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Dominó Odebrecht

El gran desafío de América Latina es quitarle la política a la corrupción para tener democracia

/ 5 de febrero de 2017 / 13:33

La historia comienza con un juez en la ciudad de Curitiba, estado de Paraná en Brasil. Se trata de Sérgio Moro, quien en marzo de 2014 emprendió la investigación conocida como Lava Jato. Era una compleja red de sobornos distribuidos entre políticos a cambio de contratos con Petrobras. El esquema tenía como actor principal al holding privado de petróleo y construcción Braskem-Odebrecht, esta última la empresa constructora más grande de América Latina.

Odebrecht era una cancillería paralela; el mercantilismo casi en estado puro. Con operaciones en todo el continente americano y en África, sus contratos de obra pública en otros países eran parte central de la política exterior de Brasil. Recuérdese la presencia de Marcelo Odebrecht, hoy cumpliendo una condena de 19 años, en la inauguración del puerto de La Habana en enero de 2014. En su discurso, la presidenta Rousseff destacó al presidente de la compañía tanto como a Raúl Castro y los otros mandatarios presentes.

Aquel evento fue una placa radiográfica del caso, la metáfora de algo más profundo. Es que la investigación de Moro documentó $us 10.000 millones como valor de regreso al fisco y produjo miles de allanamientos, 120 condenas en primera instancia, cientos de acuerdos de delación premiada a arrepentidos, $us 1.000 millones bloqueados por la Justicia, el procesamiento y encarcelamiento de funcionarios, políticos y ejecutivos.

El dedo de Moro empujó la primera ficha de este dominó. Entre las consecuencias políticas más serias se incluyen tres causas contra Lula y su familia, cuya primera sentencia se espera en marzo; el impeachment y destitución de Dilma; y luego la remoción y encarcelamiento de quien presidió aquel proceso en la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha. Hoy, todo ello amenaza la estabilidad del presidente en ejercicio, Michel Temer.

Pero también se trata de un dominó con ramificaciones internacionales y con un final por demás incierto. Ocurre que Odebrecht se declaró culpable y entabló un acuerdo con autoridades judiciales en Estados Unidos y Suiza por $us 3.500 millones en multas. Ello por haber sobornado a funcionarios de una docena de gobiernos en África y América Latina por más de 788 millones de dólares.

El caso se halla bajo jurisdicción del distrito de Nueva York —que hizo mención a la existencia de una unidad autónoma, suerte de “Departamento de Coimas” dentro de Braskem-Odebrecht— y contenido por el Acta de Prácticas Corruptas en el Extranjero de 1977, ley de Estados Unidos que se aplica con importantes grados de extraterritorialidad.

El monto del acuerdo sería el más alto de la historia e incluye a 77 ejecutivos de Odebrecht que se acogieron a cooperar con la Justicia bajo la figura de arrepentimiento. Se especifica que los arrepentidos deben colaborar con el juzgado, la oficina del fiscal y la división de fraude del distrito de Nueva York en todo lo que se les indique, incluyendo divulgar la identidad de los funcionarios sobornados.

Cuando se conozcan los nombres de los corruptos habrá funcionarios de gobiernos nacionales, estaduales (o provinciales) y municipales. Odebrecht tenía una estrategia eminentemente política. Conocía qué decisiones se tomaban a qué nivel, es decir, los tipos de obra pública que pertenecían a diferentes instancias del Estado.

El caso ilustra la lógica política en este proceso. He sugerido con anterioridad analizar la corrupción como forma de dominación, o sea, como régimen político. Es que ya no se trata de un simple funcionario que paga un sobreprecio para quedarse con la diferencia. Lo nuevo es la transnacionalidad de la corrupción, la magnitud de los recursos involucrados y su capacidad de capturar —literalmente— la política.

