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Wednesday 8 May 2024 | Actualizado a 10:28 AM

Los Goebbels de estos tiempos

Los objetivos de control autoritario y extremista del poder se retroalimentan tocando fibras ciudadanas sensibles

/ 19 de julio de 2018 / 04:08

Se extiende por distintos rincones del mundo una marea negra de intolerancia, xenofobia y populismo. Políticas con esos denominadores comunes y medios de propaganda desde el poder que encuentran analogías con los que puso en marcha Joseph Goebbels (brazo agitprop de Hitler) en la década de los años 30 del siglo pasado. En Asia, el caso emblemático de Rodrigo Duterte en Filipinas es de horror. Miles de asesinatos cometidos abiertamente desde el Estado en los últimos dos años con una secuela de más de 7.000 muertos en nombre de la guerra contra las drogas. Ejecuciones extrajudiciales sistemáticas que no generan en el mundo horror o protesta. Y, al revés, hasta motiva elogios de Trump, quien ha destacado el “increíble trabajo” de Duterte en este terreno.

En Europa, la ofensiva no es a sangre y fuego —al menos aún—, pero la marea negra avasalla sin que la Unión Europea pueda hacer algo muy efectivo para contrarrestarla. Gobiernos ultraderechistas y populistas como el de Orbán en Hungría o el de Polonia (que, de facto, maneja Kaczynski), son emblemáticos de un sectarismo y autoritarismo gubernamental que no se conocía en Europa desde la década de 1930, cuando tuvo lugar el furor del antisemitismo. Claro ejemplo de ello es la reciente ley húngara que establece que ayudar a inmigrantes es delito, o las regulaciones prohibitivas de donaciones a las ONG. En Polonia esto va de la mano con el feroz ataque a la independencia judicial, poniendo bajo control gubernamental, tanto al Tribunal Constitucional como a la Corte Suprema.

Los objetivos de control autoritario y extremista del poder se retroalimentan tocando fibras ciudadanas sensibles: “identidad de la nación” y hasta algunos loables como “seguridad ciudadana”. Todo sirve para agresivas y sistemáticas campañas de propaganda de estilo goebbeliano por Duterte, Orbán o los seguidores de Kaczynski, quienes gozan hoy de respaldo mayoritario en sus países. Preocupante, porque parecería no haber nada muy eficaz para oponérseles. En estos tiempos de globalización conceptual de democracia y los derechos humanos, ella está en cuestión.

En Latinoamérica se registraron varios casos de éstos en el pasado. Y procesos como el de regímenes hoy cuestionados, como el de la pareja Ortega-Murillo en Nicaragua, son ejemplo de eso. Pero con una diferencia fundamental con lo que pasa en países como los mencionados: en Latinoamérica son procesos políticos “de salida”, en caída libre. La pregunta es si hay condiciones o terreno fértil para que fenómenos como los que menciono aquí a modo de ejemplo pudieran “prender” en la región.

Tres anotaciones. Primero, claro que hay condiciones. Si la inseguridad ciudadana es percibida, con algo de razón, como el principal problema de la sociedad, la mano dura puede aparecer como una opción tentadora ante el agobio sufrido por la acción impune de la delincuencia. Tentación que puede calar en líderes políticos en contexto de hartazgo frente al crimen.

Segundo: no estamos ante una ruta fatal hacia el autoritarismo. De hecho, nada permite concluir que un camino de ese tipo se esté volviendo una ruta modélica a ser seguida, o que las mayorías apuesten electoralmente por esas opciones. Así por ejemplo, en las dos elecciones presidenciales más recientes (Colombia y México) los resultados no dejaron cabida para modelos tipo Duterte u Orbán. No se podría sostener, por ejemplo, que Iván Duque o López Obrador encarnaran esas opciones.

Tercero, que, habiendo terreno fértil, nada puede impedir que en algún país de la región se caiga a corto plazo en esta tentación. Algunos comentaristas ven, por ejemplo, más de una analogía entre el discurso mortícola, homofóbico y populista de Bolsonaro en Brasil con el de Duterte. Y algo más grave: este excapitán del Ejército, natural de Campinas, sigue a Lula en las preferencias electorales. ¿Sin el expresidente en carrera, estaría Bolsonaro primero?

