Gioconda Belli en Santa Cruz
Eran tiempos de lucha intelectual y política. Gioconda, entre la pasión, la maternidad y el deber, estaba ahí.
Conocí a Gioconda Belli y su Línea de fuego (premio Casa de las Américas 1978) durante las tardes que se volvían noche y transgredíamos el toque de queda y los miércoles de poesía, canciones y lectura, de la Casa de la Cultura a La Creperie, hasta que las velas ya no ardían.
A Gioconda la traía copiada en mi cuaderno universitario, junto a la carpeta de entomología, cuidadosamente dibujada a lápiz, con esa caligrafía que también ejercitaba preparando los trabajos prácticos de compañeros a cambio del cafecito de la “U”. Éramos los revoltosos de la época en una universidad Gabriel René Moreno dividida por el fascismo de la intervención y el comunismo de la autonomía. Aprendíamos de buenos libros prestados, debatíamos jornadas enteras entre clase y clase, disfrutábamos de fogatas en invierno, mojarnos en las lluvias de verano y no faltar jamás al compromiso con el compañero para policopiar las invitaciones, grafitear con arte y encanto, entonar las consabidas y emocionantes notas y letras de la nueva trova cubana y el cancionero latinoamericano.
Entremezclados Lenin, Marx, Fidel, Guevara y Sandino en los discursos y las arengas, teníamos claro que la dictadura debía llegar a su fin y que el espectro de la ebullición en la vida de la universidad pública iba desde la movida trotska hasta la izquierda mirista y los contados chinos comunistas. Tímidamente, a esa edad admiré a Marcelo Quiroga Santa Cruz, aun cuando Silvio y Pablo, el Mayo francés, Los Beatles, Sui Géneris y el rock del sur me envolvían en la revolución con paz y amor. Gioconda, entre la pasión, la maternidad y el deber, estaba ahí.
En medio de esos andares nació el Movimiento Cultural Jenecherú y la tapera, tan necesarios como aquel ideal al que Gioconda me acompañaba mientras yo contaba bichos en el campo, a días de caminata atravesando cerros en Los Moros y Bermejo, entrevistando a los trabajadores de la tierra para el censo agropecuario. Eran tiempos de lucha creativa, intelectual y política. Creíamos en un mundo mejor, de hombres y mujeres libres e iguales, donde la escuela, la salud, la tierra, el trabajo y la cultura fueran fundamentales.
Gioconda Belli reapareció con El país bajo mi piel. Memorias de amor y de guerra (2001), en tiempos que también decidirían otra de mis vidas y la historia. La llevé en mi mochila junto a tantas otras cartas e informes para que consten en acta de una época testimonial. Me acompañó en mis propios “desgarramientos entre las opciones personales y los compromisos colectivos” (Gioconda dixit), en las luchas a solas y en cada revés. Yo tampoco creía que nadie podía “convencerme de que el placer que empieza y termina en una misma pueda remotamente siquiera compararse con la exaltación y el goce de intentar cambiar el mundo” (ibídem).
Meses atrás, Gioconda presentaba su última novela, El intenso calor de la luna (Seix Barral, 2014), en Buenos Aires. Llegué casi al final, hice la fila de lectores que la aplaudieron y esperaban una dedicatoria para alguien que no había podido estar y la anhelaba. Fui la última observándola como se mira a una antigua amiga y compañera de vida, reconocida y querida; me miró y me dijo: “¿Gabita del sur?”. Entre sus miles de amigos de las redes sociales me había reconocido, y me emocionó su ternura y el abrazo. La invité a venir a la feria del libro de Santa Cruz de la Sierra el año pasado, cuando Idearia cumplía 10 años, pero un compromiso antelado en Italia dejaba para después otro abrazo.
Me disculpo con ella por no acompañarla en su conferencia, pero un caracolito vino a invitarme a su presentación teatral y es inexcusable. Ella, que es madre nutricia, sabrá comprender, como que aquí también creyeron hacer la revolución, una en la que asesinan y violan mujeres cada día, donde se premia la obsecuencia y en la que pensar diferente lo volvieron sentencia anticipada de muerte civil y persecución.