Es el poder lo que está en juego en esta historia, es decir, el control del Estado. En la América Latina reciente ello se lograba sobre el trípode de boom de precios (o sea, recursos excesivos), corrupción y perpetuación. Pero se vive un tiempo diferente. El cambio de precios ha desacelerado la economía, reduciendo la tolerancia social a la corrupción y haciendo la reelección indefinida más difícil.

El gran desafío de América Latina hoy es quitarle la política a la corrupción para tener democracia. Para que ello ocurra, probablemente antes deban caer todas las fichas de este dominó.

Es  consejero académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL), colaborador de El País.

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La madre de todas las bombas

/ 20 de abril de 2017 / 04:29

Según Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Pero ello bajo una restringida definición de “política”, limitada a la maximización del poder. Y además en el corto plazo: toda decisión militar de hoy tiene impacto en la agregación de poder mañana. Es que, en otro sentido, la guerra termina con la política normal; aquella que se basa en negociaciones, cooperación, alianzas e instituciones; y que asume la interacción de dichos procesos en una repetición indefinida. Después de la guerra, la política empieza de nuevo y, a menudo, debe hacerlo de cero.

La guerra modifica el mapa, como ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial y Vietnam en el siglo anterior e Irak en este. Aún en la victoria, como en Irak, nada queda como era antes. Esto para entrar en tema, los ciclos cambiantes de la política exterior de Estados Unidos, sus guerras y el lugar de Trump en ellos. Lugar que ha decidido ocupar cabalmente en las últimas semanas.

Nótese, Trump atacó Siria hace dos semanas con 59 Tomahawks y luego lanzó la bomba convencional más destructiva del mundo en Afganistán, sobre túneles donde habría combatientes del Estado Islámico. Todo ello mientras asegura estar listo para atacar a Corea del Norte e Irán. Es la recreación del eje del mal de George W. Bush, solo que expandido y exacerbado peligrosamente. De hecho, Bush había sido más cauto con Corea del Norte.

La referencia no es accidental. Ocurre que Bush también llegó a la Casa Blanca desprovisto de una clara visión de política internacional. Presentó un tímido esbozo de reversión del internacionalismo de Clinton, pero sin una específica agenda propositiva. Fue el ataque terrorista de septiembre de 2001 que dio forma a una política exterior hasta entonces ausente.

Como Trump hoy, su relativo aislacionismo inicial derivó en unilateralismo jacksoniano, un Estado fuerte y liberado de las ataduras del sistema internacional. Una idea cuyo éxito depende de la temporalidad con la que se la evalúa. Esto es, Bush logró la victoria militar en Irak, derrocar y ejecutar a Saddam Hussein. Es solo que la destrucción del Estado en Irak generó peligros subsiguientes de mayor magnitud. La fantasía de la unipolaridad fue eso, una fantasía, y fue breve.

Trump no parece haber reflexionado suficiente sobre las lecciones de Irak. El colapso del régimen de Saddam modificó el equilibrio de poder regional en favor de Irán, que a partir de entonces se transformó en el árbitro de la región. El colapso del Estado, a su vez, permitió el surgimiento de actores no-estatales. ISIS, autodefinido como “Estado Islámico”, es precisamente resultado de la disolución de la autoridad política centralizada en Bagdad.

Por su parte, las dos guerras simultáneas, en Irak y en Afganistán, causaron el problema de la sobreextensión territorial y sus múltiples vulnerabilidades, aun para el aparato militar más formidable del planeta. Tanto que algunos propusieron reintroducir el servicio militar obligatorio. El impacto de ambas guerras en el presupuesto generó un déficit que creció todavía más con la recesión de 2008-09. Ello obligó a racionalizar la fuerza militar y reasignar recursos. Es cierto que Obama fue un presidente reticente a la intervención, según se le critica con frecuencia, lo cual obedeció menos a su ideología que a encontrarse con un presupuesto en rojo y un Ejército sobreextendido y desfinanciado.

