Terror y otredad
Las redes yihadistas son una reacción salvaje contra esas distorsiones, segregaciones y humillaciones
En 2007, el antropólogo mexicano Roger Bartra escribió que “El siglo XXI nace en Occidente bajo los signos del terror y la otredad (…) una pareja inseparable de nuestra cultura”. Los recientes asesinatos de París, un ataque mortífero a uno de los núcleos simbólicos de la cultura política francesa, no solamente han confirmado esa intuición, la han agigantado y actualizado, pero sobre todo han mostrado esos hechos la enorme complejidad de las relaciones entre la violencia y los imaginarios religiosos, culturales y políticos en Occidente.
Ese enredado teatro político parece estar moldeado por dos poderosos acontecimientos: los límites de las políticas de integración europea (incluso puede hablarse de su fracaso) y la irrupción homicida de los fundamentalismos musulmanes.
Primero, y más allá de las diferencias formales entre los modelos “asimilacionista” y multiculturalista, las políticas de integración de las poblaciones migrantes reconocen que la democracia está fundada en la igualdad de todos los hombres, sin importar sus creencias religiosas ni orígenes étnicos. Todos los individuos pueden incorporarse plenamente a la sociedad, al mundo del trabajo, siempre que interioricen las normas y los hábitos cotidianos; todos pueden participar en las instituciones públicas y reclamar los mismos derechos. Aún más, ellas reconocen el respeto de las identidades particulares, aunque limitan su expresión colectiva en el espacio público.
No obstante, a pesar de su poderosa retórica, estas políticas no han resuelto situaciones lacerantes de discriminación y desigualdad con relación a los migrantes, particularmente entre grupos que provienen del Maghreb y del África subsahariana, y que se objetivan en la segregación espacial, en las enormes diferencias escolares y en la desigualdad en el acceso a fuentes de trabajo. Por supuesto, las tasas de delincuencia son mayores entre esos segmentos sociales y no es nada casual que la determinación homicida de los Kouachi y los Coulibaly se haya forjado precisamente en las prisiones.
Segundo, las redes yihadistas constituyen una reacción desesperada y salvaje contra esas distorsiones, segregaciones y humillaciones. Pero entiendo que el fundamentalismo es una anomalía y no una regla; las invocaciones a la muerte de los infieles, a la guerra santa, no están prescritas irrevocablemente por el Corán, ellas son un producto de las interpretaciones de los grupos radicales, cebadas por las guerras en Medio Oriente. De hecho esta violencia simbólica y real está dirigida en contra de la mayoría de los propios musulmanes.
Sin embargo la adopción de políticas más realistas y tolerantes de integración en Europa, algo deseable y urgente, no será un remedio eficaz si, como lo destacó Etienne Balibar, no son respondidas por los propios musulmanes con una reforma del “sentido común” de su religión, apartándola del fundamentalismo. Solo esa combinación podrá disociar las bodas entre otredad y terror.