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Perú: independencia judicial y corrupción

El Congreso parece buscar, por todos los medios, desviar las investigaciones que afectarían a los funcionarios sindicados

/ 22 de agosto de 2018 / 03:58

Todo empezó por la pesquisa impulsada por una valiente fiscal del Callao, Rocío Sánchez, para indagar sobre conexiones entre el crimen organizado en el principal puerto peruano y la colaboración delictiva de ciertos jueces, abogados y autoridades. Las grabaciones solicitadas por ella al juez confirmaron la certeza de esa línea de investigación, y abrieron una ruta arborescente de una amplia gama de delitos que involucra a magistrados (jueces y fiscales) y a los integrantes del máximo órgano para la designación y sanción de magistrados (el Consejo Nacional de la Magistratura-CNM).

Escándalos sobre corrupción en el sistema judicial vienen estallando en varios países de América Latina. Sin que sean los más graves, resuenan casos como el que la prensa llamó el “cártel de la toga” en Colombia (2017), o el reciente en Costa Rica que terminó con la separación de un magistrado de la Corte Suprema y la renuncia de su presidente.

Lo que se ha venido conociendo en el Perú en el último mes supera con creces todo lo anterior. Ha producido ya un tremendo cataclismo: remoción del presidente de la Sala Penal de la Corte Suprema, prisión —previa remoción— del presidente de la Corte del Callao, destitución de todo el CNM (y la suspensión de sus funciones), y la renuncia del presidente del Poder Judicial. A la vez, ha asumido la Fiscalía de la Nación un personaje cuestionado por su interacción con esas redes de corrupción y por sus reiteradas mentiras públicas negando contactos, luego comprobados, con miembros de la red.

Estas evoluciones tienen un carácter claroscuro, ya que las revelaciones no cayeron del cielo ni parecen haber caído en saco roto. Las generaron una fiscal y un juez corajudos, y luego de ellas el sistema judicial reaccionó: se han abierto numerosos procesos, hay varios detenidos y han sido destituidos varios altos funcionarios, aunque queda pendiente el Fiscal de la Nación, quien se niega a renunciar, y que, paradójicamente, no puede ser removido, pues está suspendido el órgano que lo podría hacer (CNM).

El reto ha sido bien enfrentado por el gobierno de Martín Vizcarra. Lleva escasos cuatro meses de Presidente y ha reaccionado con iniciativa y propuestas de reforma constitucional y legal que podrían llevar a un referéndum en los próximos meses. Ello “oxigenaría” un sistema político colapsado en el que el Congreso de mayoría fujimorista (con ralo 8% de aprobación) parece buscar, por todos los medios, desviar las investigaciones o decisiones que afectarían a los funcionarios sindicados como parte de la red de corrupción.

A diferencia de la corrupción centralizada y vertical de los tiempos de Fujimori/Montesinos (hasta 2000), la actual está compuesta por varias esferas y redes de poder que van desde estructuras de clientelaje y tráfico de influencias recíprocas, corrupción en la emisión de decisiones jurisdiccionales, beneficios a personajes del sector privado, periodistas y a políticos.

Si bien el narcotráfico (Callao, principal ruta de exportación) pudo estar en el inicio de las indagaciones de la fiscal Sánchez, ha quedado temporalmente opacado como tema central ante la “caja de Pandora” que ha estallado. Es de esperar que eso no se olvide y que haya al respecto una estrategia de investigación y acción eficaz.

Hay que reiterarlo: la amenaza global presente a la independencia e integridad judicial en el mundo no está solo en las tentaciones del poder político a controlarlo todo y carecer de contrapesos. Está en el crimen organizado y la corrupción; paradoja, o no, quienes están mandados por los tratados internacionales y las leyes a combatirlo son los jueces y fiscales. Todo se juega, pues, en situaciones como ésta.

