¿Qué pasó en La Haya?
Este triste destino confirma que la improvisación en diplomacia tiene un alto costo que pagar.
El fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en el diferendo Bolivia vs. Chile sorprende no por su radical decisión, sino sobre todo por la contundencia de su argumentación. Solamente dos jueces (Nawat Salam y Patrick Robinson) junto, como no podía ser de otra manera, al juez ad-hoc por Bolivia, Ives Daudet, manifestaron su desacuerdo. Claudio Grossman, el agente chileno, henchido de gozo, saludó el veredicto como un día de victoria del derecho internacional. ¿Pero qué anduvo mal para arribar a este catastrófico resultado? Analicemos, fríamente, el escenario.
La víspera del Día “D”, al promediar las 18.00, la comitiva boliviana entró presurosa al Crowne Plaza Hotel en fila india, para asistir a una reunión convocada por el Presidente del Estado. Más que de funcionarios, el cortejo parecía un desfile de pavos reales. Todos trasuntaban triunfalismo y se apresuraron a redactar el mensaje a la nación, celebrando la victoria. Un gafe dramático, primero porque no era aconsejable la presencia física del Jefe de Estado de una de las partes ante un fallo aún incierto. Y segundo, porque se lo exponía a padecer en carne propia un fusilamiento jurídico y mediático inmisericorde, como finalmente ocurrió.
El fatídico 1 de octubre, el Mandatario boliviano llegó al Palacio de la Paz poco antes de las 15.00 precedido de cuatro motocicletas. Evo Morales emergió raudamente de la limusina presidencial triunfante y risueño. Le seguían sus conmilitones con sombrero o despeinados. Cuatro expresidentes completaban la cofradía. Cuando el presidente de la CIJ, Abdulqawi Ahmed Yusuf, inició la lectura de los nueve argumentos bolivianos y uno a uno los fue echando al canasto, el aire de triunfalismo comenzó a disiparse, hasta que la siguiente frase conclusiva selló la suerte del diferendo marítimo: “La Corte encuentra que la República de Chile no asumió la obligación legal de negociar un acceso soberano al océano Pacifico para el Estado Plurinacional de Bolivia”. Además de recordar que su decisión es final, sin apelación y vinculante entre las partes, el Tribunal de La Haya registra en el documento 2018/49 que adoptó la medida por 12 votos contra tres, y que en la misma proporción rechaza los otros argumentos presentados por Bolivia.
Cuando el presidente Morales corrió el riesgo, hace cinco años, de llevar el caso al máximo Tribunal Internacional de la ONU contó con el unánime apoyo nacional. Sin embargo, aparte del docto agente ante La Haya y del articulado vocero de la causa, el resto de los miembros nacionales escogidos tenían modestos atributos. En cambio, fueron los abogados internacionales quienes se responsabilizaron de la gruesa tarea de encontrar en las pruebas documentales elementos para sostener en la tesis boliviana alguna sustancia jurídica que la apoye. Ahora se constata que sus esfuerzos fueron vanos. Cinco años predicaron a los conversos, sin admitir una opinión externa. Morales no escatimó gasto alguno para el pago de copiosos honorarios a los extranjeros y halagos prescindibles para los letrados criollos.
Una maquinaria administrativa apodada Diremar, nutrida de burócratas entusiastas pero sin calificación académica significativa, hizo lo que pudo, pero no fue suficiente para hallar mayor sustento a la altura de los jueces de La Haya. Lo que debería haber sido un “think tank” (grupo de expertos) se convirtió en una agencia de empleos. Ignoro si se estudió minuciosamente la peculiar modalidad que siguen los 15 jueces de la CIJ para ponerse de acuerdo. Condimento esencial para diagramar la estrategia inductiva destinada a ese alto cuerpo. Mientras tanto, el rol de la Cancillería boliviana fue prácticamente inexistente. El gesto patriótico y corajudo de Evo no fue secundado por sus allegados a los que confió tan gigantesca tarea.
Ahora Bolivia, con la faz contrita, deberá tratar de inducir a Chile a negociar, admitiendo que no está en la obligación de hacerlo y suplicando su buena voluntad. Triste destino que confirma que la improvisación en diplomacia tiene un alto costo que pagar. Aquella dramática experiencia mueve a pensar en revisar completamente la política externa del país, refrescando los operadores destinados al servicio exterior con personal idóneo, y no simplemente contratados por vinculaciones familiares, reciprocidad por servicios rendidos o favores políticos de conveniencia coyuntural.
* Doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.