Voces

Monday 29 Apr 2024 | Actualizado a 14:13 PM

Habermas y la justicia

/ 28 de enero de 2019 / 11:24

Para Jürgen Habermas, la justicia podría entenderse como la legitimidad construida a partir del diálogo racional, pero a condición de una situación ideal del habla que encierra condiciones de libertad e igualdad que posibilitan la racionalidad comunicativa. Para el pensador alemán, solo son legítimas aquellas normas de acción que son aceptadas por todos los posibles afectados por éstas como participantes de discursos racionales. Es decir que la acción comunicativa vendría a constituir el fundamento de validez de estas normas.

Para Habermas la justicia se justifica y argumenta a partir del lenguaje que se utiliza para legitimar las prácticas de asignación, reconocimiento, creación, modificación y restricción de ejercicio de derechos y el correspondiente cumplimiento de obligaciones. Por ello, la vieja y la nueva disputa sobre el sentido y contenido de la justicia se encontrarían inmersas en el lenguaje. En este sentido, la lucha por el logos (por el sentido del “logos”) del lenguaje viene a ser la crítica más fuerte que se puede hacer a Habermas (tomando su propia teoría) por parte de autores como Slavoj Zizek o Jacques Ranciere.

Por ejemplo, para Ranciere, la concepción de la justicia de Habermas se encontraría despolitizada, pues la injusticia no puede traducirse al lenguaje de la justicia, porque justamente el lenguaje de la justicia se sostiene a partir de esta injusticia. Es su condición. Cuando un segmento de la sociedad no es reconocido como parte de ésta, y actúa y habla para demandar reconocimiento, pero no se lo escucha, es entonces cuando se levanta el desacuerdo. El desacuerdo, título de uno de los libros de Ranciere, surge siempre como una especie de fractura en el orden social establecido. Desacuerdo no significa desconocimiento ni malentendido; retrata aquella situación de habla en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro. Es decir, estamos delante de una situación en la que dos personas que hablan de una misma cosa hacen referencia a un mismo término, pero no lo entienden con el mismo significado; no es posible encontrar comunicación porque no hay acuerdo en lo que quiere decir “hablar” ni sobre quiénes están en condiciones de hablar.

No es un desacuerdo simplemente lingüístico, sino que en general esta situación se la debe comprender respecto a la situación misma de quienes hablan, a su posición real en la sociedad. Los interlocutores del desacuerdo hablan desde racionalidades distintas, desde posiciones de poder distintas, comparten y no comparten un mismo logos. En la situación de desacuerdo lo que se pone en cuestión, en litigio, es la idea misma de justicia, la cual pasa de ser un enunciado lingüístico a una lucha política.

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‘Amathia’

Farit Rojas

/ 29 de abril de 2024 / 12:30

Para Sócrates, la ignorancia no es solo la carencia de saber, sino la existencia, hasta el hartazgo, de opiniones erróneas con las que se ha llenado el lugar que debía ocupar el saber. Para entender este tipo de ignorancia recordemos lo que Platón nos narra en la llamada Apología de Sócrates.

Se nos cuenta que Querefonte, viejo amigo de Sócrates, había preguntado al oráculo de Delfos si había en Atenas hombre más sabio que Sócrates, a cuya pregunta el oráculo respondió que no. Pero Sócrates, que no se consideraba sabio, empezó una búsqueda de hombres más sabios que él. Comenzó con un político que se decía sabio, es decir, que creía que era sabio pero, luego de un examen al que Sócrates lo sometió, no lo era, simplemente creía que sí lo era y exhibía como sabiduría una colección de opiniones erróneas que llenaban su aparente saber. Luego Sócrates visitó a los poetas y pese a que estos escribían hermosos poemas y profundas composiciones, no lograban dar razón de los mismos, lo cual llevaba a pensar que esos poemas y esas composiciones eran fruto de la inspiración y no de la sabiduría. Finalmente, Sócrates buscó a los artesanos, quienes sabían sobre su arte, pero este conocimiento los llevaba a creer que sabían de todo, lo cual no era cierto y oscurecía lo poco sabían. Entonces, Sócrates se dio cuenta de la existencia de una ignorancia mucho más compleja que la sola carencia de conocimiento, esta ignorancia se la nombra como amathia y consiste en creer que se sabe cuando no se sabe, es decir, estar lleno, hasta el hartazgo, de un saber que no es saber y estar convencido tercamente de que sí lo es. Fue entonces que Sócrates comprendió su sabiduría: sabía que no sabía, mientras los otros no tenían ese conocimiento.