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Sintonías y discordancias

El manejo gubernamental revela una pasmosa falta de sintonía con una sociedad que se ha democratizado.

/ 14 de enero de 2018 / 04:00

El indulto a Alberto Fujimori dispuesto por el presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski (en nombre de la “reconciliación nacional”) en la noche de Navidad ha abierto una crisis política de dimensiones y una polarización política y social a años luz de cualquier atisbo de reconciliación. La crisis y tensión generadas han puesto de manifiesto varios problemas en este escenario convulsionado. El viernes no más marcharon contra el indulto en las calles de las principales ciudades decenas de miles de jóvenes en clima diametralmente opuesto a cualquier brisa de “reconciliación”.

Más allá de lo que cada cual piense sobre el indulto, el manejo gubernamental da cuenta de una pasmosa falta de sintonía con la real dinámica de una sociedad que se ha democratizado y en la que hay instituciones que ocupan su espacio y gente con noción de sus propios derechos. Destacan tres asuntos. Primero: un gobierno que parece no haberse dado cuenta de que en la estructura de poder institucional hay varios actores y que el Gobierno no es el único. Falta de sintonía con una realidad de pesos y contrapesos institucionales que parece no haber descubierto.

Disponer de indultos y derechos de gracia, cierto, es una facultad que la Constitución otorga al presidente, pero que en democracia no se ejerce como en los tiempos del Rey Sol, licencioso monarca absoluto. Hay regulaciones que el presidente tiene que cumplir para un indulto, y éste, a su vez, puede ser materia de revisión judicial (interna e internacional). Nada de eso parecería haber sido tomado en cuenta al disponer de un “indulto humanitario” basado no en las razones alegadas del supuesto grave deterioro en la salud del expresidente, sino en un apurado acuerdo político para salvar de la vacancia (destitución) al presidente Kuczynski.

Segundo: en pleno siglo XXI y en un Estado democrático no se puede prescindir ni atropellar los derechos de las víctimas como se ha hecho. Víctimas, además, que bregan activamente por sus derechos desde hace 25 años ocupan su sitio. Omitir este “dato” de la realidad, cuando se vive en democracia, está demostrando tener un alto costo político.

Quedaron en los 90 muchas víctimas por las masacres del gubernamental escuadrón de la muerte Colina (por las que fue condenado Fujimori). En los hechos de Barrios Altos y la universidad La Cantuta, mientras el condenado sigue sin pagar ni un centavo de la reparación civil de más de 16 millones de dólares que debe y siguen sin aparecer los cuerpos de nueve estudiantes víctimas en La Cantuta. Nunca se llevó a cabo el encuentro que buscaban con PPK desde que llegó al Gobierno en julio de 2016.

El tercer asunto en esta desconexión gubernamental con la realidad es la notoria falta de sintonía con la evolución democrática de la sociedad peruana y, en particular, con su extraordinaria interacción democrática con el mundo forjada en un país como el Perú en las últimas dos décadas.

Así, decisiones vinculantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y su aplicación pasaron de ser ilusión académica a expresión de viva interacción entre el derecho interno y el internacional. Parecería que ahora no se ha pensado que el indulto iba a ser ineluctablemente contestado por las víctimas ante el tribunal interamericano como, en efecto, ha ocurrido ya.

Instituciones claves como el Defensor del Pueblo y el Presidente de la Corte Suprema han enfatizado, lógicamente, y en sintonía con la evolución democrática, que lo que resuelva el tribunal interamericano tiene que ser acatado. En adicional discordancia conceptual, la Jefa del Gabinete ya ha insinuado que un fallo adverso al Gobierno podría ser desconocido.

Lo que está en el fondo no es, en realidad, una simple diferencia de opiniones o criterios, sino una contraposición entre dos ritmos, tiempos y lógicas conceptuales. Una que parece más bien congelada en la edad de las cavernas y las otras democráticas y abiertas al mundo, que son las que, felizmente, prevalecen en los tiempos que corren.

