La otra sangre, la misma
El joven Cándido creció en el estoicismo, que es la ecuanimidad frente a la desgracia.
Gente boliviana hay que sin haber tenido protagonismos en la historia popular es referencia confiable por su palabra testimoniada en tono ecuánime. Traigo memoria de ellos en el fragor del estaño en el norte de Potosí, de donde soy oriundo. Esos ciudadanos, siempre llanos, derivaron su vida sin el triunfalismo politiquero ni el fatalismo proletarizado. Uno se llama Cándido, ser reservado, sereno y valiente en los eventos críticos o trágicos de la vida minera. Testigo y víctima de la violencia armada y el improperio republicano contra la clase trabajadora, Cándido se blindó contra los extremismos que mezclan razón y desvaríos.
Aprendió a sobrellevar el sufrimiento en su niñez, cuando su padre decidió marcharse a la Guerra del Chaco en 1933, siendo que por su edad, 32 años, y cargo de presidente municipal de Uncía, estaba exentado de ese deber. Don Leopoldo, el alcalde, dijo ante su pueblo: “Recluté y convencí a 82 jóvenes para ir a defender la patria, los vi irse cantando y yo no quiero quedarme en mi casa y en mi cargo”. Y se fue. Sus hijos, Cándido, de cuatro años, y Hugo, de dos, huérfanos de madre, se quedaron al cuidado de su tía Rosa Hurtado.
El munícipe retornó en 1936 y con el aplomo del excombatiente se integró a la lucha por el petróleo y el estaño. En su solar provincial sufrió, empero, derrotas más lacerantes que los de la contienda contra Paraguay. En 1939, la oleogarquía (significante que alude a los capangas capitalistas del petróleo) mató de un pistoletazo en la sien al presidente Busch, episodio que la prensa cipaya catalogó como suicidio. En 1946 el súper Estado minero coludido con la izquierda pirista colgó de un farol al presidente Villarroel, acusándolo de nazi.
El joven Cándido creció en el estoicismo, que es la ecuanimidad frente a la desgracia, al aquilatar la entereza de su padre en la guerra civil contra “la rosca” en 1947, y cuando lo vio zafarse del fusilamiento de patriotas en la plazoleta de Llallagua, en agosto de 1949, al comienzo de la Guerra Fría imperialista. La revolución popular triunfó en 1952, pero los nacionalistas la ahogaron en corrupción y entreguismo. Don Leopoldo no pudo asimilar esa estúpida derrota y murió en 1956.
Templado en esas fraguas, Cándido, hombre sin malicia ni doblez como define el diccionario, abandonó su pasión por la joyería del oro y la plata, cerró su taller y se hizo obrero del estaño para cubrir la vida de sus siete hermanos menores, hijos de Carmen, esposa de Leopoldo. Trabajó en los desbastes (block caving), la trituración de la piedra mineral (sink and float) y en las oficinas de tabulación y contabilidad de la empresa Catavi. Allí supo que el precio de una libra fina de estaño era 100 veces mayor que el valor neto de la vida de un minero.
Nunca neutral, vio con cauta amargura la salida al exilio político de sus tres hermanos menores opuestos al golpe militar de los nacionalistas y fascistas en 1971. Trabajó y trabajó por sus demás familiares hasta que, casi cincuentón, conoció a la mujer de su vida, Elia, con la que procreó dos hijos. Patriarca de la discreción, su casa solariega se corresponde con el espíritu fraternal de otros como él, digamos Mario Lazo de la Vega, José Camacho, Jaime Estrada, Emilio Fernández, Andrés Silva y todos quienes, en Cochabamba, testimonian sin estridencia el fragoroso tiempo de cuando el estaño era el sueldo de Bolivia, como ahora es el gas y mañana será el litio. Aquel don Leopoldo fue mi padre y Cándido, hoy de 87 años, es mi hermano, mi irrepetible pathermano.