Ha sido muy triste observar las recientes controversias que se llevaron a cabo en diferentes recintos universitarios de Estados Unidos, desde Yale hasta la Universidad de Missouri. Estos encuentros revelan un país de abismos sociales en el cual los grupos étnicos y raciales ven, experimentan y hablan del mundo de una manera muy diferente. Encuentro duro comentar con confianza acerca de qué disparó el escándalo entre tantos estudiantes de minorías étnicas.

Cada video sobre nuevas humillaciones contra afroamericanos debería hacernos tomar una pausa y reconocer que todavía hay en Estados Unidos un gran problema sobre racismo sin resolver. Mi preocupación es que el remedio para ello, al menos en los campus universitarios, sea una mayor segregación.

Durante las últimas cuatro décadas, cada vez que las universidades han enfrentado quejas por asuntos de exclusión o racismo (a menudo verdaderas), la solución propuesta y casi siempre aceptada ha sido crear más programas, asociaciones y cursos para los estudiantes de minorías. Esto es comprensible, dado que esos grupos han sido históricamente ignorados, menospreciados y degradados. Pero, ¿está funcionando o están empeorando las cosas?

Un estudio empírico liderado por James Sidanius, psicólogo de Harvard (quien es afroamericano) concluyó que “no hubo indicación alguna de que las experiencias en estas organizaciones (…) étnicamente orientadas hayan aumentado el sentimiento de identidad común de los estudiantes con miembros de otros grupos o su sentimiento de pertenencia a una comunidad universitaria más amplia. Además, la evidencia sugirió que la membrecía en las organizaciones de los estudiantes étnicamente orientadas en realidad aumentó la percepción de que los grupos étnicos están encerrados en una competencia de suma cero entre ellos y en el sentimiento de victimización en virtud del grupo étnico de cada uno”.

Los programas académicos creados y expandidos también refuerzan sentimientos de separación. Una vez más había una necesidad de una mayor atención a varias áreas de estudio y se ha producido una erudición extraordinaria en estos campos. Sin embargo, el efecto acumulativo es el señalado en un ensayo para el New York Review of Books en 2010 por un experto distinguido, Tony Judt. “Actualmente los estudiantes universitarios pueden seleccionar a partir de una gran extensión de estudios de identidad: estudios de género, estudios de la mujer, estudios americanos-asiáticos-pacíficos, y docenas de otros”, señaló. “La deficiencia de todos estos programas para universitarios no es que se concentren en una minoría étnica o geográfica dada, sino que alientan a los miembros de esa minoría a estudiarse a sí mismos, por ende, se niega de manera simultánea los objetivos de una educación liberal y se refuerzan las mentalidades sectarias y de gueto que justamente intentan socavar. Con demasiada frecuencia esos programas son planes de creación de empleo para sus beneficiados y el interés exterior es activamente desalentado. Los negros estudian a los negros, los homosexuales estudian a los homosexuales, etcétera”.

Existe una percepción incrementada en los recintos universitarios respecto a que hay un grupo de estudiantes que poseen administradores, clubes sociales y cursos específicamente para ellos. Esto no ayuda a las minorías. Tal como escribió el presidente de la Corte Suprema Earl Warren en 1954, en palabras que intentaban cambiar a Estados Unidos, “La división es intrínsecamente desigual”.

Es bueno tener en cuenta que la segregación en los recintos universitarios es simplemente un reflejo de la segregación creciente en la sociedad estadounidense. Cada vez más la gente vive en medio de otros de la misma clase socioeconómica, orientación política y raza. De hecho, debido a las políticas de ayuda financiera generosas de varias escuelas de élite, los campus de Ivy League (nombre que se utiliza para referirse a ocho universidades de EEUU: Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth, Harvard, Pennsylvania, Princeton y Yale) son mucho más diversos que la mayoría de las comunidades estadounidenses. Los estudiantes que llegan allí se encuentran, a menudo por primera vez, con números sustanciales de personas que son muy diferentes a ellos en términos de ingresos, clase, etnicidad y raza. Negociar estos encuentros es complicado y no debería sorprendernos que produzcan tensión.

La solución a esta tensión es con seguridad una discusión abierta en la cual cualquiera puede participar. Y sin embargo, el valor predominante parece ser que si uno se siente herido u ofendido, ése es el final de la discusión. Uno no puede comprender la experiencia de otro o sus argumentos. No obstante, una educación liberal se establece precisamente en la idea opuesta, aquélla en la que no se requiere lugares seguros para retirarse, sino un espacio común en el cual uno pueda participar. Además, la democracia requiere ese campo común, aquél en el que cualquiera pueda tener acceso. “Me siento con Shakespeare y no se estremece,” escribió W.E.B. Du Bois, “a través de la línea de color me muevo brazo a brazo con Balzac y Dumas… llamo a Aristóteles y a Aurelius… y todos vienen gentilmente sin desprecio ni condescendencia”.

Hoy en día en Estados Unidos todos creemos que somos víctimas y que nadie comprende nuestro dolor. Si uno desea observar esa visión en su forma más cruda, no hace falta visitar los recintos universitarios… basta con escuchar a los seguidores de Donald Trump. Son en su mayoría blancos enojados que sienten que están siendo maltratados por la sociedad.