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Perú: samuráis y kamikazes

Lo que es esencia de la democracia (pesos y contrapesos en el Estado) es para algunos una anomalía a cancelar.

/ 21 de noviembre de 2017 / 04:15

Tanto en samuráis como en kamikazes había heroísmo y valor. Puestas de lado ambas cualidades, hay fragmentos simplificados de cada cual (lo belicista y confrontativo en el samurái y lo suicida en el kamikaze) que afloran en el actual drama político peruano.

En una lid desigual y corrosiva, el fujimorismo, en el ejercicio de su mayoría parlamentaria, nada ha propuesto de políticas sustantivas y solo ha producido embates ruidosos que ya han arrastrado a varios ministros de Estado y amenazan seriamente, en estas semanas, las propias condiciones básicas del funcionamiento de un Estado democrático. Concesiones cotidianas del Gobierno son tan reiteradas como inútiles para contrapesar esa dinámica confrontativa. Los analistas describen la situación como la de un “golpe de Estado” en desarrollo. Teniendo en cuenta el antecedente del “autogolpe” de

Alberto Fujimori en 1992, a través del cual se instauró en el Perú un régimen autoritario y uno de los más corruptos de la historia del país, la situación es como para abrir los ojos.

Costó mucho esfuerzo y brega iniciar a fines de 2000 la transición y reconstrucción democrática. Funcionó. Con sus luces y sombras, lo que siguió desde esa fecha fue mayor estabilidad económica y social y una continuidad democrática sin precedentes en la historia peruana. Por primera vez, también, un sistema judicial razonablemente independiente. Pero lo que es esencia de la democracia (pesos y contrapesos en el Estado y la sociedad) es para algunos una anomalía a cancelar. Y en eso están a todo vapor.

Así como el régimen fujimorista en los 90 hizo de la mutilación del Tribunal Constitucional una herramienta para poder ejercer el poder absoluto, esa mayoría parlamentaria está impulsando atropelladamente una acusación constitucional contra cuatro de sus siete miembros. No hay análisis constitucional o democrático válido que pueda sustentar jurídicamente una sanción de destitución por el hecho de que una mayoría parlamentaria discrepe de un fallo adoptado, en su autonomía, por el tribunal.

La estrategia parece ser clara: eliminar esta esencial herramienta de control político y constitucional del poder de manera que después cualquier esperpento normativo pueda pasar por “constitucional”. Como se hizo antes en el Perú y más recientemente en lugares como Venezuela o Polonia.

El fiscal de la nación, Pablo Sánchez, es la otra víctima directa de este rodillo autoritario; en sintomática reacción a la investigación por lavado de activos abierta por la Fiscalía a un importante financista del fujimorismo. A Sánchez (funcionario probo y calificado) lo están acusando por “infracción constitucional” para destituirlo. Una institución, como la actual Fiscalía peruana, que hoy investiga con independencia muy graves hechos de corrupción, de prosperar la denuncia sería golpeada en la médula; para que, como en el pasado, prevalezca la impunidad.

El avasallamiento a las instituciones afecta, como es obvio, no solo a quienes serían destituidos. Amenaza a toda la sociedad y al funcionamiento de un gobierno arrinconado y debilitado por una sistemática corrosión y su propia inoperancia frente a la misma. Pero de eso no todos parecen darse cuenta. La complacencia silente frente a los zarpazos en ejecución está siendo suicida.

Troles fujimoristas o el discurso de un parlamentario del mismo grupo pesan hoy de manera decisiva y, acaso, más que el Gobierno elegido el año pasado precisamente para gobernar. Así, son esos ruidos vociferantes los que deciden lo que es atributo del Gobierno como la salida, hace un mes, del director general de Presupuesto Público (calificado profesional), los nombres de otros altos funcionarios y hasta el bloqueo del nombramiento de un calificado intelectual como agregado cultural en la Embajada de Perú en España. Es grave que, ante estas amenazas, quienes deberían reaccionar desde el Gobierno no lo hagan. El silencio, la puesta “de perfil” y otros —inútiles— gestos kamikazes unilaterales, como la reiterada puesta en la noticia de un supuesto indulto a Fujimori tienen, en este contexto, mucho de suicida y nada de heroico.

