El drama de Turquía
El embrollo bélico en esa región deviene de viejas rivalidades religiosas y de hegemonía geopolítica.
El atentado perpetrado en Gaziantep, ciudad turca fronteriza con Siria en la que coinciden todas las facciones que actualmente combaten en la región, estremeció por su crueldad: un adolescente suicida detonó su cinturón explosivo en medio del festejo de una boda kurda, matando a al menos 52 de personas, la mayoría de ellos niños. A pocas semanas del golpe de Estado fallido contra Recep Taygip Erdogan, el presidente turco desató una feroz persecución contra los golpistas, inspirados, según él, por su otrora aliado y hoy enemigo íntimo: el religioso Fethullah Gülen, refugiado en EEUU. Pero ese no es el estilo clerical, tampoco era atribuible al partido separatista kurdo (PKK). Solo quedaba la huella del Estado Islámico, en el tercer adversario que confronta el líder de la AKP, la alianza conservadora que apoya masivamente a Erdogan.
Todo el embrollo bélico en esa región del mundo ha sido provocado por viejas rivalidades religiosas y de hegemonía geopolítica, al que se ha arrastrado a potencias externas que poco tenían que ver en ese sempiterno problema. En ese siniestro tablero juegan abierta y encubiertamente tres actores regionales: Arabia Saudita, acusada de financiar tendencias radicales del islamismo; Irán, por mucho tiempo paria en el mundo occidental y fieramente castigada; y Turquía, cuyo equilibrio de neutralidad acabó enredándola en sus propios hilos maquiavélicos. Un drama que la nación turca padece desde la caída del Imperio Otomano, al final de la Primera Guerra Mundial.
Un general visionario, de sólido talento y difundido carisma, en 1923 no solo fijó sus celestes ojos en la húngara Za Za Gabor, la actriz más cotizada de la época, sino también en el poder absoluto del disuelto imperio. Su revolución por la modernidad cubrió amplios espacios en la educación y en la estructura política y social. Mustafá Kemal, llamado Attaturk (padre de los turcos), tropezó con los mismos obstáculos que enfrenta Erdogan, su émulo actual y es la dicotomía histórica y geográfica de Turquía, cuyo territorio de 783.562 km2 se extiende una parte en Europa y la mayor porción en Asia Menor; sus 80 millones de habitantes son parientes lingüísticos y culturales de Turkmenistán, Kirguistán, Kazajistán, Uzbekistán y Azerbaiyán, Estados túrquicos emergentes del Asia Central. Esa proyección geopolítica amuebla sus aspiraciones imperiales. Por añadidura, su condición de país musulmán, no obstante el secularismo que pregona, hace de Turquía un eslabón insoslayable del islam. Pero Turquía, desde siempre desea ser considerada como un país europeo. Su crónica insistencia de integrar la Unión Europea tropieza con el veto disimulado de varios miembros de la Unión que condenan su récord en derechos humanos y temen una masiva incursión de turcos en sus tierras. Miembro activo de la OTAN, posee el segundo ejército más numeroso de esa coalición, con 1.045.000 efectivos. La reciente crisis provocada por la avalancha migratoria ofreció a Turquía un pretexto más para empujar su adhesión a la UE. La promesa de albergar a los miles de refugiados en su suelo, a cambio de una ayuda económica de $us 3.400 millones, desembocó en un cálido agradecimiento de los europeos agobiados por esa inédita invasión, pero nada más.
El fallido golpe de Estado, y la indiferencia mostrada por Occidente, reveló a Erdogan la necesidad de establecer nuevos aliados. Prontamente visitó a Putin para restablecer vínculos resquebrajados por el derribo de un avión ruso, y ambos autócratas, ampliando lo favorable y restringiendo lo odioso, acordaron el modus vivendi que incluye la cuestión de Siria que los separaba. También reabrió relaciones con Israel, que es el puente apreciado para el Estado judío. No obstante, en el plano interno Erdogan deberá enfrentar al PKK kurdo, cuyo acceso a la instauración de un Estado independiente está más cerca que nunca; los seguidores de Gülen continuarán conspirando; y el Estado Islámico, antes subrepticio aliado, seguirá con sus atentados. Entretanto, el deseo de Erdogan de consolidar su régimen presidencialista en un poderoso sultanato deberá postergarse hasta tiempos más propicios.