Hace unos días, el exministro Gabriel Loza publicó en Chile un interesante artículo sosteniendo que la conquista española demuestra la importancia que los economistas laureados recientemente con el Premio Nobel asignan a las instituciones en los procesos de desarrollo. Me gustó el enfoque de largo plazo y el esfuerzo de darle el giro «institucionalista» al debate sobre la presencia española en América. Pero me pareció inapropiado evaluar el pasado con los criterios del presente, sobre todo si ese pasado se describe de una manera que ha sido puesta en duda por historiadores contemporáneos.
El autor deduce en su texto que no solo debemos esperar disculpas sino la devolución de los excedentes extraídos. Es una reiterada demanda populista, actualizada hace poco en México, que sigue careciendo de fundamentos, aunque se invoque a los Premios Nobel.
La leyenda negra
El artículo comienza admitiendo la existencia de una leyenda negra sobre la conquista española y su posterior presencia en América, que resalta y exacerba sus rasgos negativos con base en datos e informaciones seleccionadas para ese fin. Sin embargo, de inmediato recurre al fundador de esa leyenda negra, Bartolomé de Las Casas, autor de una «Brevísima Relación…» que se publicó en 1552 y se tradujo de inmediato a varios idiomas, dándole al fraile dominico una fama muy duradera.
El testimonio de Las Casas fue muy influyente. Mucho antes de que publicara su folleto y solo conociéndolo verbalmente, el rey ordenó una inmediata investigación de las denuncias, paralizando todos los proyectos de exploración y conquista hasta que se conocieran los resultados de la investigación. Testimonios de otros frailes, como Bernardino de Sahagún y Toribio de Benavente, que estaban en el continente (Las Casas hasta entonces no había pasado de Santo Domingo), aseguraron que el dominico mentía, proyectando casos extremos como si fueran comunes. Como resultado de este proceso, la Corona reunió a los juristas de mayor prestigio para elaborar las que se conocen como Leyes de Burgos (1512), incorporadas luego como parte de las Leyes de Indias, y que se consideran como precursoras del derecho internacional y de los derechos humanos, ya que se incluyeron en ellas las argumentaciones sobre el derecho natural de la Escuela de Salamanca, liderada por Francisco de Victoria.
Esto no impidió que el testimonio de Las Casas fuera convertido en la base inicial de la leyenda negra, pero ningún autor serio debería seguir considerándolo una fuente confiable en esta discusión. La «catástrofe demográfica» a la que también suele aludirse tampoco existió, aunque sin duda los conflictos y las epidemias han debido ser muy dañinos. Nicolás Sánchez Albornoz estudió el tema con gran rigor, compilando y contrastando diversas fuentes.
Luego, Loza menciona como evidencia de la intención explotadora el hecho de que se denominara a los indígenas como «vasallos libres» en la normativa española. Sin embargo, debería saber que esa denominación era general, para todo súbdito de la corona. Por entonces no existía el concepto de ciudadanía para referirse a gente con derechos dentro de una nación o estado. La de «vasallo o súbdito» lo era y podía referirse tanto a un noble como a un artesano o a un campesino. Las Leyes de Indias ya mencionadas ratificaron una decisión inicial de la misma Isabel de Castilla: los habitantes de las Indias deben ser respetados y protegidos, y evangelizados (para la época y la intención de la Corona, evangelizar era sinónimo de civilizar y valía tanto para los habitantes de América como para los de la Península).
«Instituciones extractivas»
Nuestro autor se refiere luego al sistema tributario como otra prueba del carácter extractivista de las instituciones españolas. Su descripción del sistema tributario luce, a mi juicio, muy sesgada con la intención de resaltar su peso para los indígenas, quienes habrían sufrido un impuesto que no tenía carácter universal, como mandan las normas. Claro, las normas modernas, pero si se analiza el asunto en su contexto histórico, nos encontraremos ante un sistema tributario emergente y muy complejo. No había entonces en ninguna parte del mundo un sistema de impuestos unificado, con archivos individuales ni registros contables. Por eso, evaluarlo desde nuestra modernidad es ahistórico. El tributo indigenal era «comunitario» y permitía conservar y respetar las formas de vida de las comunidades, pues los encargados de la cobranza eran sobre todo sus autoridades naturales (no era entonces que los caciques se las hubieran «ingeniado»). Y eran negociables. Por ejemplo, se bajaban cuando el reclamo demostraba sequías o epidemias. Para eso estaban los visitadores, que censaban a la población y verificaban la capacidad tributaria del grupo. Esto no era innovador ni exclusivo para los indígenas. Diversos grupos en la península tributaban de la misma manera.
Por otro lado, no es cierto que los indios fueran los únicos que pagaban impuestos. Existían las alcabalas que pagaban los comerciantes y artesanos y, como se recuerda en el mismo artículo, los productores pagaban el quinto real (20% sobre la producción) en la minería. Muchos de los levantamientos que ahora «interpretamos» como protoindependentistas no eran más que rebeliones fiscales: Alejo Calatayud y Túpac Amaru II, para no ir muy lejos.
