La matanza de Iguala
Las investigaciones independientes son esenciales en la lucha contra el crimen organizado
La noche del 26 de septiembre de 2014, cerca de 60 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa se dirigieron a la central de autobuses de Iguala, estado de Guerrero (México), con el propósito de apoderarse de varios buses que les permitiesen viajar a la Ciudad de México y así poder participar en los actos en memoria de la matanza estudiantil de Tlatelolco de 1968.
Ese fue el inicio de una tragedia de grandes proporciones que hoy, un año después, sigue abierta, y que se ha constituido en símbolo de la barbarie y el descontrol que atraviesa el Estado mexicano, como consecuencia del tráfico de drogas y la corrupción. De regreso al 26 de septiembre de 2014, poco después de salir de la central de buses, los normalistas fueron interceptados y acribillados por la Policía Municipal. El saldo de ese ataque fueron tres fallecidos y cuatro heridos de gravedad. Casi de manera simultánea, a pocos kilómetros, otro autobús que transportaba al equipo de fútbol los Avispones de Chilpancingo también recibió una lluvia de balas disparadas por policías, lo que causó la muerte de uno de los jugadores.
Según la investigación oficial elaborada por la Fiscalía, los sobrevivientes del primer ataque, 43 normalistas, fueron secuestrados por la Policía Municipal y entregados a sicarios del cartel local, Guerreros Unidos, quienes los habrían asesinado y luego incinerado, esparciendo posteriormente sus restos. La matanza, siempre según la misma fuente, habría sido ordenada por el entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, en complicidad con el titular de la Seguridad Pública municipal, Felipe Flores, como una suerte de escarmiento por haber desafiado su autoridad y el orden establecido en el estado de Guerrero por los narcotraficantes, en concomitancia con la Policía local.
Sin embargo, un reciente informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha aportado nuevos elementos que han puesto en duda la idoneidad de la investigación oficial; por caso, la existencia de un quinto bus robado por los estudiantes que supuestamente contenía una gran cantidad de heroína que debía ser vendida en Chicago, lo que explicaría la brutalidad del ataque y el gran nivel de violencia desatado. Como es de suponer, estos nuevos datos han puesto contra las cuerdas a las autoridades mexicanas, sobre todo porque la Fiscalía jamás mencionó la posibilidad de un quinto bus acondicionado para transportar heroína; omisión que naturalmente ha generado sospechas entre propios y extraños.
En cualquier caso, resulta positivo que el Gobierno azteca esté dispuesto a que organismos internacionales como la CIDH realicen investigaciones independientes, algo fundamental para la lucha contra el crimen organizado, que siempre busca tejer vínculos con las esferas de poder y corromper a las autoridades.