Lea: Izquierda

La enseñanza de Sócrates consiste en que la ignorancia no es, en muchos casos, la falta de educación, sino que también una mala educación puede ser la culpable de una ignorancia grosera y altanera, pues si solo se dijera “no sé”, no habría mayor problema que empezar a aprender, pero responder con un “sí sé” cuando no se sabe, obliga a que la educación deba comenzar por una fase crítica de desaprender antes de empezar a aprender, y ésta es justamente la tarea de una enseñanza y un pensamiento crítico.

Los ignorantes, resultado de la amathia, eran muy peligrosos para los griegos, pues estos están llenos de ideas falsas y no preguntan ni investigan, pues solo repiten lo que creen saber, y lo más temible es que podían ejercer cargos sensibles para la existencia de la polis, desde ser maestros hasta ser gobernantes. Este tipo de ignorantes siguen siendo muy peligrosos hoy en día, pues al igual que el temor que tenían los griegos hoy podemos temer que muchos puedan acceder a cargos, funciones y puestos tanto públicos como privados.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA

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Izquierda

Farit Rojas

/ 15 de abril de 2024 / 07:07

Una de las distinciones que realiza Norberto Bobbio, en su libro Derecha e Izquierda, se refiere a la diferencia entre estos dos términos en sus expresiones y derivas políticas. Para Bobbio, la diferencia se encuentra en la manera en la que se trata la idea de “desigualdad”. Si se considera que la mayoría de las desigualdades entre los hombres son construcciones sociales, políticas, económicas y, ante todo, históricas, se admite que frente a ellas se pueden desarrollar iniciativas sociales, políticas y económicas para desmantelarlas, y así arribar en distintos tiempos a una igualdad. Si se piensa así estamos en la llamada izquierda, que varía entre los métodos para lograr la igualdad y los matices de lo que se entiende por igualdad. Por otro lado, si se considera que la mayoría de las desigualdades, por no decir todas, son naturales y, en consecuencia, vienen dadas por la suerte o una especie de lotería natural, se admite que por mucho que se intente cambiarlas el ser humano no puede ir contra natura, es decir, las desigualdades son y serán imposibles de eliminar, al punto que ni siquiera se debe perder el tiempo en pensar en políticas y alternativas para lograr la imposible igualdad, sino en fórmulas para la convivencia entre desiguales. Si se piensa así, estamos en la derecha, que varía entre los métodos para lograr la convivencia entre desiguales y los matices de lo que se entiende por desigualdad.

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Una idea similar la encontramos en la historia que se cuenta sobre el acto de ocupar la izquierda o la derecha. Se dice que en la sala de la asamblea francesa, en agosto de 1789, los conservadores y leales al rey que defendían las desigualdades que no deberían cambiar, entre ellas la sobrevivencia de la monarquía, la nobleza y el clero, se sentaron a la derecha, en cambio, los revolucionarios que consideraban que se debía llevar a cabo un cambio radical que tenía como horizonte la igualdad de todos los hombres, se sentaron a la izquierda. Es curioso que la expresión “hombres”, en 1789 aún excluía a las mujeres, y no era un término genérico que las incluía. Sin embargo, la idea de la izquierda, si bien aún patriarcal, buscaba la eliminación de las distinciones sociales y se abría al cuestionamiento de la desigualdad.

La tarea de la izquierda, si se siguen las distinciones de Bobbio y las sugeridas por los revolucionarios franceses del siglo XVIII, sería la de denunciar las desigualdades existentes y naturalizadas y proponer las formas y procedimientos para desmantelarlas y superarlas, por ello, en distintos momentos, la izquierda encontró alianzas y traducciones de sus demandas de igualdad en las reivindicaciones feministas, indígenas, inmigrantes, del precariado laboral y de varios otros grupos humanos que viven en desigualdades naturalizadas.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA

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Platt, ‘in memoriam’

Farit Rojas

/ 1 de abril de 2024 / 07:00

Tristan Platt escribió uno de los textos fundamentales de la historiografía boliviana: Estado boliviano y Ayllu andino. La reedición de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB) cuenta con un prólogo de Silvia Rivera que brinda información sobre las circunstancias de redacción del texto y otorga datos sobre la reconstitución de los ayllus en los años posteriores a la publicación de la primera edición del libro de Platt, retratando la importancia de su trabajo para la organización de las primeras asociaciones de ayllus y la creación del Conamaq.

