Madame Claude: madrina de la bella carne
Madame Claude sinceramente creía que el suyo era apostolado pedagógico.
La reina del proxenetismo en Francia le ofreció al país galo su último regalo de Navidad: murió a los 92 años en un hospital de la Costa Azul, donde pasó doliente los finales meses de su agitada vida. Madame Claude era su nombre de guerra, con el que logró celebridad y fortuna, vendiendo placeres carnales a los ricos y famosos durante las décadas de los sesenta y setenta.
Desfilaron por sus lechos, siempre tibios, pupilos como John F. Kennedy (quien exigía una doncella idéntica a Jacqueline, pero “más caliente”), el millonario italiano Giovanni Angelli, Mark Chagall, Marlon Brando, presidentes y primeros ministros galos y europeos, príncipes árabes forrados de petrodólares y emires y cardenales tan presurosos como discretos.
Su casa de “tolerancia” gozaba la reputación de albergar a las mujeres más hermosas de París, a las que la matrona las llamaba con maternal ternura “mis chicas”. En su mayor esplendor su anuario furtivo registraba cerca de 500 nombres. Tal cual Al Capone, quien cayó en las redes policiales no por sus crímenes, sino por evasión fiscal, Fernande Grudet, que era su verdadero patronímico, fue sentenciada por defraudación de impuestos, que llegaron a sumar 11 millones de francos —hoy serían 1,7 millones de euros (1,84 millones de dólares)—.
Tal descortesía fiscal era juzgaba por ella como ingrata, por haber servido a la República como sicofanta de múltiples secretos de Estado, recogidos entre las almohadas de sus ninfas. Decepcionada, se autoexilió a Estados Unidos, donde ni su matrimonio de conveniencia (con un barman homosexual en Los Ángeles) pudo impedir su expulsión en 1985, cuando de retorno en Francia intentó reanudar su lucrativa empresa. Empero, nuevamente asediada por la maquinaria judicial se defendió con brío.
En efecto, Madame Claude sinceramente creía que el suyo era apostolado pedagógico, puesto que por un modesto 30% de los ingresos de sus “chicas”, ellas eran transformadas de rudimentarias provincianas en sofisticadas cortesanas, a las que inculcaba buenos modales, el arte del bien vestir (y de desvestirse), astucias para excitar a los clientes más exigentes y modalidades refinadas para aumentar las propinas. Sus insaciables comensales salían con la sensación de haber pernoctado en el paraíso en grata compañía.
Sin embargo, la verdadera historia de Madame Claude no es la que narra en su autobiografía Madam (Lafont, 1994) ni las fantasías de otros apresurados cronistas. En pocas lineas, Fernande Grudet era una fabuladora de humilde origen, cuyo padre no era ingeniero (como sostiene en su libro) sino obrero. Sus primeras armas las libró casi adolescente durante y después de la ocupación alemana de París, para luego ascender de proletaria de la prostitución a administradora o gerente de un negocio —decía— como cualquier otro. Ella vendía carne viva y fresca, y los frigoríficos, carne muerta y congelada. ¿Cuál la diferencia?
Su emprendimiento carnal la condujo a su propio refinamiento, que encuadraba sus ademanes y poses aristocráticas que las mantuvo mientras duró su energía vital. Curiosamente detestaba el sexo y nunca creyó en el amor. Pensaba que el coito más allá de los 40 años era grotesco, y que la belleza de la relación sexual estaba reservada a los jóvenes. Su tránsito por esa enfermedad, odiosamente terminal, que es la vejez la encontró ajada físicamente y con su economía en ruinas. Sus memorias carecían de comprador, y sus secretos de alcoba interesaban poco. Las redes sociales y las agencias matrimoniales habían tomado el lugar que un día fue su monopolio y las costumbres liberales suplantaron el encanto del pecado cometido en aparente confidencialidad.