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Contra México y el mundo

El menú proteccionista de Trump es la recurrente repetición de escenarios que ya se han sufrido.

/ 12 de septiembre de 2017 / 04:15

Obsesivo con lo del muro fronterizo y blandiendo la amenaza de aumentar aranceles a los automóviles importados de México, para Trump los escenarios de confrontación, sin embargo, van mucho más allá de su vecino al sur del Río Grande. Cuando anuncia lo de los automóviles producidos en México está aludiendo, también, a los televisores coreanos o a los Ipads producidos en China.

El menú proteccionista de Trump ya se aplicó en el mundo; es la recurrente repetición de escenarios que ya se han sufrido y que condujeron a desastres como la Segunda Guerra Mundial. Después de la Primera Guerra, Europa sucumbió al proteccionismo en cadena para enfrentar la crisis de los 30. Eso no trajo bienestar, sino más crisis, desempleo y recesión. Solo Alemania salió de ello en la segunda mitad de la década con una gigantesca industria armamentística que acabó usándose como ya sabemos.

La Europa de la entreguerra fue también un espacio de enfervorizados nacionalismos étnicos y de un antisemitismo extendido. Tierra fértil, así, para que las tropas nazis ocuparan París sin disparar un solo tiro y el gobierno títere de Petain en Vichy pudiera oficializar el antisemitismo y fanatismo que ya medraba en tierras galas. Hitler no inventó el antisemitismo; ya existía y estaba extendido.

El plan Trump no conduce inevitablemente a la tercera guerra, pero sí promoverá escenarios de tensión en los dos escenarios. Primero, el efecto dominó de un agresivo proteccionismo estadounidense precipitaría reacciones en ese terreno. Más aún, teniendo en cuenta el curso antieuropeísta que empieza a prevalecer en el viejo continente, que caería como anillo al dedo en una Unión Europea en serios problemas.

Una incógnita clave es la conducta que adoptaría China: ¿reaccionar al proteccionismo con su propio proteccionismo o afirmar el libre comercio y la liberalización comercial? Un atisbo de la segunda opción ya se vio en la reacción de China frente al anuncio de Trump de que EEUU abandonaría el tratado del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) preparado sin China: anunciar con armar su propio acuerdo multilateral de libre comercio e inversión.

Segundo, la incentivación de tensiones étnicas y raciales. Eso de echarle la culpa de todos los problemas de empleo y de inseguridad a los mexicanos y a los musulmanes será, obviamente, parte del discurso oficial sostenido. Un mundo en el que ese fuese el discurso prevaleciente sería, obviamente, más inseguro e impredecible. Las cosas, sin embargo, no van inercialmente en una sola dirección. Así, dentro del propio campo de Trump, el nuevo fiscal general, Jeff Sessions, ha cambiado su discurso pronunciándose contra la restricción migratoria a musulmanes y contra el waterboarding que antes apoyó. ¿Algo de los famosos checks and balances en acción?

Además, siendo EEUU la principal potencia militar y económica, no está solo y hay contrapesos. Este dinámico siglo XXI ya es espectador, por ejemplo, de una China que es el primer exportador mundial y que gradualmente va afirmando su peso militar. Con la pluralidad de actores en el comercio internacional (China, Japón, Europa, etc.) juegan intereses que tendrían mucho que perder de imponerse el proteccionismo; algunos harán valer esos intereses. La Organización Mundial de Comercio (OMC) es vulnerable en muchos aspectos, pero es un poder concreto que contrapesaría dinámicas proteccionistas unilaterales. La apertura al exterior ha demostrado que genera crecimiento e inversión; eso cuenta.

De manera que si se llevan a cabo amenazas como la de establecer un arancel del 35% a los autos hechos en México, sería un error asumir que sería el único afectado. Hay más jugadores en la cancha, por lo que cuando México presente su queja ante la OMC, este no será un pleito de David contra Goliat.
 