La mita, en ese orden, debería considerarse parte del sistema tributario: pago de las comunidades en trabajo. Y como el mismo Gabriel Loza lo señala, tampoco era gratuito. Los mineros tenían que pagarles alimentos y remunerarles con el mismo mineral. Es conocido que todo trabajo en la mina es duro y difícil, pero muchos mitayos eludían el retorno a sus comunidades y se quedaban como asalariados en otra mina, seguramente porque sus oportunidades eran mayores ahí.
Por último, aunque no tenemos certeza de cómo era el sistema tributario en el periodo precolombino, ya que no existían archivos ni registros, la tradición cuenta que de la producción se reservaba un tercio para el Inca, un tercio para el culto y el resto para la comunidad. Aunque se dice que en épocas de hambre se recurría a los almacenes del Inca, este sistema supondría una carga tributaria del 66% sobre la producción. No lo sabemos con certeza, pero la tradición no sugiere un régimen muy bondadoso.
¿Qué hacía la Corona española con ese dinero? Nuestro autor sugiere que eran «excedentes» que se extraían de América y llevaban a España, sugiriendo incluso que la demanda de la Presidenta Sheinbaum no debería limitarse a que pidan perdón sino a que devuelvan esos excedentes. Eso no tiene sentido. El mismo Loza menciona que además de muchos conventos, había escuelas y hospitales. Difícil saber si todo eso era poco o mucho, pues dependía de cuánta población cercana podían atender, pero de hecho muchos de los conventos y parroquias también ofrecían formación y atención de salud. Y había que cubrir otros gastos de la Corona que hoy podemos apreciar en ciudades, construcciones y obras que no existían antes de la llegada de los españoles y que todavía perduran. Por lo tanto, los excedentes no se pueden devolver ya que se quedaron acá, levantando más de mil ciudades y financiando universidades, hospitales y acueductos. Un botón de brillo propio para muestra: en 1593 se creó en Chuquisaca la Cátedra de Lenguas Americanas dedicada a estudiar, registrar y diseminar el aimara y el quechua. A costa de los fondos reales, por supuesto, como años después lo sería la Universidad de San Francisco Xavier.
Concluye Loza su artículo con una referencia algo nostálgica aunque también escéptica a la colonización inglesa y francesa en el norte del continente. No hay punto de comparación. Esas sí fueron extractivas y genocidas. Basta recordar que los colonizadores ingleses, franceses y holandeses no dejaron casi nada en sus colonias de América y África comparado a lo que construyeron los españoles y pervive 400 años después. Lo que es todavía más grave es recordar las cacerías de indios que promovía la corona francesa y las masacres perpetradas por los ingleses, evidenciadas en la bajísima proporción de población indígena que ha quedado en el norte y la desaparición de lenguas y culturas. A ninguno de ellos se le ocurrió registrar una gramática como lo hicieron los españoles con el náhuatl en Nueva España o con el aimara en Charcas. Y volviendo a un hecho ya mencionado, en ninguno de esos estados colonizadores se admitió nunca una publicación crítica como la de Las Casas, no se pusieron en duda sus políticas ni se formularon leyes y normas que regularan el desempeño de sus autoridades y los derechos de sus «vasallos». La propia Isabel de Castilla, que murió al comenzar el siglo XVI, marcó la línea al castigar a Colón por llevar esclavos indios al retorno de su segundo viaje y al recomendar que se impulsaran matrimonios mixtos, que fueron impensables en muchos otros países hasta bien entrado el siglo XX.
Instituciones y desarrollo
El tema central que plantea Gabriel Loza en su artículo, siguiendo a Robinson, Acemoglu y Johnson, sobre la influencia de las instituciones en el desarrollo, es sin duda relevante y merece mayores reflexiones, pero es necesario asentarlas en una comprensión adecuada de las instituciones y la manera en que ellas perviven e influyen en los comportamientos. No podemos caer en la conclusión simple de recordar las caricaturas que se han hecho de ellas y usarlas como explicación de una realidad actual.
La pobreza en Hispanoamérica no se debe a que hubiéramos sido conquistados y colonizados por una potencia atrasada que envió ejércitos de hombres ignorantes, sucios y violentos. España no hubiera podido realizar ese enorme emprendimiento si en ese momento no hubiera tenido los recursos científicos, tecnológicos, económicos y políticos más avanzados para hacerlo. También es indudable que se encontró en América con civilizaciones complejas pero con capacidades tecnológicas muy débiles. No conocían el hierro ni la rueda y carecían de escritura. Sobre la base de ese encuentro y una explícita intención de adaptar instituciones respetando culturas y comunidades es que se levantó el imperio español del que formamos parte por 300 años, con testimonios de riqueza que todavía podemos admirar en todas nuestras ciudades, muchas de las cuales eran más ricas que sus correspondientes europeas.
¿Qué sucedió después? Las repúblicas consiguieron los beneficios de la independencia pero también sufrieron los costos de la desintegración. Nunca hemos calculado los beneficios y los costos ni hecho las cuentas, por lo que no tenemos un balance de lo hecho; simplemente asumimos que aquella gesta fue lo mejor que nos pudo haber pasado en la historia. Ni lo ponemos en duda, así de fuerte es la narrativa que nos llega y que sigue empujando a muchos a buscar culpables ajenos.
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