El palacio del dictador
Todos aspiran a la inmortalidad, pero entre los que detentan el poder ese deseo se torna en obsesión
Todos aspiran a la inmortalidad, a través de sus hijos o de sus obras, pero en aquellos que detentan el poder ese deseo se torna en obsesión. Los faraones egipcios erigieron sendas pirámides para cobijar sus despojos por la eternidad. Más cerca, el presidente francés François Mitterrand dejó en París cuatro obras faraónicas: la Ópera de la Bastilla, la Biblioteca Nacional, el Complejo de la Defensa y las pirámides del Louvre. Su sucesor, Jacques Chirac, ideó el Museo Branly para guardar las piezas maestras de las Artes Primeras. En cambio otros, como el diminuto dictador rumano Nicolás Ceausescu (1918-1989), ebrio de egolatría —estimulada por sus áulicos—, durante 24 años de gobierno absorbió las adulaciones que lo apodaban como el Conducador (conductor), el genio de los Cárpatos o el Danubio del pensamiento, entre otros títulos rimbombantes.
Esa circunstancia lo convenció que su excepcional humanidad merecía una morada digna de su gloria. Como el Palacio de la Primavera, con sus 80 habitaciones en 14.000 metros cuadrados construidos, le pareció chico, los destrozos que ocasionó el terremoto de 1977 le brindaron la oportunidad esperada. Ordenó la demolición de tres barrios del centro histórico de Bucarest, se arrasaron 7.000 casas, conminando a sus habitantes a desocupar los predios en 24 horas. En el intento cayeron 12 iglesias ortodoxas y tres sinagogas. El terreno tan expeditivamente aplanado brindaba un campo de 315.000 metros cuadrados, habilitados para levantar una edificación de 12 plantas, 1.000 habitaciones, 440 oficinas, 30 salas y 200 baños, tal cual señalaba el proyecto de arquitectura neoclásica. Para el emprendimiento Ceausescu reclutó a 700 arquitectos, varios batallones de soldados, y en los años que duró la construcción fueron empleados cerca de 20.000 obreros que laboraban en tres turnos diarios.
Aún sin terminar, el mamotreto fue bautizado como el Palacio del Pueblo, o en rumano, la Casa Poporului (Casa del Pueblo), cuya galería de honor, con una superficie de 150 x18 metros (bajo refulgentes arañas y candelabros de cristal), servía para impresionar a los huéspedes extranjeros con la magnitud del poderío del Conducator. Pero no fue allí que tuve la ocasión de estudiar de cerca al vanidoso estaliniano, sino en el Palacio de la Primavera, donde nos recibió a los participantes en la Conferencia Mundial sobre Población, en agosto de 1974. Era sorpresivamente petizo, elevado del suelo por conspicuos tacones, ojos pequeños de mirada penetrante y rostro oval de permanente gesto aburrido, cual víctima de un persistente estreñimiento. Pasó revista a los invitados escoltado por Elena Petrescu, su corpulenta esposa que lo protegía como a un muñeco. Triste destino el de esa singular pareja presidencial que nunca llegó a ocupar la suntuosa mansión tan laboriosamente construida, pues a fines de 1989, ruidosos disturbios sociales estallaron en todo el territorio, sin que la siniestra Agencia de Inteligencia, la temible Securitate, pudiera controlar la situación como lo hacía antaño.
Los obreros mineros, su principal bastión de apoyo popular, no llegaron a tiempo a Bucarest, y el “genio de los Cárpatos” tuvo que fugar en helicóptero primero y después automóvil, hasta Targoviste, donde fue capturado junto a su esposa y sometido a un tribunal de excepción que los juzgó expeditivamente, condenándolos a la pena capital, la misma que les fue aplicada de inmediato ese aciago día de Navidad de 1989. Repasar las escenas de ese grotesco fusilamiento registradas en YouTube llama a reflexionar en la ironía del destino. La manipulación de la Justicia que Ceausescu había ejercitado contra sus opositores durante tres décadas le alcanzó con aquella mascarada que lo empujó a la eternidad, sin la gloria que había soñado. Su añorada Casa del Pueblo lo sobrevivió, para albergar, ahora, al Parlamento rumano y al Tribunal Constitucional.