Allí se originan buena parte de las amenazas de hoy. Corea del Norte aceleró su programa nuclear, mientras que Irán comenzaba con el suyo. El terrorismo yihadista hizo pie firme en la región y de allí se expandió hacia Europa, facilitado por el colapso del Estado también en Libia y Siria, y sus consecuentes crisis de refugiados. Este legado directo de la invasión de Irak en 2003 y de aquella política exterior no apuntalan el camino que propone Trump. Por el contrario, los riesgos actuales ilustran la necesidad de volver a la cooperación y al multilateralismo. Las células terroristas que operan en Berlín y en Estocolmo no pueden ser combatidas con bombardeos. Y la única manera de sostener el unilateralismo de hoy sería con recursos fiscales virtualmente ilimitados.

Es por cierto un déjà vu. Trump propone un significativo aumento del presupuesto militar junto a una reducción de impuestos. Neófito en relaciones internacionales, pero hombre de negocios, la próxima pregunta sería cómo espera reconciliar dicha ecuación. Solo con más endeudamiento, en su mayoría con países con los cuales el presidente anuncia al mismo tiempo conflictos comerciales. China y Japón son los principales acreedores externos de Estados Unidos.

Trump ha prometido una América grande, haciéndola próspera, segura y poderosa. Hoy parece volver sobre un camino ya recorrido; un camino inconsistente que no exhibe demasiados logros en ninguna de esas tres áreas. Y que además ha hecho al mundo más incierto.

es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC., columnista de El País.

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Enemigos íntimos

La anomalía a explicar no es el restablecimiento de las relaciones, sino la demora de este medio siglo.

/ 25 de enero de 2015 / 04:00

Era en los 90 en Nueva York. Pasaba por Columbia un ilustre intelectual latinoamericano: marxista, como corresponde, y con doctorado de una Ivy League, como también corresponde. Aunque predecible, su charla fue interesante, efectiva en despedazar al neoliberalismo y el capitalismo salvaje. El problema central de América Latina era el Consenso de Washington, concluía, sin pronunciar ni media palabra sobre el colapso en curso de los socialismos realmente existentes.

Al terminar las preguntas de rigor, anochecía en aquel octubre neoyorquino. Nuestro visitante estaba ansioso por dejar la universidad cuanto antes. Así me lo confiesa, en secreto, admitiendo el crimen por cometer: evadir el ritual del interminable follow-up en el pasillo, el ascensor y la vereda a la salida. Viejos conocidos, me sugiere partir raudamente con alguna excusa. Propone pedir comida china por teléfono y cenar en mi departamento, allí a tres cuadras, para charlar tranquilos. Parecía un gesto especial, como lo sería para cualquier estudiante, siempre viviendo de esos gestos.

“¿Tienes televisión?”, preguntó en el camino a mi casa. “Sí, claro, pero MacNeil/Lehrer ya terminó”, respondí en obligada referencia al legendario programa de noticias de PBS, la televisión pública. La pregunta me había sorprendido y ni que hablar del gesto en cuestión. ¿Por qué otra razón que no fueran las noticias querría un intelectual marxista latinoamericano mirar la televisión gringa? “Ya sé a qué hora termina MacNeil/Lehrer”, dijo rápidamente, por si acaso hubiera sido tomado por ignorante, y siguió: “Te lo preguntaba por el béisbol. Están jugando la World Series, la gran final de las ligas mayores. Si estás de acuerdo, podríamos cenar mientras lo miramos en la televisión”. Así lo hicimos.

Terminada la cena, y mientras el juego continuaba, mi curiosidad pudo más. —No te imaginaba fanático del béisbol. ¿Es producto de tus años de estudiante en Estados Unidos? —No, para nada, en realidad no me gusta el béisbol, fue su lacónica respuesta, dicha como si fuera una obviedad que yo debería haber sabido. —Lo miro por otro motivo, agregó, haciendo una pausa para acomodar el tabaco en su pipa y generando un adecuado nivel de intriga. —Lo miro porque sé que Fidel está mirando. En este momento, Fidel y yo estamos haciendo lo mismo y eso me causa un enorme placer.

