Institucionalidad de la legalidad o legitimidad
Ya viene siendo tiempo de ver las nuevas instituciones del Estado en vigoroso crecimiento.
En declaraciones de prensa, una diputada oficialista señalaba en referencia a la renuncia del Defensor del Pueblo que con este hecho la institución no había sufrido ningún daño en su desmedro por el simple hecho de que se trata de una instancia con mucha fortaleza institucional construida a pulso y heredada por la primera defensora del Pueblo, Ana María Romero.
Menos de una semana después, las presidencias de las cámaras de la Asamblea Legislativa Plurinacional —así como otras autoridades— señalaban que tras la renuncia de la vocal Dunia Sandoval la institucionalidad del Tribunal Supremo Electoral no corría ningún riesgo. La misma postura que había sido manifestada cuando los otrora vicepresidente y presidenta del TSE decidieron dejar sus cargos.
En el primer caso es cierto que por muy vergonzoso que haya sido el accionar de la persona que ocupó el más alto cargo de la Defensoría del Pueblo, ésta no se viene abajo en su totalidad. En el segundo, tampoco existió (con las dos primeras renuncias) ni existe ahora (con la última) alguna razón para pensar que la máxima instancia del Órgano Electoral puede dejar de funcionar a plenitud, toda vez que la Sala Plena no ha dejado de tener un quórum mínimo. Por lo tanto, también es cierto que es incorrecto (aún) hablar de crisis en estas instancias de Estado.
¿Y entonces por qué una buena parte de la ciudadanía acumula desconfianza y susceptibilidad hacia estas instituciones cuando atraviesan estas situaciones producidas por decisiones de tipo personal? En principio, se trata de entender que la construcción de una noción de institucionalidad está vinculada no solamente al aspecto formal y legal, sino también a un aspecto fundamental en democracia y que tiene que ver con la legitimidad de una determinada instancia ante la ciudadanía.
Por lo tanto, señalar que el accionar y las decisiones personales no afectan el desempeño de una institución es una falacia, pues aunque una de las máximas de la construcción de institucionalidad democrática señale que “las personas pasan, las instituciones quedan”, son, en realidad, las personas las que construyen, fortalecen y preservan ese constructo. Precisamente, para que eso sea lo que quede a quienes vienen después.
En ese sentido, son las personas devenidas coyunturalmente autoridades quienes tienen el mandato/desafío de dejar —en su paso por una institución— el cimiento para la construcción, la herramienta para el fortalecimiento y la garantía para la preservación de esa determinada institucionalidad. Por lo tanto, en una institución en ciernes, en transición o fortalecida son y serán importantes las personas que estén a la cabeza de la misma. Y, entonces, sus acciones y decisiones, en tanto involucren (material o simbólicamente) a la institución, tienen incidencia en la misma.
No habrá pues “institucionalidad de la legalidad” que pueda mantenerse en pie por sí sola si es que la “institucionalidad de la legitimidad” no logra sostenerse ante la ciudadanía, ante la opinión pública. Y, se sabe, la construcción democrática estará incompleta sin una legitimada institucionalidad. Esto incluso a reserva de que la apuesta por la construcción del Estado Plurinacional implique movimientos “tectónicos” dentro de los mismos paradigmas, principios y estructuras del Estado y sus instituciones. Pues —también se sabe— 10 años después de promulgada nuestra Constitución, ya viene siendo tiempo de ver las nuevas instituciones del Estado en vigoroso crecimiento, en vez de presenciar solamente el sostenido debilitamiento de las viejas instituciones de la República.
* Comunicadora. Twitter: @verokamchatka