El médico como ‘Ángel de la muerte’
Particular predilección tenía Mengele en usar enanos y gemelos como dóciles cobayas para sus experimentos.
Los recuerdos traumáticos de la Segunda Guerra Mundial parecen inagotables en temas que son objeto de películas, reseñas históricas, testimonios, novelas, cuentos, obras pictóricas, museos y monumentos. Por ello, no llama la atención que el premio Renaudot 2017 hubiese sido otorgado al francés Olivier Guez, por su novela La disparition de Josef Mengele, editada por Grasset, en 236 páginas que se leen con el interés que despierta saber cómo el criminal nazi más buscado pudo burlar policías, periodistas y sabuesos de todo calibre por cerca de 30 años, sin afrontar los trágicos epílogos de sus homólogos Adolf Eichmann o Klaus Barbie que como él, creyeron encontrar en América del Sur un escondite seguro y condescendiente.
Sorprende la meticulosidad del relato, con anotaciones exactas de las casas y empleos que ocupó el fugitivo, revelando nomenclatura impecable de sus ubicaciones. Nacido en 1911, el brillante investigador nazi de la biogenética humana encuentra, a sus 30 años, material valioso en los prisioneros judíos y gitanos del campo de concentración de Auschwitz para sus pesquisas sobre los misterios que aún persistían en esa época acerca de las taras hereditarias. Particular predilección tenía Mengele en usar enanos y gemelos como dóciles cobayas para sus experimentos.
Hijo de un acaudalado industrial de la pequeña aldea Günzburg, en su furtivo refugio de la Argentina aún recibía la ayuda paterna y hasta la venia del patriarca para amacizarse con la viuda de su hermano mayor, a quien aborrecía. Bajo el seudónimo de Helmut Gregor unas veces, y otras con su verdadero nombre, consigue pasaportes y papeles sin esfuerzo en la era de Perón, a quien el autor le atribuye —exageradamente— una complicidad sin límite con los resabios del nazismo.
La plácida vida de Mengele llega a su fin cuando agentes de la temible Gestapo israelí, el Mossad, secuestran a Eichmann y lo transportan dopado hasta Tel Aviv. Entonces el “Ángel de la muerte”, responsable del exterminio de miles de cautivos, vive a salto de mata, internándose primero en Paraguay y luego, en Brasil, donde, pese a una intensa búsqueda, nadie consigue atraparlo. El novelista añade a ese agitado itinerario la sal y la pimienta que requiere una reseña tan pormenorizada, que sin esos ingredientes hubiese sido un aburrido informe policial.
Nótese que a quien elogiaban sus conmilitones hitleristas como “el alquimista del hombre nuevo” o el sabio “ingeniero de la raza aria”, durante su pasantía por Auschwitz desde mayo de 1943 hasta enero de 1945, era un joven galeno imbuido de la doctrina nacional-socialista y consciente de que el fruto de su obra maléfica sería un bastión esencial en la construcción del universo ario. Para quienes vivimos en Buenos Aires la etapa final del reino de Juan Domingo Perón, nos alarma la nómina de antiguos nazis ocultos en empresas, tiendas y otras coberturas que denuncia Guez, pero no refutamos la evidencia, porque sus pruebas hacen fe.
Los últimos años que pasa Mengele en el Brasil, a la sombra de nazis jubilados, son el peor calvario que castiga su vanidad. El realismo mágico de Guez retrata al médico-asesino como víctima de todos los males inherentes a la vejez. Aunque cuando fallece en la playa paulistana de Embu, el 7 de febrero de 1979, solo tenía 68 años. Entretanto, su fantasma continuaba merodeando las policías y los juzgados del mundo, hasta que años más tarde forenses brasileños confirmaron que el esqueleto enterrado bajo el nombre de Wolfgang Gerhard en el cementerio local era efectivamente el de Josef Mengele. Sus familiares en Alemania no creyeron oportuno reclamar la osamenta, que fue donada como trofeo al Instituto médico-legal.