Guerra y peste
No es fácil responder estas y otras preguntas, pero el primer paso es hacerlas y desprenderse de la lectura épica de Querejazu
Por razones comprensibles, este 2020 las celebraciones del 23 de marzo no tuvieron el vuelo patriótico de otros años. El “Día del mar” fue resultado en gran parte por la construcción de la narrativa nacionalista de la post Guerra del Chaco. Allí jugó un rol capital la obra de Carlos Montenegro, quien puso énfasis en los efectos de las pérdidas territoriales, principalmente del acceso al océano Pacífico, en la configuración simbólica y material del Estado-nación en Bolivia.
Entre las deudas pendientes de la confrontación con Chile está contar con una nueva historia de lo ocurrido entre 1879 y 1880. La verdad es que el único texto disponible es el escrito por Roberto Querejazu, publicado en 1979, justo —y no casualmente— en la celebración de la toma por la fuerza (y no la razón) del puerto de Antofagasta. La mirada de Querejazu es tributaria de la historiografía positivista, y a la manera de Leopold von Ranke, centra su atención en la política y la batalla. Sus páginas son una combinación de héroes y otros no tanto, de entregas y traiciones, de altas y bajas en la diplomacia. Aun con estas limitaciones, incluso documentales, Querejazu forjó el imaginario que alimenta hoy por hoy nuestra posición frente a Chile en el espinoso tema marítimo.
La historia de una guerra o una invasión, como se quiera, no puede leerse ni entenderse solamente acudiendo al estruendo de los cañones o los escritos de los diplomáticos; requiere en cambio recuperar la presencia de quienes en carne y hueso llevaron la peor parte en las derrotas y las victorias. ¿Cómo estaba conformado el Ejército de Bolivia, que desde abril de 1879 marchó por miles de kilómetros al sur de Perú o deambuló por los desiertos de Lípez? ¿Cómo se vistieron, habitaron y comieron? ¿Qué sentían los soldados, lejos de sus pagos y con la amenaza de la muerte a flor de piel? ¿Cómo vivieron y murieron? No es fácil responder estas y otras preguntas, pero el primer paso es hacerlas y desprenderse de la lectura épica de Querejazu.
Nuestro Ejército en campaña era una tropa que podríamos llamar familiar. Junto con los varones, en su mayoría (un 90% aproximadamente) de artesanos y trabajadores mestizos de raíz indígena, marchaba a pie una masa no cuantificada, pero numerosa, de mujeres: las rabonas y sus guaguas. Compañeras en la vida y en la muerte, alimentaban, remendaban y daban sustento a los soldados. Una buena parte se estableció en la ciudad peruana de Tacna, pero no solo en ésta. Allí, ellas y sus vástagos sufrieron los rigores de la guerra.
Ahora que nos azota una pandemia, habrá que recordar que en el siglo XIX un campo de batalla se libraba también contra enemigos invisibles, cuyo origen, y por tanto prevención y cura, desconocían. Ciertamente no disponían de muchos recursos para defenderse, como lo revelan los estudios de demografía a partir de los registros de defunciones analizados, como lo han hecho recientemente los historiadores chilenos Casanova, A. Díaz y D. Castillo,
Las malas condiciones de salubridad, agua contaminada, la carencia de hospitales, el hacinamiento y la deficiente alimentación hicieron que las pestes endémicas de tifus, cólera, disentería y viruela causaran muchas bajas entre ellas y sus hijos e hijas. La tropa y no pocos oficiales tampoco se libraron de estos proyectiles. Sin embargo, nuestro Ejército no era una unidad social homogénea, sino que estaba cruzado por una heterogeneidad y desigualdad social y étnica, que reproducía la que existía en Bolivia. De modo que los oficiales criollos, cuyas condiciones de vida eran mucho mejores y seguras que las de su tropa y sus familias, resultaron menos vulnerables a las enfermedades patógenas. Algo así —la gramática del biopoder— como ocurre actualmente cuando el coronavirus COVID-19 recorre nuestras calles.
Gustavo Rodríguez Ostria, historiador