La anécdota tal vez sirva como definición de una buena parte de la izquierda latinoamericana; indicativa, además, de que la crítica de Krushchev al culto a la personalidad jamás llegó a Cuba ni a la “marxología” de la región. Con partes iguales de mito y de historia, la épica revolucionaria convocó a esos intelectuales a una incesante peregrinación al pie de la Sierra Maestra, a esperar el descenso de aquel hombre nuevo. Un romanticismo utópico, que siempre lo es, pero de difícil digestión en este caso: ¿qué humanismo socialista podría surgir de un régimen, primero, personalista y, luego, dinástico? Pero allí estaba mi amigo marxista, mirando el béisbol de los yanquis junto a Fidel.

El fin del embargo (ya sea en la legislación, que quizás suceda, o en la narrativa política, que ya ocurrió) vuelve a arrojar esa pregunta en la cara de aquella intelectualidad marxista latinoamericana, pregunta que, incapaces de responder, continúan ignorando. Solo les queda el silencio, al que recurren cuando un artista o un periodista es reprimido y encarcelado por querer hablar frente a un micrófono, como sucedió semanas atrás en La Habana con el proyecto #YoTambiénExijo organizado por Tania Bruguera.

Sin embargo, además, aquella anécdota de los 90 también captura el significado histórico de esa íntima relación, en tanto el béisbol como constitutivo de la propia identidad de la nación cubana. Desde la resistencia al poder colonial, la independencia y la guerra hispanoamericana, hasta los gloriosos pitches del Duque Hernández —pelotero rescatado de una balsa en el Caribe que ganó tres campeonatos con los Yankees de Nueva York— el béisbol es leyenda compartida, tanto como un legado de los gringos. Esa historia ilustra el derecho a jugar ese juego y a jugarlo donde uno quiera. La intimidad de mi huésped con Fidel es imaginaria y tal vez superflua, pero sugestiva. En realidad, la intimidad que evoca es la de Cuba con Estados Unidos.

El béisbol es metáfora de esa intimidad. Para los que miran el hemisferio de abajo hacia arriba, América Latina es “muy” diferente a Estados Unidos. Cuando se pasa de 220 a 110 volts empiezan los parecidos, dependiendo de si hay que viajar con transformador o sin él, no mucho más. Es una mirada distorsionada, obviamente, que se desvanece si uno entiende el significado del béisbol, esa gramática peculiar que hace a Estados Unidos un país más influyente, y en muchos otros sentidos, que como lo cuentan los antiimperialistas. Claro que hubo marines en el Caribe, tanto como lanzadores y bateadores. Y resulta paradójico que Cuba, el gran enemigo, tal vez sea el más cercano al original entre todos esos “países peloteros”, y con el perdón de los dominicanos, los venezolanos, los panameños y todos los demás.

Recientemente, y aún antes del anuncio de reanudación de las relaciones diplomáticas, se sabía de la incesante cooperación entre ambas naciones en temas de inmigración, agricultura y programas de ayuda sanitaria internacional, entre otros. Los documentos desclasificados, el trabajo de historiadores y periodistas, y los testimonios de los propios participantes, además, muestran que pocas veces en este medio siglo Estados Unidos y Cuba no han estado en permanente y estrecha comunicación. Curiosamente, una vez despejado el problema de los misiles soviéticos, el propio John F. Kennedy se encaminaba a restablecer relaciones diplomáticas en un eventual segundo periodo.

