¿No hubo golpe?, ¿hubo fraude?
Estas ideas que buscan imponerse como verdades derivan en un simple acto propagandístico.
Como parte de una intensa campaña mediática que busca justificar su presencia, habida cuenta de su falta de legitimidad y legalidad (atributos estos que en democracia suelen ser otorgados por el voto de la gente), el Gobierno de transición, que además comprometió al Estado en una bochornosa crisis diplomática con los gobiernos democráticamente electos de México y España por extralimitarse inconstitucionalmente en sus funciones, viene difundiendo a través de los medios masivos de comunicación un spot con el enunciado “En Bolivia no hubo golpe de Estado, hubo fraude electoral”. Aunque el costo de esta campaña resulta difícil de dimensionar, sobre todo porque quienes vinieron a asumir el rol de fiscalizadores quedan exentos de fiscalización (al arrogarse el poder de las virulentas masas), éste retoma dos aspectos que más que verdades nacen/yacen en el ámbito de la posverdad.
En primer lugar, porque aquel suceso acaecido en noviembre, y que desmoronó la imagen que Bolivia venía proyectando al mundo, retrotrayéndose a su triste pasado dictatorial, ha llamado la atención de estudiosos, intelectuales, organismos internacionales, gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos del mundo, cuyas interpretaciones del suceso resultan muy disímiles.
Sin ser las únicas, tres son las ideas predominantes al respecto: la del golpe de Estado; la negación de tal hecho, en lugar del cual se reivindican términos tales como “revolución”, “levantamiento”, “rebelión” o movilización “pacífica”, pero que mutuamente son inconsistentes; y la idea del “autogolpe” o del “golpe a la democracia”, que el propio Evo Morales habría operado al buscar su reelección por medios ilegales, y en cuya idea paradójicamente convergen feministas y conservadores, críticos y conversos.
No obstante, lo curioso de tales ideas radica en su carácter retrógrado, en un tiempo en el cual la realidad rápidamente cambiante orilla a la laxitud conceptual, obliga a la flexibilidad teórica y a la liquidez categorial. En ese sentido, cualquier estudioso serio de los golpes de Estado sostiene que este fenómeno ya no puede ser entendido a la vieja usanza, y que los epifenómenos imponen más bien la necesidad de adjetivarlo, sin que por ello el significante pierda su esencia. Así, desde hace medio siglo se definen categorías como golpe civil, civil-militar, policial, haciendo plausible un “golpe cívico-político-policial”.
En segundo lugar, la hipótesis del fraude electoral resulta más insatisfactoria todavía, ya que a pesar de la idea instalada en el imaginario popular, como posverdad, inclusive mucho antes de las elecciones, no se ha expresado más que emocionalmente. El “héroe” sin capa, pero con laptop, no presentó una sola prueba irrefutable de acto fraudulento, sino una serie de supuestos que de hecho constituyen la base del informe que la Organización de Estados Americanos (OEA) presentó como “Análisis de Integridad Electoral”, en razón de la auditoría electoral que realizó sobre una muestra del 13,5% del total de actas computadas. Aun así, éste no contiene una sola mención del término “fraude”, a diferencia del de “manipulación” (27), irregularidad (21), “inconsistencia” (16), “error” (14), y “falla” (10), escrutando privilegiadamente, sin embargo, el Sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP). En ausencia de certezas y en un campo político minado, estas ideas que buscan imponerse como verdades derivan en un simple acto propagandístico. La verdad, en cambio, requiere de pensamiento crítico, y éste parece encontrarse en crisis, por el alineamiento de los actores influyentes a los apetitos del poder transitorio. Evidencias recientes y viralizadas de sedición dan cuenta incluso de que el relato gubernamental resulta falsario.