La marcha hacia el mar
Las columnas escolares con vistosos uniformes militares eran el vivo retrato del porvenir patrio
Desde tempranas horas ocupé un espacio frente a la tribuna oficial erigida en la plaza Abaroa para presenciar el desfile cívico convocado para celebrar el Día del Mar. Mientras soldaditos empaquetados en blanco inmaculado jugando a marineros preparaban tarimas, alfombras rojas y barreras para impedir el ingreso de curiosos, me vino a la memoria la conmemoración de igual jornada patriótica el 23 de marzo de 1952, cuando el altar estaba ocupado por el general Hugo Ballivián y los miembros de la Junta Militar que usurpó el poder, desconociendo el voto popular expresado en las urnas.
Entonces, junto a mis compañeros estudiantes de secundaria, también desfilamos vivando a Abaroa y maldiciendo a los militares. Al pasar por la testera gubernamental, volvimos la espalda y mostramos ostensiblemente el culo a los usurpadores. A la vuelta de la esquina una feroz paliza corrigió nuestra irreverencia. Sin embargo, a las dos semanas, el 9 de abril nos reivindicó.
Otros “días del mar” siguieron año tras año sin que el pueblo olvide a sus héroes y marche sin saber a dónde va, pero con la convicción que alguna vez llegará. En cambio hoy un sol ardiente de optimismo acogió a los marchistas henchidos de esperanza en que la justicia internacional aproxime a Bolivia a las aguas del Pacífico. Recuerdos y reflexiones alimentaban mi pupila para observar a los de arriba y a los de abajo. Legiones de burócratas de la administración pública, vestidos de luto algunos y de azul los más, me impresionaron por su número y por la inventiva de crear empresas estatales de dudosa utilidad. Varias se ocupaban, según sus carteles, de “desarrollo productivo” o de “seguridad alimentaria”, sin que aparezca el Fondo Indígena por explicable pudor.
Si antes, en el apogeo de la Revolución Nacional, los empleados públicos levantaban airosos la “V”, ahora noté que muy pocos mostraban el puño izquierdo en alto y algunos lo hacían solo a la altura de sus caderas. La mayor parte soslayaba la consigna, blandiendo banderitas tricolores o azules. Más de 30 años sin golpear, los institutos militares prefirieron aprender a marchar y, en verdad, lo hacen bien, aunque muchos no siguieron la advertencia presidencial de acudir al gimnasio, porque tenían tantas medallas como protuberancias abdominales. No obstante, las señoritas cadetes o dragoneantes se esmeraban por sobresalir entre sus pares.
El presidente Evo, cuyo discurso de sólidos argumentos reivindicacionistas fue aplaudido, al cabo de una hora de estimular a los marchistas abandonó el balcón, dejando su lugar al segundo mandatario, quien erecto como buen bolchevique soportó estoicamente las cuatro horas que duró la festividad, acompañado de la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú.
Fue una nota simpática la aparición de un batallón de payasos, quienes, con sus piruetas, parecían parodiar a parlamentarios habituados a brincar de uno a otro partido.
Casi al cerrar el acto, las columnas escolares con vistosos uniformes militares y sonoras bandas eran el vivo retrato del porvenir patrio, alerta ante cualquier zarpazo que atente nuevamente la integridad territorial. Esa fresca presencia juvenil, el entusiasmo de participantes y circundantes en esa procesión cívica, me llevó a pensar que quienes están a cargo del pleito que se ventila en La Haya están en la obligación de hacer un máximo uso de sus capacidades y habilidades, para vencer esa prueba, dejando de lado particularismos parroquiales y aceptando el aporte de todo boliviano que pueda contribuir al triunfo de esa justa cruzada nacional.