El libro de Platt hace un recorrido por la historia de las relaciones entre Estado y Ayllu, desde los pactos de reciprocidad de origen colonial —mediante los cuales las comunidades indígenas pagaban un tributo y, a cambio, el régimen reconocía a las autoridades tradicionales de los ayllus, sus jurisdicciones y el manejo autónomo de la tenencia de la tierra—, la exvinculación de tierras de 1874, hasta la reforma agraria de 1953 y sus efectos.

Lea también: Política, sesgos e ideología detrás de la CIJ

El libro nos permite comprender que si bien Bolívar había abolido el tributo indígena, la medida no duro más de un año, en 1826 se restituyó el tributo indígena y en 1842 mediante la figura de la enfiteusis los indígenas pasaron a ser una suerte de inquilinos de la tierra. En 1874 se promulgó la ley de exvinculación que cambió el régimen de tenencia de tierras y, por ello, Platt la denomina la primera reforma agraria. Mediante esta ley se elimina el reconocimiento de mallkus, curacas y caciques como autoridades, y se obliga a las comunidades indígenas a que busquen un apoderado que gestione sus intereses en la ciudad. Los apoderados engañan a las comunidades y se produce una serie de resistencias y movilizaciones entre 1899 y 1921.

El libro finaliza con la llamada segunda reforma agraria, la de 1953 motivada por la Revolución Nacional, que si bien determina que los indígenas son propietarios de la tierra que poseen (artículo 57 del decreto 3464 de Reforma Agraria, del 2 de agosto de 1953), condiciona la restitución de ésta a una reglamentación especial (artículo 42 del referido decreto). En 1954, la reglamentación especial privilegia a los pequeños propietarios y al solar campesino, así la restitución únicamente procede ante la asimilación de tierras de grandes terratenientes. Platt nos muestra las maneras en las que los ayllus y las comunidades indígenas tuvieron que resistir frente a un Estado sordo y ciego respecto a una parte mayoritaria de su población.

El trabajo de Platt constituye una importante veta para una historia del Derecho boliviano aún pendiente, pero que no podrá dejar de lado sus trabajos, pues nuestras reformas jurídicas, en apariencia liberales y sociales, en el fondo fueron una continuidad de la mirada colonial sobre el indígena.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA

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Discursividad jurídica

Farit Rojas

/ 18 de marzo de 2024 / 07:23

En 1969, en una conferencia titulada ¿Qué es un autor?, Michel Foucault habló de un determinado grupo de autores bastante singulares que cumplen la función de «fundadores de discursividad». Estos autores tienen en particular haber abierto la posibilidad de formación de corrientes de pensamiento, una especie de continuidad discursiva que se inaugura con su obra. Foucault mencionó a Marx y a Freud como ejemplos de estos fundadores de discursividad.

Hace unos años participé en una comisión destinada a elegir los textos para un curso propedéutico de ingreso a la Carrera de Derecho, fue entonces que, con un grupo de profesores de Derecho, nos cuestionamos qué libros deberían ser los que consideramos fundadores de discursividad para la disciplina del Derecho.