La anomalía a explicar entonces, para académicos, periodistas y protagonistas por igual, no es el restablecimiento de las relaciones, sino la demora de este medio siglo y, es de esperar, que sea con argumentos más sofisticados que el tan gastado “por los cubanos de Miami”. Estos enemigos íntimos en definitiva confirman al gran Jorge Luis Borges, cuando aconsejaba tener cuidado al elegir a los enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos. Solo que en este caso podría decirse al revés, algo así como: “Hay que tener cuidado con enemistarse con quienes son parecidos a uno, porque la enemistad no necesariamente los hace diferentes”. Ello, se podría agregar, sobre todo si uno permanece encadenado a su historia… o al béisbol.
 

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Nacionalismos

El mundo de la utopía nacionalista es peligroso, bastante fanático y a la larga autoritario, y esto sin contar que, llevado a su última expresión, es un mundo que ni siquiera podría funcionar, plagado de micro-Estados inviables.

/ 3 de agosto de 2014 / 04:00

Es habitual tratar Estado y nación como sinónimos. Se ve cuando los usamos de manera intercambiable, casi siempre para evitar redundancias en la prosa. No es un detalle trivial. Más aún, es común usar el concepto “estado-nación”, y una buena parte de nuestra manera de pensar sobre la política está anclada a esa formulación semántica.

La idea fundante del nacionalismo es que el Estado, una construcción jurídica y política, es —o debería ser— el reflejo de una comunidad basada en identidades y anhelos comunes, relativamente homogénea culturalmente, y para muchos también étnicamente. Formada por personas que ni siquiera se conocen, no obstante esa comunidad opera como si fuera una familia extendida, en la célebre metáfora del gran Benedic Anderson. Es, así, una utopía, una comunidad imaginada.

Sin embargo, la propia idea de estado-nación es contradictoria, e inclusive oximorónica. No existe, en realidad, Estado-nación alguno, concebido como una homogeneidad étnica y/o cultural. La vasta mayoría de los Estados son multinacionales, formados por múltiples y diversas comunidades. De ahí que sean esencialmente heterogéneos, ahora y siempre, aunque desde el poder sea conveniente ocultarlo. Ello resalta que aquella premisa utópica del nacionalismo, no importa cuán romántica sea, también es problemática para crear un orden político estable, pacífico y mínimamente democrático.

Esto importa porque una cierta idea de nacionalismo está en juego en las crisis internacionales que leemos en los periódicos de hoy, aunque no sea nada nuevo en la historia. La Europa postimperial surgida en 1918 fue un mundo de estados multinacionales, en conflicto constante con las aspiraciones nacionalistas. En la entreguerra, esas aspiraciones se canalizaron a través de diversos movimientos políticos, varios de ellos expansionistas y ninguno más brutal que el fascismo en sus muy diversas versiones. Aquellos conflictos irían a desembocar en la Segunda Guerra y, de ahí, que el orden internacional pos 1945 tuviera especial interés en controlar, disolver, o al menos silenciar, a los nacionalismos.

La Guerra Fría y la muy tangible amenaza nuclear fomentaron la creación de alianzas e instituciones para proveer protección a los Estados y sus sociedades, y al mismo tiempo también para congelar la agenda nacionalista. El nacionalismo entró en hibernación entonces para despertarse recién a fines de los 80. La disolución de la Unión Soviética desabotonó el chaleco de fuerza que contenía las tensiones y conflictos nacionalistas. Las identidades nacionales comenzaron a colisionar con los moldes políticos que las contenían, los Estados, percibidos como imposiciones de Moscú. De manera pacífica, como la partición de Checoslovaquia, o de manera violenta, como el genocidio en la ex Yugoslavia, el poscomunismo estuvo marcado por el nacionalismo.

