al poco tiempo a explicar que las mesas que flanqueaban la nuestra eran ocupadas por conspicuos interesados en el acontecer ajeno. Había salido a revisar la zona y calcular los alcances del operativo. Buscó una camioneta equipada para registrar conversaciones y no dio con ninguna: “Es un operativo sencillo”, diagnosticó: “Son idiotas, solo quieren que notemos que están aquí”.

Esos burócratas de la vigilancia se convirtieron en una constante hasta que desaparecieron con la arbitrariedad con que habían llegado. A pesar de que en 1999 sufrió un secuestro exprés que le dejó graves lesiones, Sergio indagó la verdad con el temple de un sereno notario de lo real y la ironía de quien vive en un sitio donde el carnaval se confunde con el apocalipsis. No quiso asumirse como víctima e insistió en que la suerte de otros era peor que la suya.

De acuerdo con la ONG Artículo 19, en 2016 hubo 11 asesinatos y 426 agresiones a periodistas en México. González Rodríguez vivió para denunciar el oprobio, pero también para abrir espacios de esperanza. En La ira de México escribe: “Los infiernos terrestres son temporales”. Sus libros, que hoy son espejo del horror, serán en el futuro la historia de lo que nunca debió ocurrir, pero que alguien tuvo la entereza de narrar.

Es escritor mexicano, columnista de El País.

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Carnaval y apocalipsis

Los 15 años de Rubí revelan que México ha cambiado poco desde mediados del siglo XX

/ 1 de marzo de 2017 / 15:17

La desmesurada vida mexicana alterna el Carnaval con el apocalipsis y en ocasiones los combina. De acuerdo con el periódico Reforma, en Navidad hubo 13 ejecuciones. Poco antes, el 20 de diciembre, una explosión en el mercado de cohetes de Tultepec cobró la vida de 33 personas. Si Europa vive bajo la angustia de posibles atentados terroristas, México vive amenazado por sus festejos.

De manera casi inverosímil, el estado de México, al que pertenece Tultepec, cuenta con un Instituto Mexiquense de Pirotecnia. Poco después de la tragedia, “autoridades competentes” (oxímoron perfecto) informaron que harán lo necesario para que se vuelvan a vender los cohetes que de manera tan arraigada pertenecen a la cultura nacional.

Se diría que en México lo que no estalla no causa gracia. Pues bien: este país de excesos ha llevado el delirio de las redes sociales a la realidad. Hace unos meses, Crescencio Ibarra, hombre de pocos recursos del poblado de La Joya, San Luis Potosí, subió al océano digital un video para anunciar los 15 años de su hija Rubí. “Todos están invitados”, dijo con una convicción que se volvería viral. Como los mexicanos somos ociosos crónicos, el convite en una apartada ranchería se convirtió en urgencia nacional. El año más violento en la gestión de Peña Nieto coincidía con la algarabía de su pueblo. Carnaval en el apocalipsis.

En 1948 el filósofo Jorge Portilla comenzó a publicar los ensayos que se reunirían de manera póstuma en 1966 bajo el título de La fenomenología del relajo. Sus reflexiones fueron decisivas para la interpretación que Octavio Paz hace de la fiesta mexicana en El laberinto de la soledad (1950). De acuerdo con Portilla, el mexicano sublima sus quebrantos a través del jolgorio donde se celebra a sí mismo. Una vez juntos, al calor del tequila y los mariachis, olvidamos el motivo cívico o religioso que nos congregó y damos rienda suelta al frenesí. Esta dinámica permite que los “colados” sean protagonistas de una actividad en la que se participa sin otras credenciales que la sed y el entusiasmo.

Los 15 años de Rubí revelan que México ha cambiado poco desde mediados del siglo XX. Veinte mil desconocidos fueron a La Joya a bailar la quebradita y entrarle al mole. El ágape confirmó que nada es más contagioso ni más arriesgado que el desmadre. Hubo carreras de caballos y una persona perdió la vida al ser arrollada.

Numerosos grupos se apuntaron a tocar gratuitamente, el maquillista de Thalía, Anahí y otras luminarias acicaló el rostro de la quinceañera y la compañía Fender le fabricó una guitarra personalizada. Un insólito caudal de dinero y energías demostró que en un país arrasado por la desigualdad y la violencia, el relajo es una tautología: no requiere de otro pretexto para suceder que el ímpetu de que suceda.