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Mi lista, completamente arbitraria pero que intento justificarla, comprendía al opúsculo de Immanuel Kant titulado Fundamentación a la metafísica de las costumbres, pues en este breve texto Kant ofrece la explicación más sencilla de la idea de «deber ser», fundamental para el estudio del Derecho, y la relación del «deber ser» con la libertad, diferente a la noción de deber ser jurídico expuesta por Hans Kelsen. A continuación, me parece que deberían estar los Fundamentos de la filosofía del Derecho de G.W.F. Hegel, pues en este árido texto Hegel funda la reflexión sobre la sociedad civil y el Estado, e inaugura una filosofía del Derecho en tanto disciplina. Dando un salto de casi 100 años me parece que la llamada Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen ocupa un lugar central en la reflexión del saber jurídico, si bien no funda al llamado positivismo jurídico (cuyos orígenes se encuentran en el siglo XIX), ayuda a darle una forma abstracta y fundadora de la llamada lógica del Derecho, siendo su reflexión sobre la norma jurídica la más fina y lograda explicación del Derecho desde el lenguaje y la lógica jurídica. Finalmente considero que hay dos obras igual de importantes para pensar el Derecho: El concepto del Derecho de H.L.A. Hart, una obra de 1961 en la que pone el acento en los tipos de normas que hacen en sí al Derecho, y fundamenta la importancia de la llamada norma secundaria, es decir las normas jurídicas que versan sobre otras normas jurídicas y su clasificación en reglas de reconocimiento, cambio y adjudicación. El último lugar de mi selección personal de discursividad jurídica lo reservé para una obra de teoría política, pero con implicaciones muy importantes en el Derecho, me refiero a la Teoría de la Justicia de John Rawls, la exposición más lúcida sobre la relación del diseño de instituciones racionales con la justicia. Se trata de un canon occidental del Derecho, pero necesario para comprender y tratar de dar la respuesta a la pregunta de qué es el Derecho.

(*) Farit Rojas es docente investigador de la UMSA

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Desnudez

Farit Rojas

/ 4 de marzo de 2024 / 09:57

Fingir que no se está desnudo es uno de los temas de uno de los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen. El traje nuevo del emperador narra la historia de un gobernante y su desnudez. Cuenta Andersen que un día llegaron al reino dos tejedores capaces de manufacturar hermosos vestidos. Se decía que poseían unas telas mágicas que solo podían ser vistas por personas inteligentes y merecedoras de su cargo, en contrapartida, no podían ser vistas por tontos e impostores. El gobernante pidió a estos tejedores que elaboren un traje para él con estas telas mágicas para que al vestirlo pueda saber quiénes merecen su cargo y diferenciar a los listos de los tontos. Los tejedores pidieron, además de una enorme paga, seda e hilos de oro, los cuales guardaron para ellos. Montaron un telar en el cual dijeron que estaban haciendo el traje nuevo del emperador. El inquieto gobernante quería saber cuánto habían adelantado, entonces, mandó a uno de sus ministros a ver. Al llegar ante el telar y no ver las telas ni el traje, el ministro se puso nervioso. Los impostores le preguntaron su opinión sobre el hermoso color del traje nuevo del emperador, el ministro pensó: ¿seré tonto? ¿O tal vez no merezco mi cargo? Mejor no debo decir que no veo la tela, entonces exclamó: ¡qué colores! Le diré al emperador lo mucho que me gustan. Los tejedores entonces pidieron más dinero, más seda e hilos de oro. El emperador mandó a otro de sus colaboradores y a éste le ocurrió lo mismo. Fue entonces que el gobernante, acompañado de ministros y consejeros, llegó al telar de los astutos tejedores y el horror lo asaltó, pues no veía el traje. ¿Seré tonto? ¿O no mereceré ser emperador? Entonces exclamó: ¡Oh, la tela es bellísima! Los impostores entonces cortaron la tela invisible y con agujas con hilo invisible movían en el aire sus manos, como si cosieran. ¡He aquí los pantalones, el vestido y la capa! El emperador se despojó de todas sus ropas y los impostores simularon vestirlo con el traje nuevo. El emperador entonces empezó a contonearse delante del espejo como si viera el traje. Todos sus acompañantes lo adularon: ¡que traje más esplendido! Y el emperador marchó en procesión ante el pueblo. Un niño gritó: ¡pero si no lleva nada! Pero inmediatamente su padre lo reprimió. Disculpen la inocencia del niño, les dijo a los guardias. Sin embargo, la gente empezó a murmurar que el emperador estaba desnudo.

Lea también: ‘Political questions’

Este hermoso cuento de Andersen brinda una curiosa enseñanza política anotada por Jacques Derrida, quien sugiere que solo se es emperador a partir de un traje invisible que todos disimulan que lo ven, empezando por el mismo emperador, cuyo temor no es la desnudez sino el pudor de verse despojado de la simulación compartida que permite tanto ser gobernante como ser gobernado.

(*) Farit Rojas es abogado y filósofo

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