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Nuevas armas contra la corrupción

El círculo vicioso de la corrupción  empobrece a los pueblos y enriquece a unos cuantos sinvergüenzas

/ 8 de agosto de 2017 / 03:17

En las calles de Moscú o en los noticieros de España y, por cierto, en las calles y redes de América Latina la gente clama contra la corrupción. Deseando que se corte ese círculo vicioso que empobrece a los pueblos y que enriquece a unos cuantos sinvergüenzas. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en corrupción se desvanece el 5% del producto global.

El desarrollo democrático permite que hoy se ventile por todo lo alto la corrupción reciente en varios países y que se den algunos pasos serios para investigar y sancionar a los corruptos. Si bien para algunos la corrupción de hoy es considerada “más de lo mismo”, el hecho es que no es igual. Al margen de lo que la democracia significa como espacio para que la mugre no permanezca en la oscuridad, la reciente experiencia latinoamericana pone a la luz novedades muy importantes —y positivas— en la acción de la Justicia.

Podrá ser manido hablar del caso Lava Jato, pero es necesario volver a mencionarlo para poner de manifiesto algunos pasos fundamentales que hoy se dan en la Justicia latinoamericana. Muchos hubieran sido impensables hace 10 o 15 años. Estos tienen que ver con desarrollos políticos y jurídicos tanto en el derecho interno de algunos países de la región como en el tratado internacional fundamental sobre la materia: la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, adoptada en 2003, de la que hoy ya son parte 181 países.

Dado el escepticismo extendido que suele existir en la opinión pública sobre los efectos prácticos y la “utilidad” real de los acuerdos o arreglos internacionales, en honor a la objetividad debe decirse, con toda claridad, que ese escepticismo es completamente infundado en el caso de esta convención, el único tratado mundial contra la corrupción. En ella se han recogido varios aspectos progresivos fundamentales que son herramientas claras y concretas para que avancen investigaciones penales simultáneas —y en interacción— entre varios países. Destacan tres aspectos fundamentales.

En primer lugar, se explicita que el sector privado puede ser no solo víctima, sino  también actor en la corrupción. Y que, entre otras cosas, debe cerrarse la “puerta giratoria” en la que altos funcionarios pasan después a actividades privadas “directamente relacionadas con las funciones desempeñadas o supervisadas por esos funcionarios públicos” (art. 12). También se establece el principio de la responsabilidad penal de las personas jurídicas (art. 26) que hoy aparece en primer plano en investigaciones como Lava Jato. Este camino era impensable hace muy poco tiempo.

En segundo lugar, alentar medidas para que las personas que hayan participado en delitos de corrupción proporcionen información útil a las autoridades. En América Latina, el Perú fue pionero en esto en 2000, cuando en el gobierno de transición de Valentín Paniagua se dictaron las normas sobre “colaboración eficaz” que fueron decisivas para destapar judicialmente el más grande proceso de corrupción de la historia peruana producido durante el gobierno de Fujimori. Después siguieron las normas de “delación premiada” en Brasil y otros países. La convención le da carácter universal a ese precepto y avanza en precisar que esa colaboración puede prestarse a las autoridades de otro Estado (art. 37).

En tercer lugar, la convención es contundente y precisa en normas para la cooperación penal internacional: extradición (aún son tratados bilaterales), investigaciones fiscales, asistencia judicial, etc. Nada de esto se había escrito y pactado internacionalmente antes con tanta claridad. Y, en especial, nada de esto se había traducido en procesos investigativos efectivos como los que hoy se llevan a cabo, por ejemplo, en la colaboración entre fiscales de Brasil y de Perú. Hasta hace poco hubiera sido una “herejía” (y hasta una ilegalidad) que un fiscal de un país le entregue a fiscales de otro país expedientes de investigaciones en curso. Ahora es prácticamente un deber. Nuevo escenario, pues, y varios pasos en una marcha que ni los más optimistas hubieran soñado hace una década.

* es abogado y político peruano, expresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

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