¿Filmar o salvar?
Las cámaras de seguridad registran en su memoria todos los acontecimientos que suceden en la calle, en las puertas de los bancos, en las aceras de enfrente. En cualquier hecho donde estén involucrados automóviles, las placas quedan identificadas, como sucedió en septiembre del año pasado cuando una joven fue asaltada y asesinada en un radiotaxi; o aquellas que grabaron las entradas y salidas de la mujer en un banco en el altiplano paceño que supuestamente colaboró en el desfalco de esta institución financiera; o la identificación de una pandilla que golpeó a una pareja hasta que una cámara les quitó la impunidad a la que estaban acostumbrados.
Las silentes cámaras retienen imágenes de buenos y malos momentos, aunque las convocan como testigos generalmente para las tragedias. Se han hecho muy útiles y la gente pide que se coloquen más en los lugares públicos, con la esperanza de amedrentar a quienes, confiando en la soledad o en la oscuridad, pretenden cometer una fechoría.
Eso en cuanto a las cámaras de seguridad. Pero hay otra práctica que cada día se está haciendo más común y que en muchos casos requiere de sangre fría o de cierta impiedad para llevar a cabo. Me refiero a quienes graban en sus celulares las desgracias que presencian. Esto quedó demostrado en las explosiones de Oruro, quizás más visible en la primera, ocurrida el sábado de Carnaval mientras se realizaba la entrada. Son varias las filmaciones que intentan, sin falta de morbo, mostrar a los heridos, allí no había intención de socorrer a quienes se quejaban por las heridas, la prioridad era tener la filmación en su celular para luego pasarla a sus amigos virtuales y viralizar sus imágenes en una suerte de competencia sin meta y sin límites.
Son conocidos los casos en los que periodistas fotografiaron o filmaron escenas de horror como la imagen de la niña que en junio de 1972, en plena guerra de Vietnam, corría con los brazos abiertos mientras su cuerpo ardía en napalm. O la de los activistas que en su desesperación se prendían fuego a lo bonzo para protestar por lo que consideraban injusto. En su momento se cuestionó la función del periodista: ¿qué debió hacer, seguir filmando o ayudar a quienes morirían si no se hacía algo para salvarlos? El cuestionamiento es válido para cientos de miles de ciudadanos de todas las edades, estratos sociales o niveles de instrucción, que filman sin pestañear accidentes, peleas sean en lugares públicos o privados, golpizas, atracos, manifestaciones, gente que se insulta, violaciones, miserias humanas; luego las suben a las redes sociales y esperan, como buitres, que su presa sea vista por la mayor cantidad de espectadores. El ejercicio cunde, el morbo exige y surge la pregunta ¿filmar o salvar?