Infierno punitivo
La sociedad no privilegia la comprensión de los problemas, sino la búsqueda de culpables.
El país se encuentra atrapado en una paradoja. Por un lado existe una extendida convicción social de que el sistema de justicia nacional es ineficiente y corrupto; y al mismo tiempo insistimos en judicializar cualquier conflicto, con el objetivo de castigar implacablemente a cualquiera que consideramos, con pruebas o sin ellas, culpable de nuestros males.
La crónica judicial reciente es sintomática de un sistema en crisis que enfrenta grandes dificultades para garantizar una resolución oportuna, transparente y justa de los casos; así como el debido proceso, la presunción de inocencia y el respeto de los derechos humanos de todos los involucrados. El caso de Reynaldo Ramírez, condenado a 30 años de prisión por un crimen que no cometió, es sintomático de la fragilidad institucional de la Justicia en el país, pero también de una sociedad que privilegia no la comprensión de los problemas que la aquejan, sino la búsqueda de culpables; y en la que se utilizan los tribunales para ajustes de cuentas políticos o personales.
No sobra recordar que es deber del Estado investigar y castigar todos los actos que contravengan las leyes, a través de procedimientos que garantizan una investigación adecuada de los hechos, y el respeto de los derechos de las víctimas y de los acusados. Nada justifica que se violen esos derechos básicos. Se ha discutido mucho de los problemas del sistema judicial para garantizar estos principios. Sin embargo, no se habla suficientemente sobre las prácticas sociales ni de la cultura política que impulsan y alimentan tales falencias.
Resulta hipócrita rasgarse las vestiduras, como se está haciendo ahora, sobre la irresponsabilidad de los jueces y fiscales que condenaron a un inocente sin pruebas suficientes sin reflexionar, también, sobre la tendencia generalizada de designar culpables sin esperar las investigaciones correspondientes; el uso de los “procesos judiciales” como armas contra los adversarios políticos, o la competencia por aumentar penas de cárcel sin medir las consecuencias, ¿De qué presunción de inocencia estamos hablando cuando gran parte de la opinión pública no descansa hasta ver enmanillado al “malvado” de turno? ¿O para la cual cualquier medida sustitutiva es un arreglo o una muestra de debilidad del sistema? Eso no evita que muchos de los inquisidores pongan cara de compungidos cuando se informa que el 70% de reclusos no tiene sentencia o que el hacinamiento en las cárceles supera el 300%.
Un botón de muestra de que aprendemos poco de estas tragedias humanas: sin saber con precisión los errores que se cometieron en el caso de Ramírez, a las pocas horas de su revelación han surgido voces reclamando cárcel y ostracismo para los supuestos responsables. La máquina judicial punitiva goza, pues, de muy buena salud y no hay indicios que den un respiro para los ciudadanos. Y en eso todos somos responsables.