Putin: una obsesión americana
Ambos cabos sirven para conjeturar una peligrosa entente cordial entre Putin y Donald Trump
Con el inconfesable propósito de entorpecer la normal ratificación presidencial de Donald Trump por parte del Colegio Electoral, las 17 agencias de inteligencia de Estados Unidos difundieron supuestas evidencias culpabilizando a Vladimir Putin de haber orquestado personalmente, a través de WikiLeaks, la divulgación de correos dañinos a la imagen de la candidata demócrata Hillary Clinton, con la aviesa intención de favorecer a su contrincante republicano.
El infundio fue repetido oficialmente por el propio presidente Obama, y confirmado por la derrotada pretendiente demócrata, que atribuyó el ataque ruso a la animadversión personal que siente Putin hacia ella. Simultáneamente, una ola de críticas invadió los medios de comunicación estadounidenses, protestando contra aquella intervención extranjera en la política interna americana, olvidando esa práctica cotidiana de la CIA que, junto a otros elencos de espionaje, interfiere en las actividades de amigos y enemigos, por igual.
Aquel episodio fue motivo central para especular sobre la supuesta simpatía existente entre el patrón del Kremlin y el magnate neoyorkino, hoy presidente electo de su país. A ello se añade la escogencia de Rex Tillerson, máximo ejecutivo de la transnacional petrolera Exxon Mobil, como futuro embajador de Wa-shington en Moscú. Ambos cabos sirven para conjeturar una peligrosa entente cordial entre los líderes de las dos superpotencias del planeta, que deberán confrontar un riesgoso mosaico de problemas emergentes del conflicto sirio que repercute en la geopolítica mundial.
No es impertinente afirmar que el triunfo de Trump fue saludado ruidosamente en Rusia, incluso con posters gigantes de las imágenes de Putin y el presidente electo, adosadas con la leyenda “Juntos harán un gran mundo, otra vez”, parodiando el slogan electoral republicano “Make America Great Again”.
Como Donald Trump goza la reputación de dominar el arte de hacer buenos negocios, el nombramiento de Tillerson, promotor de millonarias inversiones en Rusia y condecorado por Putin (a quien lo une una amistad de 20 años), tiene lógica explicación en el contexto de llegar a acuerdos triangulares en la búsqueda de solución para los puntos más candentes de la agenda internacional. Por ejemplo, Estados Unidos podría llegar a comprender la terca intención del Kremlin de conservar el puerto sirio de Tartus sobre el Mediterráneo que Rusia detenta desde 1971, una aspiración no negociable que data de la época de Pedro el Grande, impulsada por la preocupación rusa de hallar puertos de agua caliente para parquear su importante flota mercante y militar. Paralela necesidad explica la presencia rusa en Crimea, por su imprescindible necesidad de acceso al Mar Negro y abrirse paso por los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo.
Si Trump comprendiera esa dimensión geopolítica que motiva la ambición de Putin, aquel podría demandar concesiones equivalentes a los propios intereses americanos, sea en la seguridad fronteriza, en la lucha antiterrorista u otros. Por añadidura, Putin acaba de conformar una troika usando sus fluidas relaciones con potencias intermedias como Turquía e Irán que podría ser importante puente para acuerdos regionales que conciernen particularmente a la crisis siria.
Sin embargo, el establishment estadounidense, amoblado por igual de republicanos y demócratas, descalifican cualquier arreglo con Putin, satanizado al extremo por sus audaces avances para reconstituir lo que fue la Unión Soviética; y, en su ofuscamiento, insisten en que la victoria de Trump está impregnada de un fuerte tufo moscovita.
En suma, el nuevo entendimiento que se vislumbra entre el flamante presidente norteamericano y su astuto homólogo ruso no puede ser si no de beneficio mutuo y, por ende, conveniente para la paz en el mundo.
*Es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultra-mar de Francia.