En esa aglomeración donde nadie podía temerle al ridículo no faltaron políticos cuya ideología es el folklore. Hilario Ramírez Layín, alcalde de San Blas, Nayarit —que pasó a la fama por declarar que roba “poquito” y aspira a gobernar su estado— regaló un coche a la festejada, que no tiene edad para conducir. Y Juanito, actor en la película Las perfumadas y candidato “fantasma” a la Delegación de Iztapalapa en 2009, se presentó con un listón cherokee en la frente.

No es casual que en un lugar llamado La Joya una chica lleve el nombre de Rubí, aunque quizá la elección no se deba a la geografía sino a una telenovela. Y si a nombres vamos, resulta emblemático que el muerto de la fiesta se apellidara como el presidente. Félix Peña murió entre la felicidad general, en un país sin rumbo, donde el Carnaval no siempre se distingue del apocalipsis.

Es columnista de El País.

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Vida atómica

Nubes color de rosa subieron al cielo y la radioactividad descendió en forma de lluvia.

/ 24 de julio de 2016 / 13:51

En el piso 43 de un edificio de Tokio se ubica el Museo Mori de arte contemporáneo. Ahí vi la instalación Sunrise, de Erika Kobayashi. En un cuarto oscuro, inquietado por repentinos resplandores, se escucha una canción romántica mientras aparecen frases que narran una biografía. Recupero un destino marcado en forma sutil y definitiva por la trama del mundo.

Yoko, madre de Erika, vio la luz dos años y un día después de que la bomba estallara en Nagasaki. A los seis años aprendió a peinarse por su cuenta. En ese momento, un resplandor nuclear emanó del atolón Bikini, en el océano Pacífico. Estados Unidos seguía probando bombas. La radiación alcanzó al barco Lucky Dragon 5; la tripulación enfermó y los atunes (rebautizados como “atunes atómicos”) llegaron al mercado de Tsukiji solo para ser enterrados.

Ella lo supo por un noticiero en blanco y negro que vio en el cine, pero no prestó gran atención porque tejía una bufanda. En marzo de ese año, el Parlamento de Japón aprobó un presupuesto de 235 millones de yenes para desarrollar energía nuclear.

La futura madre de Erika Kobayashi tenía 12 años cuando se emitió un billete de 10.000 yenes con la efigie del príncipe Shotoku, conocido como Ser Divino del País del Sol Naciente. Anheló tener infinidad de esos billetes. Cumplió los 17 cuando Japón inauguró su primera planta nuclear. Su maestra de matemáticas dejó la escuela porque su marido consiguió trabajo en el centro de investigación nuclear de Tokai. Un año después, Yoko concluyó el bachillerato. Las protestas por el tratado de seguridad entre Japón y Estados Unidos estaban en apogeo, pero ella se concentró en graduarse.

A los 20 años consiguió empleo en un banco, se cortó el pelo y usó permanente. Su ilusión de tener en las manos billetes de 10.000 yenes se hizo realidad. Eran billetes del banco, pero pudo contarlos deliciosamente. Ahora el conteo se hace con máquinas; entonces se hacía con mujeres de dedos hábiles. A los 30 años, luego de una década en el banco, contrajo matrimonio, y pronto se convirtió en madre de cuatro niñas. Erika fue la cuarta.

Durante la siguiente década las plantas nucleares se esparcieron por Japón. Cuando Yoko cumplió 40, 35 reactores generaban casi 2,9 millones de kilovatios de electricidad. Las calles se alumbraban con luz nuclear.

Tenía 45 años cuando el banco quebró. Desde hacía tiempo que el príncipe Shotoku había sido sustituido en los billetes de 10.000 por el escritor, filósofo y político Fukuzawa Yukichi.

A los 63 años perdió a su marido y a su madre, y un terremoto sacudió la región de Tohoku, provocando que la planta nuclear de Fukushima estallara con un violento resplandor. Nubes color de rosa subieron al cielo y la radioactividad descendió en forma de lluvia. Yoko contó los billetes de 10.000 que había guardado para los funerales. Lo hizo con lentes oscuros porque una operación de cataratas la volvió intolerante a la luz artificial.