La crisis económica extendería los ímpetus nacionalistas a Europa Occidental. Ya en este siglo, el desempleo, el fracaso de la función regulatoria de Bruselas y Frankfort, la manifiesta desafección de la sociedad con las instituciones políticas europeas, entre otros déficits, generaron condiciones propicias para la elaboración de formas locales de pensar la vida colectiva. La incertidumbre también alimentó la xenofobia, y con ella la idea que un ordenamiento político micro —la secesión— permitiría resolver esos problemas, o al menos protegerse de ellos. Así surgió una agenda de reivindicaciones postergadas, de derechos negados, de soberanía para tomar decisiones de manera autónoma, y por ende democrática. Allí se inscriben los plebiscitos en Cataluña y en Escocia, entre otros: el nacionalismo democrático.

Pero, más allá de los métodos, el nacionalismo es una realidad contradictoria y resbaladiza, simultáneamente generador de procesos sociales que lo convierten en excluyente más que inclusivo, homogéneo en lugar de diverso, cerrado en vez de abierto. La utopía de los estados verdaderamente nacionales no es la democracia, no es la polis: es la comunidad cultural y normativa, sino étnicamente, homogénea. La metáfora de la nación como familia extendida es muy útil. Sabemos que hay estructuras familiares que favorecen la endogamia, la cual no alienta el pluralismo en la organización social. Si eso tiene valor explicativo para la política, también sabemos que sin la diversidad que concibe el pluralismo las formas democráticas son improbables. La endogamia en la política, usando la metáfora en reverso, es el simple autoritarismo.

Nada de esto le importa a Vladímir Putin, por supuesto, quien en su propia nostalgia imperial va por toda Europa buscando personas con ancestros rusos, les concede pasaportes y pensiones del Estado, y con eso le alcanza para plantar su bandera, declarar soberanía y cambiar el mapa. Lo hace por medio de plebiscitos de dudosa legitimidad, invasiones o acciones terroristas de grupos adeptos. Curiosamente, el método tiene imitadores. Putin auspicia en Ucrania exactamente lo mismo que padece en Chechenia y Daguestán. Mientras los separatistas de Ucrania derriban aviones civiles, los Chechenos asaltan teatros y masacran al público.

El mundo de la utopía nacionalista es peligroso, bastante fanático y a la larga autoritario, y esto sin contar que, llevado a su última expresión, es un mundo que ni siquiera podría funcionar, plagado de micro-Estados inviables. Italia, por ejemplo —y no es el único caso— dejaría de existir si cada una de sus Escocias, sus Cataluñas —¡o sus Crimeas!— eligieran la independencia; después de todo, ni siquiera existía como Estado antes de 1870. Venecia dejó de ser Estado por una simple razón: su tamaño la hizo inviable como tal.

Los separatistas de todas las latitudes tienen que leer la historia. En definitiva, no hay nada demasiado romántico en la utopía nacionalista. Es más romántico el crudo realismo del Estado, tal y como lo conocemos.

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Chile y sus continuidades

La sociedad que votó el regreso de Bachelet a La Moneda demanda un cambio profundo después de años de inmovilismo. La mandataria electa apuesta por reformas tributarias y educativas, además de un ajuste en la Constitución.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

La victoria de Michelle Bachelet no es sorpresa. Después de la opaca presidencia del saliente Sebastián Piñera, sólo el anuncio de su candidatura bastó para instalar la convicción de que su triunfo estaba asegurado. Más que una elección, su retorno a La Moneda ocurriría por aclamación; un implícito referéndum en una sociedad que, después de muchos años de inmovilismo, demanda un cambio profundo. Con una coalición ampliada, que ahora incluye al Partido Comunista, y liderada por el político más popular desde la transición de 1989, esa fuerza estaría destinada a terminar con los últimos enclaves de Augusto Pinochet: la Constitución de 1980, la estructura tributaria regresiva y la educación pagada, por nombrar los más relevantes.

A la luz de los resultados electorales, sin embargo, esas expectativas eran exageradas. Eso ya se vislumbró en la noche de la primera vuelta, cuando en el propio comando de campaña de Bachelet se respiraba un clima apesadumbrado. No haber ganado en primera vuelta le dio un sabor agridulce a ese sólido 47%, y no contar con mayoría parlamentaria propia para la reforma constitucional incluso sonaba a fracaso.

