Democracia sin absolutos
El Latinobarómetro no respalda plenamente ni las percepciones del Gobierno ni las de la oposición.
Cuando el 10 de octubre de 1982 Guido Vildoso hacía entrega del poder a Hernán Siles Zuazo, daba por inaugurado un régimen político que se caracteriza por la incertidumbre, tanto que la democracia que quedaba establecida no reflejaba el ideal de los sectores populares ni de toda la élite política. Por eso la democracia transcurrió entre el electoralismo y las crisis políticas recurrentes, las cuales sin embargo no llegaron a colapsar al sistema, porque aquella misma incertidumbre supone la posibilidad de mejoramiento de esa forma de gobierno.
En esos términos el país conoció la mayor continuidad democrática de su historia, y en el balance de su estado actual es obvio que los actores políticos no coincidan. Así, para el oficialismo existe una democracia con legalidad y legitimidad; representativa, participativa, decisiva y forjada por y para el pueblo. Incluso Álvaro García divide nuestra experiencia democrática en dos fases: una de baja intensidad, vigente entre 1982 y 2005 con gobiernos de apoyo minoritario, pactos políticos, monoculturalismo y pigmentocracia, sin ampliación de la riqueza social, sin soberanía y con corrupción institucionalizada; y una segunda fase de alta intensidad, que estaría marcada por un gobierno con apoyo mayoritario, creciente participación de la población, interculturalidad y autonomía, y con reducción de la desigualdad y redistribución de la riqueza.
En cambio, para la oposición el Gobierno habría limitado los derechos y restringido el libre pensamiento, asfixiando económicamente a los medios de comunicación, persiguiendo a los opositores y desconociendo los resultados del 21 de febrero. “¿Acaso eso no es antidemocrático?”, se preguntan. Incluso los más fatídicos dicen que vivimos en una dictadura o en una seudodemocracia, recurriendo a aquella críptica medida de la “calidad de la democracia”, basada en el redivivo modelo ideal norteamericano.
Sin embargo, en su informe de este año, la Corporación Latinobarómetro proporciona evidencias que no respaldan plenamente ni las percepciones del Gobierno ni las de la oposición. Por ejemplo, esta última encontraría justificación en el hecho de que solo para el 43% de los bolivianos existiría en el país libertad para hablar y criticar, y en el hecho de que solo al 24% le parecería bien que el Gobierno controle los medios de comunicación. Incluso el llamado “autoritarismo social”, según el cual el 43% estaría de acuerdo en que un poco de mano dura del Gobierno no vendría mal, sustentaría la percepción de la oposición.
Pero asumir a partir de ello que el país vive en dictadura o en una seudodemocracia carece de sentido, porque ello supondría la ausencia de valores democráticos, lo que no es comprobable. En primer lugar, porque la preferencia por la democracia frente a cualquier otra forma de gobierno es mayoritaria desde que el Latinobarómetro inició sus estudios, hace 20 años. En promedio, esa preferencia es del 72% en el país, y el momento de su cercanía al absoluto fue en 2007 y 2009 (81%). En segundo lugar, porque el apoyo a la democracia es el mismo desde hace 20 años: 64%, siendo su nivel de variación levemente oscilante, con 2004 como el momento de menor apoyo (45%) y 2009 el año de máximo apoyo (71%).
Incluso el nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia relativiza la visión de la oposición, ya que en términos generales dicho nivel es históricamente bajo como en toda la región, siendo el promedio en 20 años en el país de 32%. Es más, ese nivel de satisfacción fue de 16%, en 2001 y 2004, pero de 49% y 48% en 2009 y 2015, respectivamente, lo que supone una evaluación favorable al Gobierno, aunque tampoco en términos absolutos.