Brasil: ¿sin orden ni progreso?
A través del ‘impeachment’ el Congreso encontró un medio para controlar desbordes populares
El proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff está enmarcado en los procedimientos constitucionales que rigen para la impugnación de este tipo en Brasil. Contrariamente a la figura que sus seguidores esgrimen, no se trata de un “golpe de Estado”, toda vez que se observa rigurosamente la norma, como cuando se intentó derrumbar a Getulio Vargas en 1954 (provocando su dramático suicidio), o durante el juicio seguido a Fernando Collor de Melho, quien en 1992 prefirió renunciar a la primera magistratura antes que enfrentar el oprobio de su despido.
La lectura que se hace criticando la decisión de los asambleístas brasileños es cuando menos ligera y apresurada. Los miles de folios acumulados para sustentar la demanda de impeachment (juicio político) contra Rousseff se reduce a un argumento primordial: el haber acudido a fondos de bancos públicos extras para maquillar los déficits fiscales de 2014 y 2015. En verdad no se reprocha delito alguno intuito persona a la Presidenta, seguramente para no complicar el mecanismo de acusación. Pero la integridad de Dilma resulta accesoria al objetivo final perseguido, que es simplemente emitir una señal a la ciudadanía que su protesta contra la corrupción galopante ha sido escuchada, y en ese sentido se sacrifica la cabeza emblemática de un Estado podrido. Los millones de brasileños que llenaron las calles en frecuentes manifestaciones antigubernamentales durante los últimos dos años no pueden ser todos derechistas, sino gente hastiada con el abuso indecoroso de la gestión administrativa. A través del impeachment, el Congreso brasileño encontró un medio para controlar desbordes populares, en un ambiente de continua recesión de la economía y de la manifiesta ineptitud para enfrentarla. Sin embargo, también es cierto que el súbito alejamiento de Dilma no solucionará la situación, sino más bien, al menos inicialmente, provocará una sensación de inestabilidad, hasta que el futuro gobierno de Michel Temer (hoy vicepresidente) se consolide o decida convocar a elecciones anticipadas. En el primer caso será un statu quo a prolongarse al 2018; y en el segundo, una oportunidad para Lula y las fuerzas populares de izquierda de retomar el gobierno. Temer tendrá que afrontar una profunda crisis económica, que alimentará la hostilidad de los movimientos sociales. Las circunstancias anotadas no son de buen augurio para el resto de la región latinoamericana, porque el desorden de la potencia brasileña repercutirá negativamente entre sus vecinos, particularmente en Bolivia, tan dependiente de la venta de su gas natural.
Por otro lado, previsiblemente la tendencia política de Mauricio Macri amalgamará más fácilmente a la Argentina con el nuevo orden brasileño para mover el tablero geopolítico, por ejemplo, hacia la Alianza del Pacífico (Colombia, México, Chile, Perú), tan apreciada por Estados Unidos para poner en acción el proyecto transpacífico que pretende controlar el comercio mundial. Este esquema supone empujar hacia la marginalidad a los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), o lo que queda de esa entidad.
Finalmente, Itamaraty, la influyente Cancillería de Brasil, recuperará su antiguo poder, postrada en los últimos 10 años en labores de rutina y al margen de las principales decisiones geopolíticas, que fue siempre su verdadera vocación.