Paradójicamente, esa noche la alegría reinaba en el búnker de los perdedores, donde el 25% de Evelyn Matthei, la contendiente de Bachelet, garantizaba llegar a la segunda vuelta. De manera aún más significativa, tal vez con ello se evitaba la tan pronosticada descomposición de la derecha. El Chile moderado y centrípeto de la postransición resultó estar vivo, y con mejor salud de la que se esperaba.

Entre tanta oratoria de cambio, viejas continuidades comenzaron a hacerse evidentes en la segunda vuelta. Bachelet triunfó con el 62%, un resultado importante, pero Matthei obtuvo el 38%, un resultado impensado. Eso no solo evita la disgregación de la derecha, también la re-constituye como oposición legítima. Más aún, ese resultado reproduce el Chile de la segunda mitad del siglo XX, el de los tres tercios. Ese Chile también está vivo y bien. Y tal cual el Chile de la transición, el de hoy continúa resolviendo ese empate por medio de la pragmática coalición entre el centro y la izquierda, antes llamada Concertación, hoy Nueva Mayoría.

La abstención es otra de las grandes continuidades. La abstención de 51% en primera vuelta, que llegó al 58% en la segunda, podrá ser histórica en los números, pero no es un fenómeno nuevo. De hecho, la sociedad viene exhibiendo pasividad y desapego con la democracia desde los 90, especialmente los jóvenes. Sobre esta base, la decisión de eliminar la obligatoriedad del voto resulta entonces incomprensible.

La alta tasa de abstención de los jóvenes también pondrá algunos signos de interrogación sobre la verdadera capacidad de convocatoria de los líderes estudiantiles, algunos de los cuales se sumaron a la coalición victoriosa y obtuvieron escaños parlamentarios. La capacidad que tuvieron para movilizar estudiantes durante las célebres protestas, sin embargo, no fue replicada por una similar efectividad para hacerlos votar. En democracia, poner gente en la calle para arrojar molotovs pierde sustancia y significado, si ello no se traduce en una vibrante participación electoral.

En este contexto, Bachelet comenzará su presidencia sin los votos propios para reformar la Constitución, necesitando un acuerdo con la fuerza política que precisamente se ha beneficiado del sistema electoral binominal que la Constitución consagra: la derecha. Improbable que ello ocurra, pero no obstante una prueba de fuego a la capacidad de liderazgo y negociación de la presidenta.

Las otras reformas también serán materia de negociación. La fiscal generará debate entre los propios economistas de la coalición gobernante, muchos de los cuales han sido complacientes todos estos años con la desigualdad existente, a efectos de “no ceder a la tentación populista y mantener los equilibrios macro”, remanida frase escuchada en el Chile democrático. Resultó ser que, en el milagro económico chileno, la reducción de la desigualdad fue menor de lo que se pensaba. La reforma educativa, a su vez, invitará un intenso debate acerca del tema de la equidad, ya que la gratuidad no garantiza equidad por sí misma (en definitiva es un subsidio a las clases medias y altas), y también acerca de la calidad, dado que no hay consenso entre los expertos sobre la específica relación causal entre calidad y gratuidad.

En definitiva, Chile inicia otro capítulo de su democracia de “baja intensidad”, pragmática y moderada. No habrá revolución ni vía chilena al socialismo. Las reformas serán graduales, tal cual han sido desde 1988, cuando los partidos de centro y de izquierda decidieron “terminar con el régimen militar con las reglas de juego del régimen militar”. En definitiva, habrá más de la tal vez aburrida e insípida negociación democrática que hubo hasta ahora. Aburrida e insípida para aquellos que desearían ver alguna epopeya neo-bolivariana en la Alameda, claro está, pero predecible, estable, y por ende más vivible, para el ciudadano común. Democracia y punto.

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