Yoko y sus hijas se reunieron en un café donde la música ambiental era Moonlight Serenade, interpretada por la orquesta de Glenn Miller. Erika se enteró de que en el momento en que la primera bomba atómica era probada en Nuevo México, la radio transmitía esa canción. El otro lado del disco llevaba la canción Sunrise Serenade. La fisión del plutonio genera una temperatura de 66.000 grados, 11 veces más que la superficie del Sol.

Yoko tiene 68 años. Muy pronto, otra de sus hijas será madre. Dentro de unos meses un bebé saldrá del vientre de Erika Kobayashi. Al abrir los ojos, verá el resplandor del Sol.

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Donde rebotan los sueños

La música alude a la adolorida saga de los migrantes, a la tristeza de irse y a la dificultad de volver

/ 17 de julio de 2016 / 05:00

Estuve en domingo en Playas de Tijuana, donde el muro metálico que separa a México de Estados Unidos se hunde en el mar. En esa región de olas altas sería aconsejable tener salvavidas, pero la función de la vigilancia es otra. A través de una reja se ve lo que ocurre más allá de la frontera: una camioneta de la patrulla fronteriza custodia el horizonte, dispuesta a arrestar a quien cruce nadando. Del lado mexicano, la barda ha sido pintada en muchos colores. Un grafiti dice: “Aquí es donde rebotan los sueños”.

Los domingos las familias tienden manteles sobre la arena para compartir bebidas y comida mientras aguardan a los parientes que se acerquen a verlos desde el “otro lado”. Las citas con los seres queridos se celebran con una reja de por medio. El afecto se transmite a través de huecos: un anciano que parece llevar mucho tiempo en California enrolla billetes de dólares para pasárselos a familiares que lo recompensan con música norteña (un intérprete de sombrero toca el bajo sexto y otro el acordeón); una novia en traje de fiesta se protege del sol con una sombrilla y habla en voz baja con el novio que ha llegado a visitarla; un hombre disfruta la cerveza que le ofrecen desde el lado mexicano (no puede tomar del vaso, pero sí del popote que cabe en la reja).

La música alude a la adolorida saga de los migrantes, a la tristeza de irse y a la dificultad de volver. A contrapelo de esas canciones, los adultos comparten anécdotas que desembocan en carcajadas y los niños patean una pelota, usando el muro de portería, o juegan con perros callejeros expertos en recuperar piedras y ramas lanzadas al mar.

La reja es sostenida por pilares que integran murales de dos caras. De lado derecho ofrecen una figura, del izquierdo otra. Al caminar rumbo a la playa, en una sección de la reja, los cantos despliegan una mariposa; al caminar en sentido contrario, despliegan la bandera de EEUU. Un letrero advierte que hay filos cortantes bajo el agua. Más allá, en territorio extranjero, se alza una torre en la que se advierte la inescrutable tecnología de las cámaras, los sensores y los radares. Una costa vigilada donde solo los peces circulan sin visa.

Las planchas de metal oxidado que forman el muro provienen de desechos de guerra. Fueron usadas durante la Operación Tormenta del Desierto y se reciclaron como una instalación para separar a México de Estados Unidos, o para tratar de separarlo. La reunión de domingo demuestra que son muchos los que han cruzado. El muro no se alza como un obstáculo insalvable, sino como un agravio, un símbolo punitivo de los peligros y los castigos que se ciernen sobre quienes buscan la tierra prometida sin documentos en regla. A unos cuantos kilómetros hay trabajos disponibles, pero los protocolos de migración son extraños: hay que superar un safari para llegar a ellos.

Todo es absurdo en ese sitio, comenzando por la paradoja de usar el día libre para encontrarse entre rejas. Sin embargo, el ambiente no es opresivo. A contrapelo del mensaje carcelario del muro, se cumple un domingo feliz en Tijuana. Las lágrimas de emoción, las caricias a través de las rejas y la sincronía de las risas tienen una condición rebelde. No deberían suceder, pero suceden. Lo más sorprendente no es el clima de amenaza, sino que incluso en esas condiciones la dicha sea posible. En el suelo hay un mapa de México. Está muy cerca de donde se junta la gente, pero nadie lo pisa.

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